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Por Jorge Damián Méndez Lozano

Mexicali, Baja California, 15 de septiembre de 2020 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

Salgo del consultorio médico y cruzo la calle cargando una hoja que indica el tipo de análisis de sangre que debo realizarme. Es una fresca mañana de primavera y las aves cruzan el cielo rumbo al norte. Avanzo unas calles y a la distancia lo reconozco. Es George. Viene hacia mí de la mano de una mujer con sobrepeso y cabello rubio. Siete años sin vernos. Nos saludamos con un abrazo.

– ¡Qué milagro, Rudi!

–Creo que moriré. Me mareo demasiado –le digo.

–No exageres, con un puñado de pastillas te aliviarás.

–Eso espero.

–Te presento a mi novia, Ana.

–Mucho gusto, Ana –le tiendo mi mano; la suya es blanda como el flan.

–Ayer por la noche bebimos alcohol y ahora nos duele la cabeza –explica George–; necesitamos cerveza helada. ¿Nos acompañas?

–Compremos cerveza y vayamos a mi casa, está a unas calles de aquí –les digo.

Caminamos a la licorería y mientras lo hacemos pienso en por qué me hice amigo de George. Época de la preparatoria. A él sus padres le prestaban el auto para ir de fiesta por la noche, eso básicamente afianzó nuestra amistad. Sus padres eran vegetarianos, maestros de karate, no bebían ni fumaban y siempre estaban de mal humor. Supe que su padre se marchó a trabajar a un casino en Las Vegas, Nevada, en donde se enamoró de una mesera filipina. La madre, por su parte, se quedó con la casa, se volvió carnívora, tomó cursos de enfermería y entró a trabajar a un hospital público.

Llegamos a mi cocina cargando dos cajas de cerveza que coloco en el congelador. Les pido que nos sentemos en la sala y les pregunto cómo se conocieron. Ana explica que en un centro de rehabilitación una tarde que visitó a su padre a quien una tragedia lo había llevado a otra. Una noche el señor manejaba un camión entre las montañas y cayó a un barranco. Un pulmón perforado y lesiones en los testículos lo colocaron en una espiral de morfina para mitigar un dolor que duró cinco meses. Al salir del hospital sustituyó la morfina por algo más placentero y adictivo: heroína. Luego de tres años de adicción la familia lo internó pensando que en cualquier momento moriría de una sobredosis. En una visita Ana conoció a George quien intentaba dejar de drogarse con metanfetamina. Se sonrieron, intercambiaron números de teléfono e iniciaron una sólida relación.

–Oye Rudi, ¿tu papá sigue dando clases y usando el cabello con mullet? –me pregunta George, entre risas.

–Sí George, todavía.

–Y tu mamá, ¿sigue dando clases de danza y cortándose el cabello como Cleopatra?

–Lo sigue haciendo, nada ha cambiado.

Tenemos cuatro horas bebiendo cuando de la bolsa izquierda de mi camisa extraigo un cigarro de marihuana. Lo huelo. Su aroma me transporta a un bosque de coníferas. Lo enciendo. Doy cuatro fumadas y se lo pasó a Ana. Hace lo propio y lo entrega a George. Varias rondas después el cigarro se termina.

– ¡Excelente marihuana! –dice George, y sus ojos son dos manzanas.

–Un vecino que es chef en San Diego me la regala cuando viene los fines de semana, la compra en un expendio en donde puede elegir su sabor –le digo a George creyendo que mi saliva es negra y mi cabeza una jungla.

Sobre una pequeña mesa hay un tocadiscos y al lado una caja con vinilos. George pone uno de James Brown y suena, Try me. La baila lentamente por un momento y después se acuesta en el suelo, boca abajo. Pide que lo azotemos. Pienso que es broma.

–Azótenme, por favor –suplica George y sigo pensando que es broma. Ana le pregunta con qué y él responde que con mi cinto. Me lo quito y se lo entrego. Descarga ocho azotes en nalgas y espalda.

–Es tu turno –me dice Ana.

Propino a George cinco azotes sin el afán de hacerle daño y escucho que tocan la puerta.

–¿Sí? ¿Qué desea? –pregunto en voz alta.

–Traemos la palabra de Jehová, abra o se perderá su mensaje de amor y paz.

Abro la puerta y veo a dos mujeres con faldas hasta los tobillos. Me explican que en la biblia puedo hallar respuestas a las grandes cuestiones de la vida, pero se interrumpen cuando ven que alguien está tirado sobre el piso de la sala. George levanta la cabeza y las saluda. Ana lo azota nuevamente, sus senos tiemblan, se detiene, toma aire y lo azota otra vez. Las testigos están estupefactas, no dan crédito. Una de ellas me pregunta si estamos grabando un video clip.

–Vengan señoras, denme duro, mi carne es muy suave –dice George.

– ¿Por qué te azotan? ¿Hiciste algo malo? –le preguntan.

–Me azotan porque de mi interior el diablo debe marcharse –contesta George.

Repentinamente llega una mujer y un hombre, también testigos de Jehová. Ella usa un sombrero de palma y él viste camisa blanca y una corbata color azul. George levanta la cabeza, pero no saluda, sólo observa detenidamente a la mujer de sombrero. Ambos se sostienen la mirada durante varios segundos. George se pone de pie. La mujer se quita el sombrero, lo entrega junto con su bolso de mano a una de sus compañeras y entra a mi sala sin pedir permiso.

George y la mujer quedan frente a frente. Sus compañeros y yo nos colocamos en el marco de la puerta porque intuimos que algo está a punto de suceder pero no queremos interrumpir. Guardamos silencio y Ana baja el volumen del tocadiscos. La mujer y George inclinan el tronco de su cuerpo hacia adelante en señal de saludo. Se concentran e inician una coordinada kata de karate. Mi sala es ahora un dojo. Golpes al aire con los puños. Gritos. Giros con la cintura. Liberación de energía. Alaridos. Vueltas. Dibujos formados con los pies y las manos. Sus rostros palpitan de furia. Es una explosión de ritmo, determinación y potencia hasta que se fatigan y regresan al punto de partida en el que comenzaron el ataque a un enemigo imaginario. Nuevamente se saludan inclinando el tronco del cuerpo hacia adelante. Final del ritual. Estuvimos a punto de aplaudir, pero nadie lo hizo.

George y la mujer de sombrero se abrazan e intercambian algunas palabras. Quito el disco de James Brown y pongo uno de Question Mark and The Misteryans. Suena la canción: 96 Tears. Subo el volumen. Los cuatro testigos de Jehová salen a la banqueta. Voy detrás de ellos a despedirlos mientras me coloco el cinto en el pantalón. Los veo marcharse caminando por en medio de la calle hacia un horizonte anaranjado en donde poco a poco se oculta el sol.

–Era la mamá de George la mujer de la kata –me dice Ana cuando vuelvo a la sala.

– ¡Es verdad! Aunque no la reconocí por el sombrero, el cabello largo hasta la cintura y sus lentes de graduación; aparte, han pasado muchos años –le contesto.

“Demasiadas lágrimas para que un sólo corazón las llore”, dice la canción. Entretanto, George está sentado, perdido en la neblina de su mente, seguro de que el diablo jamás se marchará de su interior y yo, pensando en lo contaminada que debe estar mi sangre a esta hora de la tarde.


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