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Por Camila R. H.

Puebla, México, 26 de julio de 2020 [00:40 GMT-5] (Neotraba)

Mis uñas desgarran su piel gruesa, aferrada a esos gajos amargos, unas gotas se derraman y el olor se expande hasta rozar mi nariz.

Huele como aquel diciembre en casa de la abuela, la de paredes de ladrillo y un gran patio, lleno de todo tipo de plantas: guayabo, cedrón, bugambilias, rosas, romero, todas ellas muy bien cuidadas. Esta casa que tenía los sillones más incómodos, la televisión más vieja y que además estaba repleta de peluches. Estaban como nuevos, como si nadie hubiese jugado con ellos, olvidados y acumulando polvo. Pero, lo que recuerdo mejor, es que en ella se encontraba el árbol más intimidante que mi yo de ocho años hubiera visto, árbol de frutos amargos y abundantes hojas verdes: podían hacer el agua más fresca pero no evitaba que se sacudiera con fuerza cada vez que alguien pedía una lima.

Huele a nostalgia. Al pueblo pequeño de mañanas heladas, donde los pájaros te hacían despertar, muerto de frío, en una habitación larga, con más camas de las que una habitación necesita. Estaban siempre ordenadas como si contaran con nuestra presencia cada noche. Si querías desayuno debías cruzar el patio, amodorrado y hambriento. Merecía la pena, pues disfrutábamos un desayuno de fruta, pan y atole, confiábamos en que éste nos calentara lo suficiente las manos para poder sentir algo.

Eran días largos de atardeceres frescos, con visitas indeseadas del gato vecino, que saltaba una barda para luego caer en el patio y caminar a paso tranquilo entre las plantas. Destacaba por su pelaje naranja, por su amigabilidad y su paciencia con el montón de niños que lo atosigaban, queríamos escuchar su sonoro ronroneo y él quería algo de nuestra comida. Con gusto bebía leche antes de irse, porque a las cuatro marchaba por el mismo lugar por donde venía, saltaba la misma barda, desapareciendo hasta el día siguiente.

Mi abuela lo odiaba, así como odiaba dormir después de las nueve, porque levantarse a las siete de la mañana para cuidar con esmero tantas plantas no debe ser fácil, sin importar que fueran vacaciones porque ¡ay de ti si le decías que no a la viejecita!, que siempre te mira con el ceño fruncido, un enojo que tal vez nunca podré comprender.

Pero ahora el enojo es mío, pues la lima que he comido no ha sido tan buena y aún así me ha hecho volver a ese tiempo que parecía eterno. Vuelvo y ya no quiero irme, porque a pesar del sabor agrio de la fruta, la casa de la abuela es un buen recuerdo y el árbol era parte de él, hasta que se marchitó.

Y tal vez una parte de mí lo hizo con él. No sé cómo ni cuándo, lo que sé es que ninguna lima era tan buena como las suyas, lo cual debí agradecer más.


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