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Por José Luis Domínguez

Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, 12 de agosto de 2020 [GMT-5] (Neotraba)

Hay errores tan monstruosos, que no es posible arrepentirse de ellos…

                                              Edwin Arlington Robinson.

Les vrais paradis son les paradis qu´on a perdus…

Marcel Proust.

La perversidad y la crueldad,

aunque anormales desde el punto de vista de la razón,

son principios innatos y primitivos en la actividad humana.

Edgar Allan Poe.

Hacía ya un buen rato que iban en silencio. Las ropas pintarrajeadas. No comprendían qué era lo que los había puesto así de mustios. Ahora que se acercaba la hora del crepúsculo, el gusano del remordimiento había comenzado a anidárseles en esa enredadera que era el alma; que el sentimiento de la culpa se abatía ya sobre su espíritu. Intuían que habían cometido un horroroso crimen.

Todo había comenzado aquel mismo día por la mañana. El pequeño Matías y sus acompañantes no comprendían el por qué de aquel rechazo. Aquellos seis cachorros recién nacidos eran preciosos. A simple vista cualquiera se animaba con aquellas criaturas tan llenas de gracia, pero al darse cuenta de que no eran machos sino hembras, acababan por levantar un muro de objeciones. Habían ido tocando de puerta en puerta por todo el vecindario. Algunos argumentaban que ya tenían uno en el patio de la casa; otros, tosían nerviosos antes de decir que no; o se remolineaban en su sitio, para luego incorporarse y agradecer aquel ofrecimiento, pero todos, de manera invariable, les cerraban la única vía de acceso a su privado mundo tan pronto ellos ponían los pies más allá del umbral.

Se sentían fastidiados, al ver cómo, poco a poco se les iban reduciendo todas las posibilidades. La madre del pequeño Matías había sido tajante:

–¡Te me deshaces ahora mismo de esas perras!

–¿Y si nadie las quiere…? –había preguntado en forma tímida. Aquella voz de mujer se convirtió en un trueno al exclamar:

–¡Yo no sé cómo le vayas a hacer, pero aquí, esas perras ya no vuelven!

Más que al resto, le dolía desprenderse de ellas. No se atrevía a pensar siquiera en dejarlas a su suerte en algún lote baldío. Sabía lo que era sentirse solo y con ese horrible hueco devorador enla boca del estómago.

–¿Y ahora qué hacemos? Nadie las quiere –pronunció el pequeño Matías casi más para sí que para los demás.

Tanilo, su compañero de escuela, fue el que respondió:

–Deberíamos dejarlas en cualquier tapia, o en el llano, quien quita y alguien las recoja…

–Ni pensarlo, replicó Matías, ¿qué tal si nadie les hace caso?

Isaías, dio su punto de vista:

–Lo malo es que no podemos regresar con ellas. Ya sabes cómo se las gasta mamá. Nos daría una paliza de Dios guarde la hora si se enterara de que aún no las hemos hecho perdidizas. Yo le hacía caso a Tanilo, al cabo ojos que no ven…

La colonia en la cual ellos vivían estaba situada en la periferia, y como llevaban un buen rato cavilando qué hacer y no encontraban una solución a aquel dilema, uno de los seis, no se supo quién, elevó la voz para sugerir que como de todos modos andaban de oquis, qué mejor que aprovechar el tiempo para ir al río, al fin y al cabo era domingo y no había que preocuparse por la escuela y otras monsergas.

Esa sola mención, sutil, tentadora, flotó unos segundos en el aire. Luego, entusiasmados con la idea, se encaminaron con cierta premura rumbo al poniente. Irían más allá de las vías del ferrocarril. Justo en ese momento los alcanzaron, corriendo, Procusto y su pequeño hermano, Claudio. Luego de dejarlas atrás, cruzaron un sembradío. Los surcos recién abiertos se perdían de vista en perfecta alineación, allá en la distancia. Esa tierra fría, rojiza, seca y olorosa, que esperaba la lluvia, luego la simiente, les hizo sentir, al poco rato, bajo sus pies, su suavidad, y al mismo tiempo, su gravedad terrible.

