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Por José Luis Domínguez

Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, 11 de noviembre de 2020 [00:48 GMT-5] (Neotraba)

Faire un POEME comme la nature fait un arbre[1].

Vicente Huidobro

Un buen amigo me preguntó: ¿Qué es la poesía?
Nunca lo supe y acaso nunca lo sabré. Leí en un
tiempo mucho de lo que se ha dicho de ella, de
Platón a Valéry, pero temo que lo he olvidado todo.

José Gorostiza

Pero ha habido noticias de mi hermano el poeta.
De nuevo ha escrito una cosa muy dulce.
Y algunos tuvieron conocimiento de ella.

Sain John Persé

Para escribir estas páginas, como don José Lezama
Lima, también yo deberé ponerme la serpiente
redonda en la lengua de la alcándara, junto
 al puente del escudo de Odín.

El autor

El poema

Decir a la manera de Juan Mairena, heterónimo de Antonio Machado, que un poema es una pieza poética realizada por un poeta o una poeta sería la forma más sencilla y la más simple de responder a nuestra interrogante. De otra forma, sería suficiente recurrir a cualquier diccionario. Poema: m. Obra oral o escrita compuesta en verso. Expresión artística y concreta del espíritu humano a través de un lenguaje rítmico y cargado de afectividad.

Es decir, para que una manifestación literaria pueda recibir el nombre de poema debe tener un carácter hondamente emocional, cualquiera que sea el tema, debe ser concreto en su exposición y en su lenguaje; debe ser rítmico en su movimiento y debe ser artístico en su forma. Pero un poema es algo más que sus propias definiciones. Lenguaje, movimiento, ritmo, emoción. Cuatro cualidades de las que no está nunca exento el poema. Aunque exista la prosa poética, y la prosa rítmica, las cuales también reúnen estas cualidades.

Un poema es una fuerza que sojuzga armónicamente a los contrarios, es una dulce reconciliación de los opuestos, como veremos capítulo tras capítulo de este libro.

Samuel Taylor Colleridge, en su Biografía literaria (capítulo XIV),nos señala que preguntar por la naturaleza de la poesía es lo mismo que preguntar por la naturaleza del poeta. El hombre es por su naturaleza triste, un triste animal poético.

Pero si comprendemos que este pequeño acto de la creación poética llamado poema no es tan sencillo, ni tan simple, como la descripción de un diccionario, entonces estamos a punto de abordar un terreno que, a la larga, nos puede resultar mucho más complejo.

Paúl Valéry, influenciado por esa densa sombra del materialismo, de la techné y la tecnología de los poetas simbolistas, poetas puros, tramposamente define el poema como una especie de máquina para producir un estado de ánimo poético por medio de palabras, lo cual, y casi en el mismo sentido que las definiciones anteriores, poco o casi nada nos revela.

No es fácil dar la definición exacta de un poema, simple y sencillamente porque tal definición exacta no existe. Preguntar por la naturaleza de un poema es como preguntar por la naturaleza del jazz. No hay una respuesta. Hay, eso sí, diversas definiciones y variantes promovidas por los mismos poetas a lo largo de toda una tradición. Podríamos, por ejemplo, parafrasear a alguien y decir que un poema es en sí mismo una cosa, un organismo autosuficiente, una creación, o un absoluto o decir que un poema mantiene correspondencia con la vida, sin dejar de ser al mismo tiempo una cosa con una individualidad completamente nueva. Un poema pudiera ser la una o la otra o ninguna o ambas definiciones. Pero el poema siempre habrá de ser eso y aún otra cosa.

Lo hipertélico y lo hipertelúrico.

El poema reconquista sus valores afectivos y significativos. Su ambigüedad, contradictoriamente, es la que lo salva, su triple significado lo llevan hasta el camino hipertélico, el camino hipertelúrico y el camino autotélico.

Lo hipertélico (la hinchazón, la exageración del Telos) porque el poema va mucho más allá de su propia finalidad, de su propio destino o límite, venciendo así todo determinismo.

