Entre letras y asado de puerco
La comida puede trasladarnos a otros lugares y a otras épocas. ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a tener uno de los placeres que alegran el espíritu?
La comida puede trasladarnos a otros lugares y a otras épocas. ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a tener uno de los placeres que alegran el espíritu?
Por Adriana Barba
Monterrey, Nuevo León, 25 de junio de 2021 [00:57 GMT-5] (Neotraba)
“Cuando se habla de comer, hecho por demás importante,
sólo los necios o los enfermos no le dan el interés que merece”.
Laura Esquivel en Como agua para chocolate
¿Qué es lo más rico que has comido? Le pregunté en la noche a mi primogénita que está de visita en la capital mundial de las fresas, Irapuato, Guanajuato.
Ni siquiera lo pensó, me contestó en 2 segundos: “tamales rosas y champurrado”, ¡Ay, que rico! Traté de disimular mi envidia y le dije que era mucha masa para mí, que lo disfrutara.
Al hacerle la misma pregunta a mi hija menor, me contestó, “no sé”. Respuesta que me dejó triste –para que negarlo. ¿Cómo está en una ciudad tan linda, donde la comida es de los meros meros dioses, y no sabe qué es lo más rico que ha comido?
Sola me pregunto y sola me contesto. La relación tan especial que tengo con la comida no la tienen todos: los olores del menudo, pozole o barbacoa de la infancia forjaron mi carácter, marcaron los mejores años; esos mismos olores del pasado están en mi presente y traen, aunque sea por un segundo, a nuestros antepasados fallecidos. El platillo se convierte en emoción, ya sea positiva o negativa y con eso le agregamos un valor especial.
El orégano es de mis sabores y olores favoritos, el asado de puerco –no de boda, no zacatecano, un asado de puerco estilo Cadereyta, en Nuevo León– es de mis platillos favoritos. Al poner la carnita de puerco a cocer junto con sal, orégano, ajo y otros condimentos llenan mi corazón de amor; horas después cierro los ojos para degustar con exagerado detalle la mezcla de chiles secos en mi paladar, sin quitarle importancia al arroz rojo esponjocito y unas tortillas de maíz recién salidas del comal. Si esto no es amor, no sé qué chingaos es.
Mi amor por la comida mezclado con las letras es infinito, no puedo pensar en escribir una historia en donde los tacos de pastor, asada, molleja y tripita no estén presentes. Recuerdo que años atrás, angustiada por mi obsesivo deleite a la comida, fui a caer con lecturas muy interesantes que me hicieron sentir menos rara –o con menos culpa– y bueno, ustedes también recordarán tan criticada –o no– la obra de Laura Esquivel y el sabor de las codornices en pétalos de rosa que nos preparó Tita, protagonista de Como agua para chocolate: la felicidad, la náusea, el éxtasis, el deseo y coraje que sintieron los invitados a la mesa al degustar dicho platillo.
Pero una de las lecturas con las que me sentí más identificada fue con La dicha de comer, de Charles Simic. Les comparto un fragmento:
Mi amigo Mike De Porte, nieto de un famoso abogado de San Petersburgo, que en sus argumentos combina una probidad dostoyevskiana con la sabiduría jurídica de su abuelo, afirma que una obsesión de esa naturaleza con la comida es la mejor prueba que tenemos de la existencia del alma. Por tanto, mucho después de que el cuerpo ha sido satisfecho, el alma permanece insaciada. “¿Acaso significa eso que el alma nunca se sacia?”, le pregunté. Aún no me ha dado su respuesta. Mi propia teoría es que se trata de un signo de suprema felicidad. Cuando nuestras almas se sienten dichosas hablan de comida.
Por mi cabeza ronda la idea de una operación de reducción de estómago, “¡qué maravilla llegar a pesar de nuevo 56 kilogramos!”, me decía una vocecita terca a cada momento. Al platicar con muchísimas personas que se han sometido a esta intervención, y escuchando las historias de “devolver el estómago por comer un taco” me hicieron por 30 segundos imaginarme estar en ese sitio, donde una cucharada de asado de puerco me lleve al hospital, o un taco de pastor con cebollitas moradas y salsa de aguacate me haga llorar de angustia, de dolor, de tristeza porque es pesado para el poco estómago en mi cuerpo. ¿Cómo me sentiría sin esa felicidad que llena mi alma?
La respuesta es “No”. No a sacrificar mi felicidad al comer unos tacos de pastor, una cemita o una arrachera, no al malestar al primer bocado del asado de puerco, no a olvidarme del menudo, pozole y barbacoa, que no me van a dejar mentir: a todo eso se le llama felicidad.