Aventura de vivir
Azul de Metilena | Verónica Ortiz Lawrenz hace un recuento de aquellas aventuras que configuran su presente. Se trata de un texto profundamente personal para comprender lo que aún está por venir.
Azul de Metilena | Verónica Ortiz Lawrenz hace un recuento de aquellas aventuras que configuran su presente. Se trata de un texto profundamente personal para comprender lo que aún está por venir.
Por Verónica Ortiz Lawrenz
Ciudad de México, 09 de febrero de 2021 [03:11 GMT-5] (Neotraba)
Para Lydia Cacho
Siempre fui inquieta, no sabía quedarme, permanecer. En parte por mi infancia de violencia, donde aprendí que debía volar para sobrevivir. Evadirse. Apenas llegaba y ya quería borrarme. Me volví una escapista consumada. Cuántas veces me equivoqué al decidir sobre un trabajo o iniciar una relación con quien parecía posible convivir y el tiempo me reveló lo contrario. En muchas ocasiones hice cajas, maletas, y trasbordé a espacios y afectos más acogedores.
Siempre en búsqueda, me volví una aventurera. Probar lo desconocido me daba una sensación de permanencia por la profundidad de mi interés hacia ello. Mientras lograba estar con todos mis sentidos, tejía nido y hacía hogar. Casas plenas de color, de puertas y ventanas. Mi menaje era el nido donde se acumulaban vivencias y adquisiciones: libros, discos, artesanías, tapetes, lámparas, vajillas, ropa, collares. Fue en 1975, con el huracán Olivia, en Mazatlán, cuando por primera vez perdí todo. Y no la vida, porque encerrada en el baño sólo eso quedó de mi casa en el Cerro del Vigía.
De esa estancia en el puerto del Pacífico, mientras trabajaba para una agencia de viajes, inventé un tour en Cabo San Lucas para los barcos de lujo que fondeaban en esa maravillosa bahía, hoy inexistente debido a los cientos de hoteles y negocios que acabaron con sus playas. Pero en los setentas, logré bajar a los turistas de estos barcos y llevarlos, en lanchitas de los pescadores locales, a visitar la arcada natural en los riscos marinos y vieran de cerca a los cientos de familias de focas. Ya en tierra, hacían un recorrido por los dos únicos hoteles de ese entonces: el Finisterre y el México a las afueras de Cabo San Lucas, en la carretera a La Paz, donde un mariachi y sendos margaritas festejaban, en sus playas blancas, a los incrédulos turistas quienes dejaban una gran derrama en dólares a la comunidad de la zona.
El tour fue calificado como el mejor de todos los ofrecidos por los cruceros. Dicho reconocimiento me valió la confianza de las autoridades portuarias y del Capitán Rocconi, del Fairsea, barco en el que me regresaba a Mazatlán como polizón, atendida en primera clase y por el primer oficial, un guapo italiano quien me enseñó la receta del Dorado, cocinado en agua de mar, mientras observábamos la puesta de sol desde su camarote.
De mis viajes me encantaba –aún lo gozo–, ir a los mercados para probar la oferta de artesanías y platillos regionales de cada lugar. Qué no comí. Mi aventurero paladar era el más agradecido, así fue en cada pueblo y ciudad. En la República Mexicana, descubrí la impresionante variedad de platillos regionales, tradición culinaria que nos ubica en la cima mundial de los sabores. Mis viajes de trabajo me llevaron a China donde, junto con un grupo interdisciplinario, logramos redactar un diccionario inglés-español-chino. Durante un año, conocí parte de su milenaria cultura y pude degustar cientos de sus platillos, preparados con todas las carnes, pescados, mariscos, salsas, verduras y frutas posibles.
La lectura me llevó a la Patagonia Argentina donde descubrí la magnificencia de los glaciares y los lagos azul turquesa. Amé al capitán del catamarán, un hermoso uruguayo que llevó a mi boca hielos de más de 500 años. Inolvidable el curanto de mariscos con bolitas de masa de trigo y embutidos de puerco, todo cocinado al vapor en un hoyo de tierra. Suculentos sus pequeños y tiernos corderos asados. En Portugal, cómo olvidar las almejas con puerco hervidas en vino verde espumoso. El paladar gratificado, junto al conocimiento de culturas y seres humanos generosos.
En el amor, sin duda me deleité con amantes pluriculturales. Como aquél hermoso guerrillero colombiano del M19 refugiado en Pekín quien, durante mi estancia, me dio clases de movilización corporal y urbana. Inolvidable la ternura del jovencito chino; enamorado, juntó todo su dinero de meses para regalarme una caja de chocolates y el libro de Novelas escogidas de Lu Sin, antes de mi regreso a México. Con el fotógrafo de guerra neoyorquino; fueron noches interminables donde me explicó cuándo correr a partir del estallido de una bomba. El basquetbolista mulato de ojos azules en Lima; encestó varios pases y me llevó a probar el sorprendente mestizaje de platillos peruanos con productos de los cuatro continentes.
