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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 10 de abril de 2023 [00:01 GMT-6] (Neotraba)

Todas las fotos son por cortesía de Juan Jesús Jiménez

Antes de empezar me gustaría decir:

¡Gracias!

Llegamos. Empezamos en junio del 19, y seguimos 4 años después, con una pandemia y 100 columnas en el camino. Si apenas llegó, si tiene tiempo aquí, si solo viene de paso; gracias. Y sobre todo y con mucho cariño gracias a Óscar, a Chigo, a mis amigos. Por editarme, por apoyarme, por oírme, leerme, acompañarme. Si hoy escribo, es gracias a ellos. Y a ellos no puedo más que agradecerles con mi trabajo, con este oficio tan bello que me han dejado como un medio para decir las cosas que me forman como persona. Para encontrar aquí, en Neotraba, un espacio en el que puedo leer y compartir la realidad. Gracias, por todo.

¿Debería detenerme? Hablé con una de mis mejores amigas al respecto. Hacía ya tres semanas que no escribía nada; lo justificaba con el trabajo de la escuela, el cierre de calificaciones, el trabajo de proyectos personales que todavía ni siquiera eran seguros. Lo cierto es que tenía miedo.

Mirar el número 100 es enorme entre las cosas pequeñas. Porque 100 chicles no son tan impresionantes como 100 elefantes. Tenía miedo, de escribir algo que nadie leyera y quedarme frustrado conmigo. Pero con el paso de los días, la ansiedad se acumulaba, y no encontraba sobre qué escribir. Entré en bloqueo. Y no es que me resulte ajeno. He estado en ese punto muchas veces, he dejado de escribir por meses. Pero era diferente. Porque 100 bloqueos al escribir no son lo mismo que 100 intentos de escribir algo importante.

Terminé así en CDMX. Tenía en mente que debía hacer un trabajo de lingüística. Por lo que la misión era simple; llegar, tomar fotos, tomar registro y luego acomodarlo. Y después de eso nada más. Llegar a casa, ignorar las tareas pendientes, dormir. Dormir. Porque no tenía más propósito que el de despertar la mañana siguiente y mantenerme ocupado para no pensar. Pensar. Una cosa tan básica, tan humana. Correr todo el tiempo me vuelve una máquina. Una que no piensa, y solo pretende llegar al siguiente día. Al viernes, para ser precisos. Llegar a C.U. y contar cuántos habían llegado. Mirar por la ventana, tratar de leer en el camino y darme cuenta que mi capacidad de atención parece irse cada vez más a la mierda. Por ver en la pantalla del camión una película pésima. Por escuchar música. Por ver de vez en cuando la mancha urbana. Hasta que mi amigo me ofreció escuchar su música. Y subimos por las montañas.

Museo Nacional de Antropología e Historia.
Museo Nacional de Antropología e Historia.

Quizás todavía no generó un hartazgo del bosque porque no lo veo todo el tiempo. Pero mirar por la ventana a los árboles, me detuvo. No había más pantalla. No importaba. Porque afuera era silencio, y vida en su propio orden. ¿Lo ha notado? Yo tuve que leer al respecto, pero lo que nos parecería un crecimiento desordenado, realmente es un patrón perfecto en el que toda hoja, de cada rama, obtiene la misma cantidad de luz solar. Y fuera de la ciudad, en medio de dos monstruos, había paz. Un freno. Supe que no tenía de qué correr si no tenía algo qué hacer después. Solo disfrutar de las canciones en la playlist de mi amigo. Solo esperar para llegar al museo y disfrutar del día, para variar. De nuevo mirar a otra ciudad monstruo, quedar atrapado en el tráfico. Recorriendo calles que no conozco, imágenes que desde niño solo llenaban el vacío de la habitación con las noticias. Reforma, pero no mi Reforma. Una con un ángel, con vista a monumentos colosales y edificios que los cubren casi todo el tiempo.

Museo Nacional de Antropología e Historia.
Museo Nacional de Antropología e Historia.

