Pocos son los elegidos perros del mal
Pensamientos de Diván | La Historia puede construir o destruir una realidad. ¿Qué implica conocerla? Reflexiona Juan Jesús Jiménez.
Pensamientos de Diván | La Historia puede construir o destruir una realidad. ¿Qué implica conocerla? Reflexiona Juan Jesús Jiménez.
Por Juan Jesús Jiménez
Puebla, México, 01 de marzo de 2021 [03:52 GMT-5] (Neotraba)
Quien le haya sugerido ese nombre a Eusebio Ruvalcaba era un payaso. Pero, además, uno muy bueno, porque resuena muchas veces después de decirlo en voz alta. No me voy a detener a reseñar este libro –pero sí le recomiendo su lectura, es buenísimo–, para eso ya habrá más tiempo. Hoy toca hablar del título en sí: ¿quiénes son esos perros del mal?
La verdad, muchos podrían encajar en la descripción y –no lo tomen a mal–, ya dijimos que el mal no es una acto antinatural ni nada por el estilo. En mi opinión, quienes se dedican a ir contracorriente y lo hacen con un buen fin, son esos perros del mal: operan casi inadvertidos y usualmente los encontramos en documentales, salones de clases y libros crónicos que inundan las bibliotecas.
Estudiosos, escritores o maestros de la historia, son una pequeña parte de todas las disciplinas usualmente odiadas cuando estamos en secundaria, por todas esas partes que los libros omiten, que se nos hacen aburridas y son mal contadas por profesores –ni ellos saben con certeza qué ocurre. Y se lo digo porque, desde la distancia, se nos hace fácil explicar un suceso histórico, como la Independencia o la Revolución. Pero, si uno se da a la tarea de relatar algo así, es verdaderamente pesado a la par de complicado servir de oráculo sin haber estado ahí.
La tarea historiadora –incluyendo su respectiva pedagogía e historiografía– es una tarea que pocos pueden desempeñar y difícilmente reconocida, precisamente porque no se nos permite acercarnos de buena forma a la Historia. Son perros del mal porque la Historia puede destruir una realidad o construirla sin querer, con todo tipo de voces narrativas y datos escondidos que, sin querer, nos contaron una novela y no tanto la historia de una nación. Como lo hicieron los libros de texto de la S.E.P.
Algo así debe suceder en todos los países; seguramente nuestros vecinos del norte no saben realmente las razones por las cuales Estados Unidos intervino en golpes de estado latinoamericanos, o a entrar en territorio vietnamita. Su novela histórica no pretende mostrar los puntos oscuros tras los mitos de valentía y libertad contados por años –siglos tal vez. Tratar la Historia es una tarea sumamente pesada, porque no sólo se deben seguir ciertos hechos, sino que se vuele parecido a hablar con un cenzontle: con muchas voces que no necesariamente concuerdan y hasta se pueden contradecir. Es tarea del historiador comprender e interpretar un hecho ya registrado y comprobable –porque sí, pese a quién le pese, el estudio social es ciencia.
Pero, a ver, ¿cómo puedo argumentar este tipo de afirmaciones? Déjeme salir tantito del camino para hablarle de Taibo II. En lo general, su lado político no me convence –en mi opinión, no le queda andar de grillero– pero como historiador es un excelente agente documental y cronista de la historia de México. Si puede darse la oportunidad, vea sus documentales en YouTube y, más que alejarnos de la Historia, nos llena de imágenes y nos atrae a investigar más. Parecido a Carlos Fuentes con su libro El espejo enterrado, crónica muy larga sobre gran parte de la historia de México, lleno de sombras e intrigas; o a Octavio Paz en Los laberintos de la soledad, un ensayo tan inmenso como las particularidades de nuestra identidad mexicana. A lo que voy, la Historia no debe ser sólo datos y fechas en un papel, sino una experiencia que nos vuelva arena y nos lleve por todos los sitios y humanidades de la Historia.
Lograr un balance entre las cacofonías de lamentos, victorias y reniegos es un infierno. Se los digo yo, que una sola vez me dio por escribir crónica y salí escarmentado. No es fácil y, a mi parecer, es una de las tareas más nobles pero poco valoradas de la labor pedagógica.
Comprender la Historia nos hace un poco menos soberbios y más conscientes de los sucesos de nuestro mundo. Hace más difícil el engaño y sirve a una cualidad humana por excelencia: la comparación. Quien haya estudiado Historia y la comprenda como un tejido y no una línea –en lo personal, este diagrama se me hace, además de molesto, inútil– evitará etiquetar a un personaje como bueno o malo, o pretender a algunos eventos mejores que otros. Dará pauta a la mediación entre luces y sombras para formar una fotografía de procesos en movimiento y que no se detienen hasta que el historiador cierra los ojos.
Alguna vez dije que, mientras la Ciencia se parece a un microscopio –devela secretos invisibles–, y la Literatura a un telescopio –con miradas cósmicas fuera de nuestro entorno natural–, la Historia podría ser el ojo humano: necesita apoyarse de ambas herramientas para llenar de sombras, colores y texturas las imágenes que nombramos de forma cotidiana y nos ayudan a identificar todo lo nuevo que podamos hallar en el cubre objetos o sobre un anillo de Saturno. Pero, ¿qué pasa con la enseñanza de la Historia? ¿Cuántas formas hay de contarla?
¿Qué y por qué escribir una crónica?
Yo no lo sé todo –ni tampoco pretendo hacerlo–, por eso que considero importante la apertura de mi columna a varias voces que podrían expresar mejor cualquier idea sobre la Historia. E incluso, sembrar en los que leen esta columna la inquietud de volverse parte de los pocos elegidos, perros del mal.