Iban conversando entusiasmados, recordando pasadas incursiones, próximos al cerco de alambre de púas que protegía, a su izquierda, un inmenso huerto de manzanos cuyas ramas múltiples, ostentaban hojas de un verde nuevo, opacadas por una contrastante floración blanquirrosa.

Había estado helando casi todos los días de la semana anterior. La radio alertaba sobre la posibilidad de que continuaran las bajas temperaturas y la presencia de los primeros chubascos montañas más arriba. Pero a esa hora, en el corazón del valle, no había una nube, y ese sol de casi el mediodía, pesaba su plomo misterioso sobre las cabezas de todos y extendía la sombra de los cuerpos hacia delante, al grado de irla pisando al caminar.

Por fin vislumbraron, a pocos metros de ellos, el borde del río. Luego escucharon, antes de verla, la imponente fuerza de la corriente. Cuando subieron al desnivel no imaginaban que el agua nunca habría de estar más presente ni más clara en su memoria –a pesar de que la corriente ostentaba un color como el que resultaba de la mezcla del café cargado con leche– que esa mañana de abril.

Los chicos se detuvieron, en silencio, y permanecieron así, sobre el montículo, un largo rato, mirando las ondas que ejercían por sí mismas una extraña y seductora fascinación. La turbulencia provocaba una serie de remolinos espumosos que emergían y marcaban una infinidad de pliegues sobre la superficie.

–Crucemos– dijo de pronto Matías.

Los más grandes del grupo, Tanilo y Procusto, junto con aquél, dejaron que los más chicos fueran en medio de ellos. Caminaron unos cuantos metros por la orilla hasta encontrar el viejo puente de madera. Al otro lado, se erguía, alta, imponente, una hilera de viejos sauces llorones.

Cuando cruzaron el segundo borde, se detuvieron al pie de los árboles. Escogieron uno enorme, de tronco grueso, de sombra protectora, fresca. Y se sentaron junto a él.

Matías aprovechó para simular, por un momento, en la figura de las perritas, la personalidad de sus héroes favoritos, los luchadores de moda: los técnicos y enmascarados, el Santo, Blue Demon, el Rayo de Jalisco, contra los rudos, el Cavernario Galindo, el Perro Aguayo, el Lobo Negro. Las zarandeó; realizó los gestos; lanzó los gritos pertinentes, los supuestos golpes; desarrolló de manera espontánea los diálogos de aquella reyerta imaginaria que fueron hilvanando una entretenida historia. Los demás miraban y oían, complacidos.

Mientras, imperceptible, el calor denso, a pesar de la sombra, iba acorralando sus pequeños y delgados cuerpos hasta humedecerles la ropa y el humor.

Cuando Matías agotó todas las posibilidades de su capacidad inventiva, decidieron que ya era tiempo de ir a la casa abandonada. Caminaron algunos cientos de metros hasta dar con ella. Sólo se podía entrar por una de las destartaladas ventanas. Sobre los muebles, las paredes y el piso, imperaba el polvo. Desperdigadas a lo largo de tres cuartos que la componían, yacían en el suelo cajas, ampolletas, jeringas, pequeñas mangueras y frascos conteniendo líquidos de distintas coloraciones y de extrañas nomenclaturas. Aquello era la ruina desolada de un laboratorio zootecnista. Colocaron las perritas en algunas cajas de cartón vacías que estaban sobre el piso.

Matías avanzó un par de metros y recogió uno de los frascos. “Juguemos a la guerra”, dijo, y lo estrelló contra la pared. El estruendo del vidrio contra el frío y duro yeso fue casi musical para sus oídos. La mancha que surgió luego de que el objeto quedara hecho añicos se convirtió justo en un deleite y a la vez en una señal. Los demás lo imitaron.

–¡Ataca Vietnam del Norte con quinientos mil soldados la base militar de la fuerza aérea de los Estados Unidos! –exclamó Matías.

–¡Mientras, Japón interviene para ayudar a los vietnamitas! –secundó Tanilo.

–¡Pero lanzan esta bomba los ingleses! –rugió Procusto.

–¡Pero yo soy ruso y mueran los malditos gringos! –gritaba Antonio, el hermano de Tanilo y las cargas arreciaban ahora también contra el techo y contra el piso.