Y mi primer viaje a París, invitada por el cantante de Mikis Teodorakis, Petros Pandis. De su mano conocí las callejuelas de la ciudad luz y uno de los cuerpos más bellos al compás del Bouzouki y la Lira. En Atenas, el amigo griego que me leyó al poeta Constantino Cavafis. Bello cretense de quien escapé porque sufría de priapismo. Aún festejo las conversaciones con Rubem Fonseca en Río de Janeiro, mientras escribía mi primera novela en casa de Lourdes Hernández y Felipe Ehrenberg; y aquellas tardes lujosas de ver y comer feijoada, moqueca y el pan de queso, del cual me volví adicta junto con las caipiriñas y amigos, en el departamento de Jorge Sánchez frente a la bahía de Botafogo.
Mis parejas formales. Soy de la idea –y lo comprobé– que el amor termina a los tres o como máximo cinco años. Si no le inviertes creatividad y novedades a la relación, poco queda hasta terminar viviendo con tu pariente y no con tu amante. A Arturo le agradezco su libro Poemas de tu abrupta ternura, con dibujos de mi queridísimo amigo Gilberto Aceves Navarro. De Armando no olvidaré su juventud y entrega amorosa.
La relación más larga fue también la más complicada; queda una hermosa casa en San José de los Laureles, construida día tras día con adobes junto a campesinos de Morelos, y parte de mi sueldo de muchos años. Ahí escribí mi segunda novela, No me olvides. En ese terreno sembré miles de plantas y decenas de árboles. En ese vergel se conjugan sus verdes y flores con los de los cerros del Tepozteco nacidos en Tlayacapan. Mientras la relación duró –veinte años– no pude quitarles la mirada. Dolorosa pérdida de contenido edípico, sumándole más tarde la de mis dos perros: Corina y el Negro, ambos recogidos y siempre amados. En fin, mejor cambiar de página a los pasados mezquinos.
Nada me detiene. En 1980, a mi regreso de China, inicié una larga relación con el micrófono. Conocí a hombres y mujeres de quienes aprendí y estudié temas de cultura, política, economía y sexualidad. El vínculo entre ellos y los lectores, radioescuchas y televidentes multiplicó mi pasión por explicar y mediar entre la información y los receptores. Impresionante la avidez de conocimiento sobre sexualidad de la sociedad mexicana, cooptada entre religiones, miedos y mentiras, impedimentos para una vida sana y placentera. Aprendí a respetar mi cuerpo, el de los otros y otras. Mis culpas y miedos, –adoptados debido a mi cerrada educación materna, católica y después cristiana– cedieron a la comprensión del poder del placer. La información científica sobre sexualidad abrió espacios de reflexión sobre una vasta temática antes prohibida en los medios y permanente desde los ochentas, no obstante la censura de gobiernos retrógrados.
En 1993, abrí un espacio para el lector en el periódico El Financiero. Por primera vez se le daba seguimiento a las cartas y solicitudes recibidas: la defensoría del lector. En los años del surgimiento del Ejército Zapatista, las páginas del lector se multiplicaron para darle cause a los comunicados del comandante Marcos. En ese mismo periódico fundé los primeros talleres y seminarios de periodismo organizados por un diario mexicano, donde las y los mejores periodistas del momento ofrecieron sus experiencias a estudiantes de periodismo y periodistas en activo e interesados.
Cuando ganó la izquierda en la Ciudad de México, encabezada por el ingeniero Cárdenas, fui invitada a dirigir una delegación, pero me pareció más congruente trabajar con Rosario Robles. Dejé la televisión y el periódico y me metí de lleno al primer gobierno democrático de la Ciudad de México. Monté una Unidad de Información Comunicación y Análisis, UNICA, junto con Jenaro Villamil. Dábamos orden y seguimiento a la información de todas las subsecretarías y direcciones de la Secretaría de Gobierno a cargo de Robles.
Rosario tenía tarjetas informativas de los sucesos en toda la ciudad y a nivel internacional cada quince minutos o antes, si había algo urgente. Fue tan importante la operación de UNICA que muy pronto el área de comunicación de Cárdenas nos empezó a pedir información. Entrábamos a las ocho de la mañana y no había horario para terminar, así fueran sábados y domingos. Fue un trabajo agotador, durante varios años logró su cometido. Pero el poder es una enfermedad de la que pocos se salvan, y Rosario, débil en su área personal y afectiva, fue presa fácil de un grupo político priista que la estudió y supo seducirla. Sucumbió ante Ahumada y lo siguiente ya no se relacionaba con ética ni convicciones: Rosario ya no escuchaba razones.
