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Por Lorena García

Puebla, México, 01 de octubre de 2021 [03:41 GMT-5] (Neotraba)

Un día, de repente, me anunciaron que Mario estaba internado. Pensé “va a estar bien”. No advertí lo que sucedería: a los 4 días lo desconectarían porque ya había fallas múltiples y así, tan de repente, se iría, desaparecería. ¿Cómo es posible que, entre tus días, sueños y anhelos, exista una realidad más cruda, que te levanta al otro día y dice que ya nunca jamás lo verás?

Hacía unas semanas, yo salía de la COVID-19, sin preverlo, me alcanzó. Sin embargo, contaba mis días y, de los peores, los mejores llegaban. Al quinto día, sentía cansancio, dolor, poca tos, etc. Entre ello, soledad, angustia, miedo, caía en la cuenta de cómo mi cuerpo lo toleraba y aunque me sentía rara, tenía ganas de acabar pronto con ello. No sabía lo que mi cuerpo sentía porque era una combinación entre malestar y cansancio, pero sin conciliar el sueño, mareos espontáneos, dolor de cabeza, fiebre al principio, taquicardia… y, entre todo, un poco de bienestar. Así mis 16 días, aprendía de dónde estaba en ese momento.

No puedo imaginar a mi hermano. Sentir esa angustia por saber que las cosas no mejoraban, que quizá se arrepentía por no vacunarse a tiempo, o pensar en sus hijos y esposa. No lo sé. Imaginar sus pensamientos en esos días de crisis me provoca un dolor muy grande.

Voltear y reconocer que a nuestro alrededor se viven miles y miles de historias no contadas o escuchadas. Quizá simplemente hace falta enunciarlas. Sacarlas de nosotros cuesta mucho trabajo, porque nos enseñaron a construir máscaras y hablar a partir de muchas de ellas, a “ser” a partir de una fachada. No podríamos continuar con ese estilo de vida y menos ahora, cuando sientes lo jodida que está la vida, en estos momentos tan vulnerables en que nos someten, aíslan, coartan, atemorizan o matan. Sí, es necesario enunciarlo y llorarlo. No es fácil saber que un día llegó al hospital y al otro te lo entregan en una caja pequeña.

Mario era mi medio hermano. Ciertamente, no vivimos juntos, pero compartimos momentos muy simbólicos. Había una conexión muy fuerte con él, era un gran hombre, en quien podía recargarme. Cuando platicábamos de mis problemas y angustias, él ya había superado muchas similares. Miraba la vida diferente, era un tipo muy sabio y también le gustaba sonreír y cotorrear. Mi hermano mayor, mi voz de calma, sus palabras eran muy ciertas y, tal vez, veía la reivindicación de la figura de mi padre en él.

No te conocí más, pero me hubiese gustado mucho que fuera así. Tu partida no fue la mejor, no es sana, la gente no debe irse así de este mundo. No es normal un virus que acecha, enmudece a la gente de miedo, que paraliza y daña psicológica y emocionalmente nuestro ser. ¡Eso no es normal! Normal es tener un proceso o por lo menos una razón más concientizada, no una situación externa que nos extermina como si fuéramos cosas sin sentido. Estas historias estaban sólo en aquellas películas de zombis, no aquí, en esta realidad.

Se me olvidaba que este mundo es capaz de todo, que requiere sacudirse. Me olvidaba de esa estructura invisible y la cual se beneficia de todo esto: somos piezas de ajedrez y estamos moviéndonos según el mejor postor. Olvidé que para ellos no tiene valor lo que para nosotros sí. Se encargaron de volverlo desechable y no sintamos más, de banalizar la vida y restarle sentido, de normalizar la violencia y convertirnos en conformistas, cómo suceden las cosas y cómo ellos deciden que sean.

Se nos silencia ante semejantes atrocidades. Se nos paraliza el corazón al escuchar la palabra “contagio” o saber que contagiamos a alguien. Se nos quiebra la voz de saber que no volverá jamás. Pero eso, amigos, no lo decidimos nosotros. Nos colocaron y somos parte de ello. Sin decidir ni pensar, estamos aquí.

El dolor, físico y emocional, sirva para enunciar que, aunque estamos aquí dentro y somos parte de este maldito juego, no permitiremos que se normalice. Esta no es la forma de morir y menos de vivir.


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