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Por Verónica Ortiz Lawrenz

Ciudad de México, 20 de mayo de 2022 [GMT-5] (Neotraba)

Siempre me ha gustado bailar. Mi madre contaba que se le rompió la fuente de mi embarazo cuando veía la película Las zapatillas rojas, producida en 1948 y de los directores Emeric Pressburger y Michael Powell, ambos ingleses, sobre una primera bailarina y su vida en la Compañía de Ballet Lermotov. Se estrenó en México en mayo de 1950. El 30 de mayo de ese año nací y nueve meses después caminaba de puntitas y bailaba al compás de cualquier música que me rondaba.

Chapultepec era nuestro paseo dominical, la Sinfónica de la Ciudad de México tocaba en los recintos del parque. Ahí bailaba al son de Moncayo, Revueltas, Manuel M. Ponce. Es como si en vez de pies tuviera alas, porque no podía estarme quieta. Mi madre se desesperaba, sobre todo cuando me probaba los vestidos que me hacía en su máquina Singer. Muchas veces, para aquietarme, me picaba con los alfileres con los que marcaba los dobladillos de mis faldas. Crueldad alemana heredada, supongo.

A los 5 años me llevó a clases de baile con Nina Shestakova. Su estudio estaba en la calle de Nebraska. Admiraba a las jóvenes con sus zapatillas de ballet y sus mallas color rosa. Insistente con mi maestra, por fin me paré de puntas a los ocho años. Qué dolor, pero era maravilloso imitar a las grandes bailarinas rusas, como la Pavlova o Margot Fonteyn y tantas otras. Soñaba con bailar El Lago de los Cisnes y Coppelia.

A los 13 años mi madre me llevó con otro maestro que le habían recomendado. Muy pronto me separó del grupo y empezó a darme clases de flamenco. Le parecía tan buena que le dijo a mi madre que él me recomendaría y colaboraría para que me fuera a estudiar danza a Madrid, a una reconocida institución. Mi madre se lo contó a mi padre; celoso y violento como era, de inmediato nos prohibió regresar a clases y acusó a mi madre de tener una relación con mi maestro, que poco después supe era homosexual. Yo quería ser bailarina, coreógrafa, irme a España, pero los sueños son sueños. De repente todos mis planes se esfumaban, algo se quebró en ese momento.

Seguí bailando rock, disco. Aprendí chachachá, twist, cumbia, entre los 14 y los 16 años. No había fiesta de la escuela o colonia a la que faltara. Hasta que me casé –error–, ahí se acabó la música por tres largos años. Volví a bailar tiempo después de escaparme, a los 19 años. En Sonora, con mis abuelos, recuperé el ritmo con la Redova, entre vals y mazurca, el zapateado y los bailes de salón en Hermosillo. Regresó aquella alegría de volar, de sentirme libre, impulsada desde el plexo solar para inventar cuantos movimientos me eran posibles.

Regresé a la Ciudad de México. Trabajaba doble turno para que el dinero me alcanzara y en las noches visitaba las discotecas de moda en la Zona Rosa. Los meseros me conocían y me cuidaban. Sabían que yo llegaba a bailar y no a ligar. Si alguien intentaba molestarme, ellos lo evitaban. Fueron noches de alas donde volar no tenía límites.

Vinieron tiempos de armonía y otros que fueron de frustración y aprendizaje. Buenas parejas de baile, otras que no podían mover los pies. Alguno bailaba dentro de un cuadro en el piso del que no había manera de salir. Con mis amigas íbamos a bailar salsa. Qué buenos compañeros nos tocaban al ritmo de los mejores soneros y sus grupos. Así el tiempo tocó los acordes que vibraron en mi cuerpo joven hasta la adultez.

Este 30 de abril de 2022 se festejaron, como cada año, a los niños y niñas y también fue el Día del Jazz. En la estación de IMER, Horizonte, hubo un programa especial sobre jazz en el mundo y pusieron al compositor y trompetista Ibrahim Maalouf, desconocido para mí. No pude evitar intentar bailar.

Mis huesos, el plexo solar, las lumbares. Todas mis lunas y mis soles en un eclipse. No me había dado cuenta de lo incapacitada que estaba. Ibrahim me conectó con la cadera, que intenté mover con su cadencia –música de tantas raíces– pero mi cadera es dolor, ya no ritmo. De momento me quedé detenida en alta mar. Un mar agitado y yo, como si tuviera un ancla enorme, como estatua de hierro, varada e Ibrahim generando toda clase de deseos sonoros. Confieso que me puse a llorar.

Recursos no me faltan. El cuerpo está lleno de ritmo, el mío sin duda. Limitados el brazo derecho, desde el hombro, y ahora la cadera. El resto habrá que acondicionarlo para que se mueva en esa armonía voluptuosa, fundamento de toda la música, porque cualquier acorde incita al movimiento. Busco en mis sentidos esos tonos que me excitan interiormente. Traducir la música en músculos, tendones, huesos sanos y venas. Sangre, pues, la sangre de la que estamos hechas las que no podemos dejar de movernos. Vivir al compás de los instrumentos: madera, cuerdas, aire, metales, voces. La piel, mi piel en movimiento. Si la piel es el órgano sexual más grande que tenemos, que contenga mi cuerpo, y a bailar con todos mis nombres y apellidos.


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