La hidra de asfalto. La CDMX lucía su aire contaminado para mí, y yo lo miraba fascinado mientras caminábamos hacia el museo de antropología. Rodeado de manadas de perros domésticos jugando entre ellos. Como si no estuvieran rodeados de calles congestionadas, y de nuevo fuera un bosque lo que yace bajo sus patas.

En general el museo es así, como desconectado de la realidad. Quizá por haber llegado temprano, y así no darle oportunidad a la gente de llenar los parques, o al ruido de apoderarse de la escena. Aunque pensándolo bien, pienso que lo mejor sería referirme a esa calma como un luto. Luto boscoso.

Una explanada separa las veladoras verdes del sepulcro. Uno hermoso, sobrio, ahogado. Uno donde nos cuenta nuestra profesora que hizo su examen profesional. Gabo –mi amigo– y yo, nos miramos el uno al otro, asombrados, soñando con hacer lo mismo algún día.

Museo Nacional de Antropología e Historia.
Museo Nacional de Antropología e Historia.

Nos revisan y nos recibe López Mateos emulando un Atlas necrótico, con un pedacito de un mundo que nunca conoció y del que solo quedan vestigios. Al fondo los baños junto a la tienda de regalos. Dos puertas y un muro de cristal. Un mural dicotómico. Una taquilla a la que no pasamos por ser estudiantes. Parece más un aeropuerto que un lobby de un museo. Quiero pensar que para un extranjero debe ser reconfortante pensar que no ha dejado un no-lugar tan familiar para él como el aeropuerto del que salió. Pero para nosotros, mexicanos exploradores de su propia tierra, es tan bello como extraño. Un nuevo mundo de arquitectura moderna, con flora plástica y fauna gárgolica. ¿Somos nosotros conquistadores o un grupo de naturales que vuelven de su diáspora eterna? ¿Vencedores, vencidos? ¿Alumnos, adultos, niños? Asombrados. Por una columna de agua en medio de un patio gigantesco. Como si entráramos a otra casa colonial de Puebla, con una fuente en el centro y varias habitaciones a explorar alrededor del agua. Con todo y las voces de los vecinos que comparten el espacio. Todos susurran. Esperando que la gente los mire para sacudirles los ojos, y hablar del mundo donde no somos nada. O mejor aún, donde somos sangre que vuelve al lugar de su quietud.

Museo Nacional de Antropología e Historia.
Museo Nacional de Antropología e Historia.

Aunque no voy a mentir. Es algo contradictorio sentirse así en este espacio. En un mausoleo inmenso de restos que no son nuestros, ni de la gente que los descubrió, ni de la gente que los tomó. No somos nada. Somos el remanente de una memoria sin voz, el resultado de mucho tiempo en que el mundo no se detuvo, ni preguntó por las cosas que se quedarían enterradas en el tiempo. Somos todos los mexicanos parientes lejanos que van de vez en cuando a visitar tumbas exquisitas. Desconocidos que se encuentran los unos a los otros, y que perdidos, deciden cobijarse en el cadáver de una identidad que no es completamente nuestra. Aquí no es así, tiene un poco más de sentido cuando realmente caminamos ignorando sagrados ritos.

O eso pensé al mirar una piedra en la que un guía aseguraba que se hacían sacrificios de paz. La sangre conciliaba guerras. Solo la vida se pagaba con vida. En su tiempo, aquella rueda de piedra tallada, probablemente podría contar muchas más historias de las que yo podré hacer en vida, pero ahora parecía más una piedra de molino. Una piedra quieta en medio de una sala llena de dioses y figuras miméticas. Gárgolas de monos y serpientes. Dioses en silencio que miran al patio de su casa. Escuchan todas las voces y obtienen de todos un sacrificio silencioso. Atención.

Museo Nacional de Antropología e Historia.
Museo Nacional de Antropología e Historia.