Lo hipertelúrico, (la hinchazón, la exageración de lo que nos crispa, nos conmueve, nos cimbra) porque al trascender el poema más allá de los límites establecidos por su propio autor, ya sea publicándolo en una revista, en un cuadernillo o en libro, hace cimbrar, ya sea de goce estético o autoidentificatorio, y desde los mismos goznes de los huesos metafísicos, a esos lectores potenciales que han caído bajo la influencia empática de cada uno de sus versos.

Me parece vislumbrar, básicamente, tres posturas primordiales respecto al origen de un poema. La primera de ellas es clásica y corresponde al concepto que hemos heredado de Platón, en los que el estro divino o musa etérea inspiran al aeda.

Symphony of the Water Nymphs. Pintura de Hans Zatzka

En Ión, Platón nos da su definición sobre la manera de concebir del vate, esa fuerza misteriosa que le viene como un entusiasmo súbito:

El poeta es un ser alado, ligero, y sagrado, incapaz de invención alguna mientras no lo hayan inspirado y se encuentre fuera de sí, momento en el cual su mente ya no le pertenece. Mientras no haya llegado a tal estado, carecerá de poder y no podrá pronunciar sus oráculos. Muchas son las palabras nobles que permiten a los poetas hablar de las proezas… mas no hablan de ellas ateniéndose a las reglas del arte, pues sólo cuando llevan a cabo aquello a los que las Musas los arrastran, llega la inspiración a sus obras. Y entonces uno sobresaldrá en el ditirambo, otro en los himnos laudatorios; otro más en las piezas corales y aquél último en los versos épicos o yámbicos; y quien domina un tipo de verso no domina otro, pues no canta el poeta llevado por el arte, sino a impulsos del poder divino[2].  

El problema de la definición platónica anterior es que, hablando de un acto en el que intervino de forma directa y evidente la mente y la mano del que escribe un poema, se deja fuera a quien lo escribe.

El poeta, según la concepción platónica, es un hermeneuta porque solo es un instrumento, un entusiasmado, es decir, el envuelto por el dios (en theos) al que le sirve como intérprete y del cual transmite sus palabras a los hombres. La poética platónica es muy simple: Se ejerce bajo el esquema de la reducción, de la anulación del poeta mismo que, en este caso, no resulta ser el responsable de sus escritos. El poeta sólo es un mero vehículo, un canal, una vía por la que transcurre el acto poético. El poeta es un poseso febril. La divinidad, lo otro externo, extrínseco, que no es él, lo posee y le dicta lo que hay que plasmar sobre la página en blanco. El poeta es el poseído por un soplo que no es el suyo, por una especie de locura contagiada a los escuchas, por un estado de embriaguez que de lo mero individual pasa a lo colectivo. El poeta, sumido en esa clase de éxtasis comunicaba la verdad, se convertía en un vate, es decir, vaticinaba, adivinaba el futuro.

La teoría platónica de una poesía inspirada por los dioses, al igual que la corriente del surrealismo, más cercana a nuestro tiempo, intentan desaparecer el valor del esfuerzo y la voluntad del poeta en el proceso creativo.

Estoy en desacuerdo con Platón y completamente de acuerdo con Octavio Paz, quien en su libro El arco y la lira, en el capítulo titulado El lenguaje, afirma que no existe un solo poema en el que no haya intervenido la voluntad creadora. La fuerza creadora de la palabra reside en el hombre que la pronuncia. El hombre pone en movimiento el lenguaje. No hay poema sin creador[3].

Platón, en un fragmento del diálogo titulado La República, nos da sus razones por las cuales los poetas deben ser expulsados de ese nuevo orden de cosas establecido en un lugar utópico, en caso de que La República llegue a constituirse no como un ideal platónico, sino como una ciudad real.

Argumenta Platón ante un interlocutor pasivo que la poesía no podría ser admitida por su poder de encantamiento, de encanta mentes. Podría causar estragos en cuantos pudieran enterarse de su existencia, porque la poesía, en lugar de exaltar a la razón, y a la ley, principios éstos necesarísimos para la constitución de una ciudad con orden y con leyes que favorezcan la armonía y el equilibrio entre sus habitantes, darían a conocer los rasgos emocionales del placer y del dolor, trayendo como consecuencia una sociedad enferma, quebradiza, débil.

