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Por L. Carlos Sánchez

Hermosillo, Sonora, 4 de noviembre de 2022 [00:01 GMT-7] (Neotraba)

De dónde tanto, me pregunto. Por qué la mirada tan profunda, tan llena de ternura, me pregunto. Voy al recuerdo de esa única ocasión de mirarla y algo me cimbra en la cabeza, luego baja de a poquito y se instala en el pecho. Siento en mí una gran desolación, parodiando ese verso de la rola de los Apson.

Quilimaco es nombre, está en el santoral, así se llamaba mi padre, me dijo doña Lupe aquel domingo de coincidir en casa de doña Trini, entorno al desayuno fraterno que acontece cada semana en el Jito.

Anduvimos en la conversación, ese día, y quedé prendado de su mirada de setentaitantos, la sutileza de su voz. Hablaron las doñitas de la trascendencia que significa reunirse con las camaradas, comer y beber, enterarse de las novedades del barrio, hacer la coperacha para ayudar al más necesitado.

Yo, aquí ya no me siento sola, me distraigo, durante la semana cuento los días que faltan para que sea domingo. Doña Lupe me lo dijo mirándome a los ojos. Y me contó varias anécdotas de su pasado, el amor por los hijos.

Ya de regreso a la desolación que implicaba su casa, me pidió el brazo como apoyo. Caminamos algunos metros, despacito, y en cada uno de los pasos me sumergí en la historia que en silencio me contaba, como indagando cada uno de sus años, la belleza de su juventud, la alegría de las plantas, el significado de su familia.

Arribamos al frontispicio de su casa, la más hermosa arquitectura, los arcos, las ventanas, el árbol generoso que me hizo pensar que con su existencia la soledad está rota. La encaminé hasta la puerta, me sonrió con gratitud, antes de marcharme advirtió que regresara cuando quisiera, que su casa era de puertas abiertas para mí.

Anduve los días posteriores con el color de su voz en mi interior, con la ternura de su mirada rescatándome de los recuerdos sórdidos que constantemente me asustan de infancia y desasosiego.

Fui a verla después de una semana, toqué a la puerta, grité su nombre, doña Lupe me empezaba a significar un fantasma. Volví después, y nada. El silencio de los días, la respuesta que no.

El viernes pasado fui a visitarla de nuevo, pero antes me topé con la casa del Juanito, le pregunté por doña Lupe, ya no vive aquí, me dijo, se la llevó una de sus hijas, porque anda malita.

Luego se vino la víspera del día de san pancho, el rezo tradicional, menudo y café. El barrio en su inercia, a cabalidad las tradiciones, el rigor de la ideología. Tampoco estuvo doña Lupe, porque ya para esas horas, nos enteraríamos después, andaba ella en el mal que es la agonía, con un rumor en el pecho ya maltrecho.

Vinieron a avisarle a las vecinas que doña Lupe estaba ya al lado del creador, el mero día de san pancho, el venerado. Linda decisión del cielo, llevarla al descanso eterno un día inscrito en la memoria para siempre, se escuchó a alguien decir.

Yo que aún conservo el rumor de su mirada, la ternura de sus palabras, el privilegio de un domingo de conocerla, sé que ahora y siempre en los festejos de san Francisco degustaré un menudo en su honor. La pregunta seguirá rondándome; por qué tanto, de dónde la mirada tan profunda. Esta vez el colibrí tendrá su nombre en las alas: doña Lupe Noriega, la Quilimaco.


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