Eso queda del panteón de dioses que crearon el mundo de piel reptil. De cinco soles y pueblos de maíz. De espadas de serpientes, y templos sobre el agua. Ser objetos en una habitación en que todo el mundo toma fotos, y pasa el tiempo, pero no está ahí. Porque de estarlo podría escuchar de cada uno de ellos un eco de su propia existencia, y el peso de fantasmas desconocidos, peleando por salir por la puerta para mirar en el horizonte que Coatlicue ha sido derrotada, y de sus brazos han brotado monolitos grises. Para repartirse entre todos el macuahuitl en la sala, para mirar la piedra del sol apartada de su propósito inicial. Mirar entre los visitantes a gente extraña, que los fijan a un momento y a un lugar, que los guardan en sus bolsillos, y no los verán de nuevo hasta ser colocados en un post de instagram. Como yo. Que después de tomar fotos tuve que salir para no perder a mi grupo y terminar mi trabajo inicial.

Museo Nacional de Antropología e Historia.
Museo Nacional de Antropología e Historia.

La simple y sencilla tarea de recolectar datos sobre los hablantes de lenguas indígenas existentes, sobre su distribución y del cómo es que conocemos de ellos. De no ser por el hecho de que es casi imposible conocer a cada uno de los hablantes de una lengua indígenas y que lo único que podría recolectar de un museo de antropología serían datos duros, fríos, muertos. Por eso el luto de los árboles. No por las figuras de piedra que custodian las plantas bajas. Sino por nuestra visión de las culturas que forman este país lleno de países más pequeños. Una visión que sabe de su existencia, pero los coloca muy lejos de las ciudades. Son periferia separada por montañas o ríos o personas. Pero periferia que nosotros como gente de ciudad no necesitamos tomar en cuenta cuando concebimos una imagen mental de México. Porque México es un país orientado al progreso, a la vida americana, no a vivir entre los cerros. Un desastre megamoderno que ya no era barbárico como lo prehispánico, un país que en su mente recitaba a José María Heredia en teocallis ideológicos, y que resume a comunidades enteras a números que no sienten, que no viven, que están muertos para la vida del país en lo que desaparecen, en lo que dejan nuevos vestigios para llenar otra sección del museo. En lo que estudiantes como yo los miran desde un cristal y una tarjeta de información sobre algo tan simple como un arado. Y darme cuenta que nacer en uno de esos contextos es quedar encasillado en una vida dedicada a la agricultura, o las artesanías que parten de una necesidad y no un capricho.

Ver la sección de antropología en el museo es como ver una tienda de regalos. Estantes largos de cosas que se producen en pueblos indígenas, cosas. Material del que se explica cómo se hace, dónde y el por qué, pero que no significan nada. No es la ropa de alguien, es la ropa que usa una comunidad. No son signos que completan un significado, son colores que reflejan cosas. Cosas. Cosifican la identidad a partir de fragmentos reconocibles en la tienda de regalos. Pero pienso como mexicano y como pseudolingüista que sería mejor escuchar a esas comunidades, no como un grupo de gente apartada de la vida del país, sino como una parte de la vida del país en sí misma. Que expliquen desde sus propias palabras este conjunto de signos que forman su realidad, su habla, su identidad. No las cosas que hacen o no hacen. Para el mediodía –siempre mediodía–, nosotros debíamos dejar el museo. Y mis amigos y yo tomamos las últimas fotos. Aún ahora siento que dejé muchas cosas ahí. Mi ansiedad por seguir siempre avanzando, una parte de mi mente que debía seguir mirando las imágenes, mucha información sobre todas las cosas que están aguardando ahí, y en especial, muchas miradas y voces que no pude registrar ni recordar. Voces de dioses, de turistas, de gente, del silencio. Voces que miran caer el agua, como apartadas del mundo, y de los mundos dentro de esos mundos. Siento, que llegar a un lugar así es algo pequeño entre las cosas grandes. Porque escribir una vez sobre el museo de antropología, ha sido la forma de terminar 100 columnas.


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