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Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias
Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias

Por Rafael Torres*

Ciudad de México, 23 de mayo de 2020

Roberto Fernández Iglesias, conocido como el Gordo

1941-2019

Suena irrespetuoso referirse a un maestro por su apodo o por su apariencia, pero en el caso de Roberto Fernández Iglesias, llamarle Gordo era un derecho que uno se ganaba a pulso o que podía adjudicarse a la fuerza, pero generalmente sin correspondencia de parte del sujeto en cuestión. La gordura de Roberto no era una elemental cuestión de sobrepeso. Era un asunto de identidad y de orgullo. Le venía de familia. Su padre, famoso periodista panameño, era conocido como El Fat Fernández y Fela Iglesias, su madre, también era una mujer de dimensiones generosas, voz de trueno y sonrisa explosiva. A ella la conocí en una de sus visitas México y cuando oyó que Roberto me llamaba Negro, menospreció mi negrura: “Negros, los vendedores de Lotería que tengo en Panamá”, dijo.

La primera vez que supe de Roberto fue a través de una maestra de Lectura y Redacción que tuve en el CCH Oriente. Ella notó en mí un gusto por la literatura y cierta facilidad para la escritura y me recomendó que me integrara a los talleres literarios que dirigía su marido en Toluca. Me sentí halagado con esa invitación, pero nunca hice el intento de acudir a los talleres porque yo era un estudiante de bajos recursos y en casa no había dinero para costear viajes, ni siquiera a Toluca. La maestra no insistió, pero siguió con su labor de guía literaria para mí.

Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias
Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias

Cierta mañana vi a mi maestra subirse de prisa a un automóvil compacto manejado por un hombre gordo de barba y cabellera largas y canosas, que me evocó a Carlos Marx. Era Roberto Fernández Iglesias, a quien habría de encontrarme dos años después en la ENEP Aragón, como uno de mis maestros en la Licenciatura en Periodismo y Comunicación Colectiva. En la presentación con el grupo supe que era periodista y escritor, poeta por más señas, y que era cofundador de TunAstral, una agrupación de escritores del Estado de México, unidos por amor a la literatura, a los libros, a la palabra y a la fiesta, porque al abrigo de la poesía y entre cuento y cuento, no se hacían de la boca chiquita a la hora de las taquizas, los tragos o el baile.

Las clases de Roberto eran amenas porque el temario resultaba corto para el número de horas por semestre y entonces, una vez agotada la teoría y hechas las lecturas pertinentes, en antologías elaboradas por la propia universidad, el asunto se volvía más personal y se enriquecía con anécdotas y experiencias propias o ajenas que hacían más comprensibles los géneros periodísticos. Asiduo lector de periódicos como The New York Times, El Gordo llevaba siempre al aula casos periodísticos que arrojaban luz, diversión y asombro.

Con tono juguetón y a veces haciendo caravanas y alarde de equilibrio con sus cualidades paquidérmicas, Roberto siempre invitaba a pasar al salón: “Adelante, es gratis”, decía a quienes pasaban por ahí o curioseaban en busca de algún amigo. Roberto era un profesor de los que llamamos alivianados, pero no barco –en cuyo caso sería un trasatlántico. Por cierto, cuando fuimos a nadar junto con otros compañeros a un hotel de Tlaxcala, comentamos que Roberto era un buen nadador y que su pataleo, tan poderoso, sonaba como un vapor antiguo. Alguna vez nos contó que al principio le preocupaba mucho el aprendizaje de los alumnos y se mataba con la preparación de las clases, la revisión de trabajos y tareas, hasta que una vez su mamá, con esa voz y aplomo caribeño, le dijo: “Déjalos, al final los que se van a quedar pendejos son ellos”. Desde entonces dejó en los alumnos la decisión de aprender o no, a voluntad. Él cumplía con el compromiso que le correspondía y, eso sí, tenía los brazos abiertos para quienes buscaban conocimiento más allá de las aulas. Una pléyade de estudiantes maduró intelectualmente a la sombra de tan buen árbol.

A lo largo de su vida como escritor, El Gordo recibió importantes reconocimientos como poeta y también golpes tremendos de la vida, y en ambas situaciones lo vi comportarse con entereza. La presunción y la tragedia no iban con él. Pero eso en el exterior, porque supongo que su alma de poeta no podía ser inmune al dolor. En su generosidad de amigo, más que de maestro, El Gordo me abrió las puertas de sus casas, conocí a su familia y compartí la esplendidez de su mesa y de su cava.

Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias
Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias

Roberto amaba tanto los libros que no tenía empacho en compartir algunos títulos y regalar ejemplares de los de su autoría. Su biblioteca es tan grande y generosa como él. Y la conocía a detalle, porque él mismo la ordenó a conciencia. Con una breve explicación podía llevarte a encontrar un volumen en segundos, aunque fuera la primera vez que recorrías los estantes atiborrados.

Como era de esperar, la gordura le pasó factura a Roberto y su salud empezó a minar. Primero tuvo problemas de audición y los resolvió con el equipo apropiado, pero había que hablarle fuerte de todos modos. Lo bueno es que casi siempre estaba a su lado Margarita, su esposa, que hacía de intérprete. La Mayora, como él le decía, fue su compañera más entusiasta: ella hizo todo lo posible porque El Gordo tuviera lo que más quisiera y se moviera a sus anchas por su castillo, como el rey noble y amado que siempre fue para ella.

La última vez que nos vimos en la Ciudad de México, Roberto ya se movía poco y con ayuda de una silla-andadera con ruedas y tuvo la gentileza de impedirme pagar la cuenta del café, con el argumento ineluctable de que él tenía más recursos que yo, con su pensión de profesor. Supe entonces que su corazón era una bomba de tiempo, pese a la disciplina que Roberto tuvo como paciente, pues fue capaz de renunciar a muchos gustos que le prohibieron los médicos.

Algunos días después recibí un mensaje comunicando su muerte. No tuve oportunidad de despedirme de mi maestro, porque él pidió expresamente que no hubiera funeral. Sus amigos y sus discípulos lloramos su muerte, pero con la alegría de haber compartido la vida con ese hombre enorme y generoso, que nos enseñó a amar los libros, el beisbol, el futbol americano y la poesía.

* Periodista y escritor, alumno de Roberto Fernández Iglesias



Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias
Roberto Fernández Iglesias. Foto de Pascual Borzelli Iglesias


Dos poemas

RECETA**

         Para escribir un poema

se necesita

la ausencia de recetas

y el recetario completo.

         Luego

quemarlo todo

aplicando todo el calor

sin calcinar la mezcla.

         La calidad del producto

puede pertenecer al azar

y a la habilidad

del artífice o a su torpeza.

         En fin

uno se lanza al abismo

y para llegar a la poesía

nunca lleves paracaídas.

** Roberto Fernández Iglesias Canciones retorcidas, Resorte y otras formas, Toluca, 2015




MANIQUEÍSMO***

Lo malo no es Cristo

sino los cristianos

lo malo no es Nietzsche

sino los nietzscheanos

lo malo no es Kant

sino los kanteanos

lo malo no es Marx

sino los marxistas

lo malo no es el Papa

        sino los papistas

lo malo no es la democracia

sino los demócratas

lo malo no son las putas

sino sus hijos

***Roberto Fernández Iglesias Poesía de Panamá, Universidad de Panamá, 2015.

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