Decidí renunciar e intenté regresar a los medios de comunicación. A pesar de sentirme muy agotada, llevé un proyecto a Canal 40, presentado a Ciro Gómez Leyva, el cual sumaba a amigos talentosos como Fernando Rivera Calderón y Armando Vega Gil. Ciro desbarató la propuesta e invitó a Rivera Calderón. Ahí nacerían sus primeros programas de televisión con su tan celebrado Palomazo Informativo.
Decidí salir un tiempo de México. Lourdes Hernández y Felipe Ehrenberg me invitaron a Saó Paulo, Brasil. Al llegar al aeropuerto, leí una noticia relacionada con los niños de la calle masacrados en las escalinatas de la Iglesia de la Candelaria –hacía más de diez años–, por guardias blancas pagadas por los empresarios más ricos de Río de Janeiro. Ahí surgió mi primera novela.
Ya no pude parar. Aunque el idioma dificultaba mi compresión de los sucesos del momento: un sobreviviente de la masacre secuestró a uno de esos empresarios, me quedé tres meses pero regresé para escribir en México. Fue Marisol Rueda, corresponsal de Notimex en Brasil, quien me ayudó a seguir la pista de lo develado frente a mí: las redes internacionales de prostitución infantil. Investigué el tema dos años y terminé la novela, publicada con el nombre de Sobrevivientes (2003) por Planeta, y ganadora de la Selección Planeta España de ese año.
Escribí otra novela durante dos años, No me olvides, sobre el 68 y de regreso a lo mío: lo medios de comunicación. Busqué a la secretaria de Cultura, Elena Cepeda, para proponerle una serie de programas de difusión cultural. No me alargo: con todo su apoyo fundé Código DF, Radio cultural en línea, hoy Código CDMX. Metida horas y horas otra vez para levantar un proyecto de la nada. Mucha gente participó. El trabajo en equipo es necesario para lograr y crecer ideas, el equipo de Código fue de primer nivel, como antes el de UNICA. Gente joven, prendida y con ganas de esforzarse por darle sentido a un espacio nuevo de comunicación cultural. Sigue adelante, dando resultados y abriendo espacios para promover sobre todo a creadores y creadoras independientes.
En España, a donde me llevó mi nueva aventura con el encargo de atender la filial del Fondo de Cultura Económica, se sumaron amistades y una cocina fuerte, sabrosa y condimentada que me mandó al médico en varias ocasiones. Sorprendentes las pocas visitas a los museos de Madrid de la mano de las periodistas Nieves y Francina. Ciudad de extremos, de fríos y calores; los madrileños son intensos.
De esas intensidades surgieron las interminables charlas con el escritor Alfonso Mateo-Sagasta, con quien armé varias mesas con especialistas de historia y los títulos rezagados en la bodega del Fondo. Deliciosas las conversaciones con el poeta Luis García Montero, actual director del Instituto Cervantes de Madrid. De Canarias, suave en su verbo, sigo en contacto con el talentoso escritor Juan Carlos de Sancho, especialista en Galdós.
Mis amigos y amigas de España, con ellos mantengo comunicación de larga distancia, la única posible por ahora. No hubo más tiempo. Seis meses la aventura, luego la pandemia. Otros más aquí en la Ciudad de México, de casa en casa, los más azarosos que recuerdo en mi vida. Regresé a mi departamento de la ventana verde. Sin parar de trabajar, en conexión diaria con el gran Manuel de la filial madrileña, y las entrevistas y recomendaciones de libros semanales, armo este regreso al espacio conocido.
Ignoro a dónde me lleve esta aventura de vivir. En el presente inmediato está la publicación y presentación de mi reciente novela, Una decisión equivocada. Por ahora experimento este tiempo tan extraño y estimulante a nuestra imaginación. Desde el encierro pandémico, escribo, rememoro, invento la ficción que es la vida. Para mí, las palabras definen el momento, el presente. Son las amistades, los amantes que recuerdo; mis lecturas, música, sabores, las películas que gozo e imprimen nuevas imágenes en mi disco duro. Estoy hecha de todo ello. Y tampoco importa. Les cuento para no olvidar.
Soy como ustedes: un caleidoscopio de formas y colores, la sintonía musical de los acordes que me acompañan. El rompecabezas de piezas infinitas buscando el lugar de los inmortales, el de Borges, el mismo lugar donde todo mundo es feliz, prometido por el profeta de Ortega y Gasset. Eso busco y, como bien dice el profeta, con imaginarlo es suficiente.