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Karlha Ochoa (@karlhaochoa)

Tijuana, Baja California, 08 de octubre de 2020 [00:31 GMT-5] (Neotraba)

Cuando la pandemia comenzó hubo un cambio, me entusiasmaba más de lo reconocido en público y deseo sea parte esencial de esa nueva normalidad de la que todos hablan, esa de la cual ya jamás podremos librarnos, incluso después de la erradicación del bicho: el no contacto físico.

Para mí, no abrazar ni besar a nadie a modo de saludo es un alivio; la conversión de las reuniones presenciales a videoconferencias me funciona perfecto; inclusive, que los lugares tengan un máximo de ocupación me parece un descanso necesario.

Adiós ansiedad social. Hola, social media queen. Mucho contenido, mucho tiempo y muchas ideas. Las primeras semanas, mi producción en redes sociales se fue a tope pero, hasta donde no salir de casa es una obligación y no un placer, todo cambia.

Mi rutina antes de la pandemia era estar afuera, recorrer todos los cafés posibles y escribir ahí, en un lugar diferente cada vez para, después de varias horas, llegar solamente a dormir a casa. Esta dinámica se invirtió y el hecho de que el único lugar donde me salvaba del encierro fueran mis sueños, me estaba pasando factura. Moría por terminar una novela y terminó estancándose: por más creativa que quisiera ponerme, no había manera de seguir subiendo fotos dentro del departamento sin que pareciera una vida en un hospital psiquiátrico y mi irritabilidad, más que algo transitorio, se estaba convirtiendo en un hábito que, sin duda, terminaría por volverse parte de mi carácter si no hacía algo pronto.

Antes del cambio de rojo a naranja en el semáforo, me decidí a salir. Era eso o enloquecer en casa. No tenía más remedio. Lo que sí tenía era una cita pendiente desde mucho tiempo antes de la pandemia. Es momento de cobrar esa deuda, me dije y envié el mensaje. “¿Qué te parece si este fin de semana, por fin, me presentas tu bar favorito?”

Estos tiempos, los tiempos de pandemia, son los mejores para conocer a alguien en persona. Creo. El no contacto físico es socialmente bien visto, hasta aplaudido, y los bares que nunca cerraban, hoy prenden las luces a las 10:30 p.m. como invitación a desalojar el lugar. Nada podía salir mal: si algo resultaba desagradable, el reloj estaba de mi lado y nos obligaría a finalizar la cita, quisiéramos o no, mucho antes de la hora que hace más de cuatro siglos tuviera la cenicienta como límite.

La cita fue a las 6:00 p.m. Nos encontramos en la calle sexta, la calle donde se encuentran las cantinas y bares más antiguos de la ciudad, apenas a unos pasos de mi amor El Dandy del Sur, quien nos negó la entrada pues ya estaban al treinta por cierto, su máxima ocupación permitida. Decidimos entonces, cruzar la calle y empezar por el plato fuerte y motivo principal de ese encuentro: conocer el Tropic’s Bar.

El Tropic’s es un bar muy parecido al Dandy, pero sólo en cuanto a espacios. Ambos son rectangulares, tienen una rocola y desde la entrada hasta el final, se extiende una larga barra, que se vuelve la protagonista de todo. Pero si lo pusiéramos en términos humanos, el Tropic’s sería el primo lejano vestido con camisa hawaiana y para quien la fiesta nunca termina. Antes de la pandemia nunca cerraba, veinticuatro horas de vida nocturna, aunque fueran las doce del día.

Encontramos lugar en la barra, mi favorito dentro de cualquier bar. A diferencia del de enfrente, el servicio fue así, como el de un bar. Sin el habitual “¿qué te sirvo, bonita?”, no me quedó más que pedir una Tecate Light y sentir culpa al decir, de media, en vez de pedir una caguama como el resto de los clientes. La charla fluyó bien, ininterrumpidamente, durante cuatro horas y media. Aunque veía cómo se acumulaban las botellas vacías que el bar tender dejaba frente a nosotros como una prueba de nuestro consumo y del paso del tiempo, me sorprendí genuinamente de que el tiempo hubiera “volado” cuando encendieron las luces.

Coincidimos en lo fundamental: ambos estábamos perdida e irremediablemente enamorados de Tijuana. Al ver su entusiasmo cuando me contaba por qué aquí y no otra ciudad, me atreví a contarle sobre el libro de cuentos en el cual planeo verter todas las ideas ridículas provocadas por vivir tan al norte de México y cómo, aunque realmente las pienso, cuando las digo en voz alta o escribo en silencio, debo fingir que son una hipérbole risible.

También hablamos de los escritores tijuanenses y cómo la mayoría de ellos no habían nacido aquí, pero que la ciudad los había enamorado, en el mejor de los casos, o embaucado, en el peor de ellos. Hablamos de Rafa Saavedra y confirmé, una vez más, que no hay ser humano que yo conozca que no hable bien de él. Él me contó cómo lo había conocido y cómo fue alguien clave para que viniera a vivir aquí. Yo, la forma enfermiza en que lo busqué a él a partir de que leí sus 120 palabras, un texto que celebraba los 120 años de la ciudad:

“I LOVE TIJUANA por su esencia anárquica, emprendedora, festiva, libertaria y nocturna.

