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Foto de Luis J. L. Chigo
Foto de Luis J. L. Chigo

Por Iván Gómez

Morelia, Michoacán, 29 de mayo de 2020 [00:001 GMT-5] (Neotraba)

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos

José Emilio Pacheco

Breve nota introductoria: Escribí este texto a mediados de marzo, el panorama internacional ya era grave pero no en el país: todavía no se anunciaba la Jornada Nacional de Sana Distancia. Decidí no publicarlo porque definitivamente no era el momento; ahora que vivimos días pesados y dolorosos y al mismo tiempo nos acercamos a la Nueva normalidad me pregunto qué tan pertinente es hablar de sueños y viajes, tal vez sirvan de esperanza o recordatorio de que todo esto acabará o, todo lo contrario, hará más duro el dolor de saber que tan sólo en el país hay, al momento de entregar este texto, hay 8597 muertes. Dejo su pertinencia al juicio de los lectores.

De pequeño me imaginé con esposa e hijos más veces de las que puedo admitir, a decir verdad. Entonces creía que la vida se reducía a la felicidad que transmitía ver a tu hijo recién nacido en la cuna. En mi casa no se hablaban de viajes recientes y nadie de mi pequeña familia vivía a más de una hora. Supongo que a eso se debe que no siento ni tantita melancolía por la infancia, y de hecho la evito a toda costa.

Por aquellos años también pensaba que toda mi vida la pasaría en Puebla y sus bellas calles de cantera gris llenas de orgullosos de su pequeño mundo cotidiano, como ocurre en todas las ciudades. Pero en algún punto entre los 10 y los 12 años llegaron los libros y con ellos un poco de geografía: mis mapas fueron párrafos con descripciones de calles y avenidas, de aldeas, de mundos futuros, de palacios y casas en Veracruz o algún pueblo de Alemania. Había más vida después de mi insignificante entorno, ¡quién lo diría!

Dejar mi estado fue un tanto fortuito y aleatorio. Tenía 18 años y todos los que no soñé con un futuro de viajes los desboqué en las noches de insomnio de esos meses. Hasta entonces me maravillaban, por ejemplo, los versos de Otto René Castillo que le declaran una lealtad incondicional a la patria, una en la que la vida entra en segundo plano con tal del bienestar colectivo: “Yo he de morir para que tú no mueras / para que emerja tu rostro flameando al horizonte / de cada flor que nazca de mis huesos”.

(Llegado a este punto mis líneas podrían parecer un montón de pedantería, yo mismo las leo así de a ratos, cuando intento corregir ésto. Esa no es la intención, los versos de Otto son un valiente y necesario testimonio del amor a la patria cuando su soberanía está en crisis [el poema fue escrito en el contexto de la revolución guatemalteca y casi le cuesta la vida, similar a lo que le ocurrió a Osip Mandelshtam], sin embargo, ahora son otros tiempos que exigen otra literatura. Pensemos en la marcada tendencia nacionalista que recientemente han mostrado algunos países con líderes polémicos –o la cuestionable idea de lo que para el nuestro significa la cultura. Estos días, a propósito de los trabajos finales, he redescubierto al Gutiérrez Nájera cronista de la ciudad de México, aquella cuyo límites no van de Palacio Nacional a Reforma [véase “La novela del tranvía”]; aciertan sus estudiosos en señalar que su verdadera novia fue la capital; sin embargo, sus textos marcan una ruptura con sus predecesores los románticos hispanoamericanos, quienes buscaban construir un poema nacional, mientras que en Nájera hay un declarado amor por su lugar de origen pero acompañado de un gusto ecuménico).

Luego, en un raro giro del destino, llegó Sergio Pitol a mi vida.

Quienes me conocen –o quienes me hacen el favor de leerme– pensarán que soy muy repetitivo por sacar a flote a Pitol siempre que puedo, pero nadie me ha preguntado por qué me gusta tanto, asumo que dan por hecho que es un grande de la literatura y yo soy uno más en su larga lista de seguidores. Y sí, Sergio Pitol merece ser leído por todos, pero mi relación con su obra nace de algo más íntimo: me enseñó a viajar e incentivó en mí un hambre por el mundo como nadie.

