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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 08 de julio de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Cinco balas:

*Así es el presente: una negación,

así el poema:

algo ilimitado que late en el ahora*

*Declaro suspendido a mitad de la caída

que la verdad tiene un calibre menor*

*Con otra musicalidad la carcajada sigue…

Sólo que hoy la fruta de temporada

es la granada*

*Aquí es de todos conocido

que la persecución y el enfrentamiento

anteceden al argumento*

*Espero que sólo la poesía

dé en el blanco*

Armando Alanís Pulido

El país es una inmensa tumba, dicen los más pesimistas. ¿Será cierto aquello de que la violencia niega la poesía? En los pequeños pueblos y aldeas perdidas de México, los cementerios locales son, literalmente, alambradas que separan con una línea muy tenue, la vida cotidiana de sus pobladores del lugar donde reposan sus muertos.

En realidad, no hay mucha diferencia entre los vivos de acá y el vecindario de difuntos del otro lado. Parecieran situaciones y personajes surgidos de los versos de Edgar Lee Masters de Spoon River, en donde una colonia de cadáveres redivivos (cargados de humor cruel) por gracia del verbo conversa con sus sobrevivientes. Esa sórdida atmósfera de muertos que cuestionan a los vivos, de panteones miserables que derraman la agusanada pesadumbre de sus días marchitos hacia la cotidianeidad, es la que trata de recrear Armando Alanís Pulido en el libro BALACERA (Tusquets editores, México, 2016): un parcelaje sombrío y violento acotado sólo por brevísimos hilos maldicientes y risueños.

Más que ser en estricto un poemario en el sentido tradicional, el texto de Alanís es una fusión de estructuras breves (el poema propiamente dicho, el aforismo de resolución abierta, la sentencia en el más lapidario estilo popular y el retruécano como herramienta de indóciles presunciones de verdad) que bordan entre todas el gran tema: la violencia actual en México. Los personajes “fraccionarios” (igual que la estructura misma del relato), insustanciales casi, sostenidos apenas en el peso de una anécdota equis, se comportan como si la vida no importara tanto, y la fatalidad extrema fuera la única salida posible a esa ruin e inútil existencia.

El país entero, se nos dice, es una enorme y fragmentada valla en donde conviven con apático desdén los vivos y los muertos. Poco importa de qué lado se esté de la alambrada.

Proscripciones de todos los sinos y signos. La infinidad de fosas clandestinas sembradas por el narco, los cercos de ineficiencia y corrupción de las autoridades que debieran neutralizar las expresiones del miedo como forma de vida, la politiquería barata que lucra del río revuelto, la miseria misma que campea y abona al círculo vicioso: todo respira (si aún lo hace) a través de los pulmones purulentos del vicio y la podredumbre, sin trazas de enmienda. Vallas anónimas, o con nombre y ubicación precisas (Tlatlaya, San Fernando, Ayotzinapa, la cantidad incalculable de civiles inocentes abatidos por las balas cruzadas, más las fatídicas sorpresas que se sumen en la semana). O como juego de cajas chinas: alambradas que a su vez contienen (esconden) otras (muchas) alambradas de corrupción e indiferencia homicida.

La primera y última partes del libro son una especie de “fiesta de las balas” al más puro estilo de Martín Luis Guzmán [“De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y al cabo morían…”].

A pesar de su brevedad las historias son precisas y contundentes a fuerza de incidir en el lenguaje denotativo: se alude a armas específicas, calibres, sonidos, atmósferas y sobre todo consecuencias letales. No hay concesiones ni licencias poéticas que contengan o diluyan el embate, la sensación del vacío, de la muerte que transita estas páginas. No existen alusiones a ningún culpable en específico, no se toma partido. La realidad llevada a sus extremos más deplorables y funestos es el personaje que ha asentado sus reales en nuestro ya patético escenario. BALACERA no es un libro de contenido político sino, en todo caso, sociológico.

Las páginas centrales (“Chulas fronteras”, “Unas líneas”, y “Somos la evidencia” –que incluye fotografías de muros intervenidos por la llamada Acción Poética de la que Alanís es fundador) son únicamente la argamasa vital que enlaza, en una especie de emparedado, las partes inicial y conclusiva que conforman el tema medular: la violencia sin visos de pronta solución.

En un lenguaje directo, desprovisto de regodeos lingüísticos, BALACERA retoma en cierta forma el discurso poético conversacional de la época de las dictaduras latinoamericanas, pero en este caso desde la perspectiva del humor no militante. En la lectura de este libro llegan a mi memoria ciertos momentos de Ernesto Cardenal, Joaquín Pasos, Roque Dalton, Salomón de la Selva, Otto René Castillo y por qué no, el mismísimo ‘antipoeta’ Nicanor Parra.

Cierro mi escrito con dos citas de los nicaragüenses (1) Salomón de la Selva y (2) Joaquín Pasos, que con otros recursos y desde contextos y épocas muy diferentes, igual que Armando Alanís poetizan también en torno a la violencia justificada por sus actores como vía de resolver las diferencias:

          (1) La bala que me hiera
          será bala con alma.
          El alma de esa bala
          será como sería
          (...) la piel de una música
          si nos fuese posible
          tocar a las canciones
          desnudas con las manos…




           (2) Mañana dirán que la sangre
           se hizo polvo,
           mañana estará seca la sangre.

           Ni sudor, ni lágrimas, ni orina
           podrán llenar el hueco 
           del corazón vacío.

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