I LOVE TIJUANA porque nunca me ha importado gran cosa el lidiar con residuos de leyendas negras a go-go ni con el oportunismo amarillista de los medios ni siquiera con esa fría distancia de quienes la entienden como San Diego`s backyard. Tijuana simplemente es.

I LOVE TIJUANA porque la vivo a tope, porque mi tijuanidad no es de estampita ni producto del (re)acomodo acomodaticio ready-made, porque está dentro de mí y eso se nota a cada instante. Al recorrerla diariamente voy (re)conociéndola en su cambio perpetuo, captando los detalles y sintiendo la energía que habita en las ciudades que algún día serán sagradas.

I LOVE TIJUANA, mi city.”

(re)apropiacionismo poroso. Foto de Rafa Saavedra, tomada de su cuenta de Instagram
(re)apropiacionismo poroso. Foto de Rafa Saavedra, tomada de su cuenta de Instagram

Y cómo a partir de entonces he buscado, hasta encontrar, la mayoría de sus libros. Hablamos de Crosthwaite, de Yépez, Francisco Morales, Hilario Peña, Daniel Salinas Basave, Néstor Robles, Rosina Conde, entre muchos, muchos otros.

Coincidimos en nuestros procesos de escritura, en la tortura experimentada al estar frente a una página en blanco y la tortura de no tener tiempo para estar frente a ella, de cómo todo es literatura, hasta un post en Facebook y cómo, como literatura que es, no había por qué tomárselos en serio. Nos reímos de los amigos preocupados que enviaban mensajes privados después de leer alguno de ellos para confirmar si todo estaba bien e incluso para aconsejarnos.

Me di cuenta de cuánto extrañaba hablar de literatura con alguien y cómo extrañaba, todavía más, poder mantener una charla sobre eso por tanto tiempo, coincidir y no coincidir en ideas, darles vuelta y establecer puntos medios porque realmente piensas que la otra parte tiene algo de razón.

Nuestra charla se vio interrumpida cuando el lugar entero comenzó a corear una canción, la gran mayoría entre risas y bailes norteños. Salimos de la abstracción en la que nos había sumido la plática, volteamos alrededor y confirmamos que todo el bar cantaba al unísono.

—La persona que la puso se debe de sentir como rockstar. Todos están cantando —le comenté.

—Es que con Las Nieves de Enero, no puede pasar otra cosa —dijo y nos reímos.

—En realidad, es una canción muy triste —le dije, entrando en un modo reflexivo—, pero hasta que no estás sufriendo no te das cuenta. 

—Creo que es parte de lo que significa ser mexicano —respondió. Nos reímos de nuestras desgracias.

—Sí, pasado un tiempo, ya te puedes reír. Es cierto —concluí.

La segunda interrupción fue la luz, las luces de neón fueron reemplazadas por una luz blanca sin chiste. La cita terminó sin tener ganas de que terminara. Maldije los protocolos de la pandemia, pero los acepté. En la calle había mucha gente, no tanta como antes. Extrañamente, la mayoría estaban sobrios. Mientras el resto de los clientes expulsados del bar se dirigían al final de una larga fila en el OXXO de la avenida Revolución, nosotros caminamos al estacionamiento en donde había dejado mi carro, no sin antes sopesar seriamente si entrar al Porky’s Place, que aún tenía la fiesta andando. Me resistí, nos despedimos y me quedé con la duda sobre si elegí muy bien mi compañía para salir del encierro o si, simplemente, al salir de casa todo sería por default muy agradable. Para confirmarlo, hicimos una cita para la siguiente semana.

Con la confianza que me dio verme expuesta en la Zona Centro de la ciudad un viernes por la noche, el lunes al medio día me dirijo a los pasajes que conectan la avenida Revolución con las calles que corren en paralelo, Constitución y Madero, y que se han convertido en un escenario cultural que me gusta recorrer y en el que disfruto estar. El semáforo cambió su color de rojo a naranja y eso nos trae nuevas libertades.

Siento que vuelvo a la normalidad, a mi normalidad, a mí. El Pasaje Revolución slash Gómez vuelve a ser mi oficina. Vuelvo a curiosear entre las tiendas de ropa usada que le ponen tanto amor a cada prenda, que pareciera que fueran piezas de museo; vuelvo a emocionarme cuando encuentro una nueva tienda que abre sus puertas y pone todo el empeño porque se vea linda dentro del viejo pasaje.

El café al que solía ir ya no existe, pero en su lugar pusieron otro que se llama La vida es bella, en donde hacen una limonada de lavanda que realmente te hace creerlo.

Tres chicas pasan a mi lado, son distintas, una trae unos Converse, otra Adidas y la última unos Vans. Sé cuál es mi favorita con ese simple dato. Su personalidad la marcan las prendas que usan, por supuesto. Cada una trae un cubrebocas distinto y entonces me doy cuenta de que hasta la elección de cubrebocas muestra un rasgo de personalidad. Esta es la nueva nonormalidad y nuevamente me siento bienvenida a recorrer Tijuana.

Sin título. Foto de Rafa Saavedra, tomada de su cuenta de Instagram
Sin título. Foto de Rafa Saavedra, tomada de su cuenta de Instagram

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