Eran, juntos, estruendo, colorido e imaginería, una fascinante sinestesia de la que aquellos seis chicos no habrían de sustraerse en años.

Luego de un buen rato, cansados de aquel improvisado entretenimiento, decidieron tomarse un receso hurgando en otro de los cuartos. Encontraron una especie de mueble empotrado a una de las paredes. La madera se veía vieja y desteñida. Una de las puertas estaba semicaída, polvosa y manchada de aceite. Al fondo, una enorme telaraña coronaba la visión de aquel enorme hueco. La otra se conservaba en buena forma. La abrieron y descubrieron con horror sagrado un frasco con formol donde flotaba un feto de ganado vacuno. La fascinación de aquel diminuto ser color verde-grisáceo, en aquel líquido turbio, los había paralizado y enmudecido al mismo tiempo. Fueron Antonio y Tobías quienes tomaron el recipiente y motivados quién sabe por qué secreto impulso que los hermanaba, lo estrellaron contra el suelo. La mancha líquida mezclada con diminutos fragmentos de vidrio se extendió como una alfombra oscura ante sus pies. Comenzaron a mirarse unos a otros, desconcertados. Luego un olor nauseabundo que fue ascendiendo desde el nivel del suelo hasta las pequeñas aletas de su nariz los hizo cubrirse instintivamente con el índice y el pulgar. La atmósfera se fue haciendo densa. No soportando la tensión, decidieron salir no sin antes recoger su preciosa carga. Antonio e Isaías se quedaron unos instantes, para, así, con asco y miedo, atreverse a tocar aquel cuerpo inerte, baboso y arrugado, y luego salir huyendo despavoridos en pos de los demás.

Afuera, el sol de las dos de la tarde hacía un rato había alcanzado el cenit. Ahora no sólo el calor amenazaba con aprisionarlos, también el hambre y la sed. Estos enemigos formidables, invisibles, comenzaban a abatirse sobre aquellos esmirriados cuerpos en oleadas cada vez más insistentes. Fue entonces, que tomaron conciencia de que aquella pequeña masa de huesos y de pelos comenzaba a pesar sobre sus cuerpos fatigados.

Ya de regreso, se detuvieron unos instantes, suspendidos en el aire sobre las aguas turbulentas, gracias a aquellas tablas. Era una mezcla extraña de sensaciones, como de vertiginoso vuelo, de miedo y poderío al mismo tiempo. Mudos, inmóviles, con la vista fija sobre aquel estruendo; absortos, temerosa y temerariamente equilibrados sobre el puente, sintiendo que aquel fragor sobre las rocas en desnivel, les hablaba por vez primera en un lenguaje desconocido, pero atrayente. El agua los llamaba, los reclamaba, extendía sus brazos de madre colérica y celosa, pero su instinto de sobrevivencia los retenía, los salvaba de caer. Y el calor, el hambre, la sed, el ruido; y aquella voz de la corriente exigiendo su tributo. Una sola mirada entre ellos bastó para desatar lo que vendría.

Matías sería el primero: lo levantó y lo arrojó a las ondas turbulentas. Luego Procusto. Siguió Tanilo. Antonio e Isaías hicieron lo propio, lanzando su respectivo fardo a la embravecida corriente. Sólo los menores, Jeremías y Hugo, quedaron exentos de hacerlo, pero no de contemplar, horrorizados, la escena. Cuando el último e indefenso animal estuvo inmerso, luchando como los demás por mantenerse a flote, todos los chicos corrieron por la ribera, gritando como locos e intentando no perderlos de vista. Los entrecortados aullidos y gorgoreos de aquellos pequeños seres se confundían con el redoble de los remolinos. Se desplazaban con la mayor celeridad que les permitían sus piernas, pero la crecida no se cansaba nunca. Se detuvieron sudorosos, exhaustos…

Por eso iban así, reitero, en silencio, ahora bajo el crepúsculo, con las ropas pintarrajeadas. No comprendían qué era lo que los había puesto así de mustios. No sabían que el gusano del remordimiento había comenzado a anidárseles en esa enredadera que era el alma; que el sentimiento de la culpa se abatía ya sobre el espíritu. Intuían que habían cometido un horroroso crimen. Ninguno de ellos volvería jamás a ser el mismo.


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