No lo supe con el primero ni con el segundo libro, mi ingenuidad lectora ni siquiera me permitía clasificarlo como un autor cosmopolita, pero eventualmente lo descubrí y supe que yo también quería vender todas mis cosas para irme lejos de casa. No las vendí pero sí me fui y todavía deseo pasar largas temporadas en los confines del mundo que decidan arroparme, es una pulsión muy interna que crece con mis lecturas y el sentido de universalidad que ahora encuentro en muchas. Poco después de Pitol entendí también el sentido universal, y por demás tradicional, que hay en los textos de Borges. En fin, puros lugares comunes.

Y lo mejor es saber que ello, las ansias de no acabar por echar raíces en ningún lado, no es una empresa solitaria. No es posible contar a quienes hemos salido de la casa materna-paterna para encontrar el propio camino y luego de años ir aún más lejos e iniciar desde 0, sin huir, por la mera sensación de que viajamos para conocernos.

Nuestra historia es una crónica de viajes. Desafiamos fronteras, anduvimos por todo el orbe, edificamos civilizaciones, destruimos otras y tal vez antes de que acabemos con nuestro planeta hallemos como ir a uno nuevo, lo que nos dará nuevas historias.

Nos movemos porque rechazamos la imposición de crecer en un solo lugar. Negamos la imposibilidad de elegir dónde nacer. Negamos, también, que nuestras opciones de amistades, trabajo, cultura y demás lazos se reduzcan a nuestra ciudad natal.

Viajamos como una forma de rebeldía, porque Dios corrió a Lilith y ella viajó a la luna. Medea se volvió extranjera por seguir a Jasón y cuando este la traicionó encontró rápido un nuevo hogar. Los mexicas (que entonces no lo eran) salieron del seguramente árido Aztlán para llegar a lo que fue el paradisiaco Tenochtitlán. Pitol perdió a sus padres a los tres años y llegado a los veintes descubrió que nada lo ataba a México. Y qué decir de Eneas y el largo viaje que comenzó con la quema de Troya. No puedo cerrar este párrafo si no es con una consigna producto de las marchas feministas que conocí gracias a un post, y que nos recuerda la importancia del viaje para conocernos y aspirar a un poco de libertad (especialmente para ellas por nuestra historia patriarcal): “Sal de Ítaca, Penélope, el mar también te pertenece”.

Moverse, dejar el lugar en el que a uno se le impuso vivir por una cuestión azarosa (o divina, quién sabe), desde luego, no siempre sale bien. Ahí tenemos a Ícaro y sus alas calcinadas, ¿qué mejor metáfora sobre los peligros de ansiar tanta libertad? Pero al menos lo intentó y puedo jurar que aquellos segundos en los que voló más alto que nadie lo valieron todo.

Somos ciudadanos del mundo. Lo descubrí en un congreso donde muchos, cuando les preguntabas de qué ciudad eran, te mencionaban la ciudad en la que estudiaban, ya luego entrados en confianza te hablaban de la ciudad en la que viven sus familiares. ¿Qué será cuando seamos más grandes? Seguro que cuando preguntes por la ciudad de origen muchos no sabrán bien a bien qué decir. “Está el lugar en el que crecí, otro a donde me fui a estudiar, ahí mismo me enamoré, donde conseguí mi primer trabajo e hice la maestría, donde hice el doctorado…”.

El otro día soñé con mamá. Me platicaba que un excompañero de su trabajo la invitó a trabajar en Querétaro. La vacante está para ti –le dijo– y te dan todas las facilidades para la mudanza.

– Le dije que no –me dijo algo triste–, por más que quisiera no puedo. Dante todavía es un bebé, acabamos de terminar la casa, Armando tiene estabilidad aquí y aunque pudiera encontrar algo allá sería empezar desde cero.

– Pues sí, ¿no?

Fíjate que justo me acordé de ti. Mírate, cabroncito, te fuiste en cuanto pudiste. Tú que sí puedes, ve a donde quieras. No te aferres a algo, no te comprometas con nada (o con nadie, eh). No todavía…

Ojalá algún día nuestras alas no sean de cera y podamos tocar el sol.

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