En un mundo que ha sido descubierto como una agresión continua, es donde el poeta fue proyectado como una piedra en una honda y por una mano de no se sabe bien qué cuerpo, qué mano, qué rostro, qué nombre, qué mala o buena voluntad.

En cualquier sociedad y en cualquier etapa histórica, en las cuales se imponen normas demasiado rígidas, demasiado absurdas, con tal de vivir en armonía y sana convivencia —en donde hemos sido y somos, si así lo permitimos, todo aquello que otros miran, que otros piensan, lo que se dice de nosotros— irrumpe la mirada aguda como flecha del poeta, pulverizando con sus actos y sus palabras las susodichas reglas y, afirmando, con cierto desparpajo, que a pesar del mundo, aún se puede vivir a plenitud.

El poeta, como genio que es, dentro del contexto histórico de los griegos, y actualmente del capitalismo, del pragmatismo posmoderno, aparentemente, no sirve para nada, puesto que no busca su interés personal. Es antisocial, sólo que ve mejor el mundo porque es, más que objetivo, intuitivo. La intuición no es sino un saber directo, sin razonamiento. Es cierto, la poesía no sirve para nada, sino para hacer más habitable el mundo que, en realidad, no es cosa de poca monta.

El poeta confronta al mundo, discute con él, no está de acuerdo, porque hacerlo así es una forma de reafirmarse, de afincarse a sí mismo y reafirmar el mundo.

En su acostumbrado sistema dialéctico, el filósofo griego distingue las diferencias entre Dios, como el sumo creador, el sumo poeta por excelencia y el artífice manual, el cual utiliza a la naturaleza y lo que ésta le proporciona para crear cosas. Así lo hacen, por ejemplo, el carpintero, con la cama, el talabartero con las riendas, y el herrero con los frenos; entre Dios, el artífice y el pintor, este último es el que imita falsamente a la naturaleza con sus cuadros, al igual que Homero con su épica, que imita el saber de los artesanos y de los artífices sin un conocimiento pleno de sus habilidades, estableciendo con ello la clase de los artistas de la bruma, no de la realidad. Fabricantes de la apariencia, imitadores de imágenes que no entienden nada del ser.

La segunda postura es la de Aristóteles, alumno brillante de Platón, quien, en su Poética, realiza la mayor defensa que se ha hecho a lo largo de la historia de la poesía:

La poesía es un arte de hombres sobresalientes, no de orates, pues el bardo debe experimentar los dolores y pesares de sus personajes y sentir su angustia y su rabia antes de poder imitarlos. Esto no lo consigue alguien que posee claras muestras de locura.

La poesía es también, en sí misma, una actividad autotélica, pues su finalidad, paradójicamente, es ella misma. La poesía del lenguaje, por ejemplo, es una poesía cuya temática es ella misma. ¿De qué habla el poema cuando habla de sí mismo a través del lenguaje sino de rescatarse y perderse al mismo tiempo en ese laberinto infinito de palabras? Pero no es palabrería vana. La poesía del lenguaje afirma y niega en esa nueva lucha de contrarios al poeta. El yo de los románticos desaparece. Es anulado por completo. Ahora tiene la misma voz de la Musa que la inspira. Ese fin de lo que parece no tener fin guarda dentro de sí un fin oculto, misterioso, esperando, agazapado, atrapar a ese lector inteligente.

La poesía autotélica es la búsqueda y el encuentro con la perfección poética de la que nos habla en su ensayo El talento individual, Thomas Stearn Eliot, en ese anhelo de la anulación completa del referente al yo de la poesía lírica, para acabar de una vez por todas con las emociones y dar paso a la inteligencia. Poema de amor de J. Alfred Prufrock es el primer intento de llegar a ser el poema autotélico por excelencia. No lo consigue, porque el poema va a caballo entre el poema lírico y la desaparición del yo. ¡Pero qué mejores ejemplos que La tierra baldía o Cuatro cuartetos! Donde Eliot consigue al fin su meta.


[1] Hacer un poema como la naturaleza hace un árbol.

[2] Nuestros Clásicos, Diálogos, Editorial de la UNAM, México, 1978, p. 63

[3] El Arco y la lira, Octavio paz, Editorial del Fondo de Cultura Económica, México, D.F. 1956, p. 37.


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