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El pelícano verde de Benjamín Valdivia
El pelícano verde de Benjamín Valdivia

Por Edgard Cardoza Bravo

Puebla, México, 03 de marzo de 2020 (Neotraba)

Imaginó una cabellera completa: la de su inspiración.

Imaginó un lugar para su inspiración: el camino a la salida del bosque.

Imaginó la situación donde se hallaba el bosque: y percibió dos unicornios

peleando sobre una campiña verde con un cielo azul.”

Benjamín Valdivia (El pelícano verde, Ediciones Castillo, México, 1989, p. 158)

El pelícano verde, fue la novela ganadora del I Premio Internacional de novela Nuevo León 1988, dictaminada como tal por un jurado de lujo: Salvador Elizondo, José Agustín y Arturo Azuela. Para entonces, su autor, Benjamín Valdivia, tenía apenas veintiocho años, pero contaba ya con varios libros publicados: El juego del tiempo (SEP-CREA, México, 1985), Demasiada tarde (Universidad de Guanajuato, 1987) Otro espejo de la noche (Universidad del Sudeste, Campeche, 1988).

Y había alcanzado más de una decena premios nacionales y extranjeros en diversos géneros: Premio de Poesía Punto de Partida (UNAM, México, 1982), Premio Nacional de Dramaturgia Francisco J. Múgica, (México, 1986), Premio Internacional por la Paz y la Vida (Praga, 1983), Premio de Poesía Salvador Gallardo Dávalos (Aguascalientes, 1983 y 1986), Premio Internacional de Ensayo Ludwig von Mises (Panamá, 1987) y el Premio Nacional de Crítica de Arte del INBA (México, 1987), entre otras distinciones. El pelícano verde representa su despegue como novelista.

La novela transcurre a través de variadas sendas físicas y mentales, a horcajadas de la memoria y el extrañamiento. La vida sólo es digna de ser vivida y asimilada en el temple de la memoria. Es más, la vida desmemoriada es por antonomasia el recurso del olvido para diluirnos en su suerte aciaga. Realmente, no hay vida sin memoria. Hasta las piedras, los ríos, los árboles, los pájaros, son sujetos de memoria, nos comenta Adán Roca, protagonista multitudinario de la novela. La desmemoria –si existe– es una aberración, una infausta herramienta del vacío para succionarnos a su entraña, el laberinto insondable. La muerte de la vida, pero sobre todo la expiración (negación) de la muerte. Aún la muerte tiene memoria, se nos dice. La memoria de la muerte es la que hace que la vida sea digna de ser vivida.

La vida es muerte en transcurso, tiempo en proceso de memoria, y viceversa: la muerte es vida en proyección: la memoria confiere identidad y motivos válidos a los diversos sinos (y signos) de la vida y la muerte. La desmemoria, limbo y purgatorio, todo lo  mantiene en estado de no ser, de no existir. Sólo se existe a través de la memoria.

Es este el embrollo filosófico, el laberinto, por el que transcurre El pelícano verde y su protagonista, Adán Roca, que es a la vez “los” protagonistas, los muchos Adán Roca posibles. El hombre que interpreta las máscaras humanas. Camino que desde su sitio inmóvil es todos los caminos. Adán Roca es su Dios y es su propio espejo, su cuerpo y su sombra: imagen / semejanza de todo lo que fluye. El Adán primigenio con toda su carga de angustia vital (Sorën Kierkegaard) y el Adán agorero del tiempo presente que vuelve mierda, podredumbre, todo lo que toca: el Adán de la muerte, que únicamente es capaz de manifestar, de avalar su ser de hombre en la expresión de un estar escatológico.

En el culmen de su hombricidad, ya en las fronteras físicas de lo divino (durante el coito, por ejemplo), la explosión de sus esfínteres le recuerdan que es hombre, y además, infecto (Milan Kundera). Por eso su interlocutor es mudo, muro de silencio: la muerte, que en Kundera se expresa en nuestros fluidos corporales y orificios nauseabundos. Es esa fetidez inherente a lo humano, la que documenta e identifica nuestro ‘ser’, la que nos hace aprehensibles. Sin el detritus humano el ser y el estar son menos que vacío: desde la nada enarbolan su propio laberinto.

Benjamín Valdivia foto de  Eugenia Yllades
Benjamín Valdivia foto de Eugenia Yllades

En Adán Roca (en Benjamín Valdivia) el principal rasgo que identifica al hombre como tal, no es su carga de culpas y angustias heredadas por la tiranía de Dios, ni su corporalidad excrementicia, con visos irremediables de muerte y podredumbre, sino la memoria (y el habla, que también es memoria). No “la memoria”, al estilo de Funes memorioso de Borges, que es tal, de manera supranatural y en contra de su propio deseo de ser normal (su memoria es su gracia, pero es, sobre todo, su desgracia), sino un memorioso que aprende a serlo (selectivamente, como el protagonista de El pelícano verde), para quien el recuerdo es salvación, salto de calidad desde el olvido. Por eso Adán Roca se rodea de instrumentos físicos de memoria (el gallo de hojalata, el reloj despertador con manecillas fosforescentes, la escalera de destellos rojizos que va a ninguna parte) y mentales (genéricamente: el barco, el marinero, el poeta, los libros, los rasgos de la piel, la hoja desprendiéndose del árbol), que le ayuden a sortear el laberinto vital. Símbolos que amurallan el recuerdo. Anclas físicas para fijar la memoria al concierto del habla circunstante.

Ni culpa, ni excremento (como en Kundera y Kierkegaard), sólo resistencia al transcurso del tiempo a través de la memoria devenida palabra significante. “Las palabras son el recurso para aproximarnos a una visión honda del mundo”, afirma Valdivia en un posterior libro (Indagación de lo poético, Ediciones Conaculta, México, 1993).

El demacrado y enjuto relator de la historia (Adán Roca mismo, desde una de sus múltiples personificaciones, otro quijotesco Hamete Benengeli armado de palabras) narra con su voz, pero sobre todo con el flujo de su memoria simbolizante. Relata experiencias vitales, mas tales vivencias al chocar con el muro de silencio del mudo se transforman de inmediato en símbolos. El obsequio a Maritza de una fruta del solar de la casa, aquel primer beso inocente a los labios de Maritza (Adán Roca a los trece años de edad) y su consecuente primera erección consciente se convierten de pronto en reminiscencia genésica: Adán Roca se ha convertido de pronto en ADÁN y Maritza en EVA.

Ya no es tan sólo el regocijo compartido de Adán y Maritza tras su primer beso de niños, sino la primera tentación por influjo del fruto prohibido y su consecuente expulsión del paraíso.

El paraíso: “Eran seis árboles, cinco alrededor de uno, como una estrella de follaje con un punto en el centro. Cinco vértices y un centro, como una estrella vegetal” (El pelícano verde, pag. 82).

Preludio del pecado: “La imagen de Maritza fue suplida por la imagen de los árboles ofrecedores de un fruto deleitable, especialmente el injertado en el centro de la estrella por Adán Roca padre. Contempló en su pantalla visual a Maritza como un fruto del árbol al centro de la estrella verde formada por los otros cinco” (Ibíd., pags 82 / 83).

El pecado: “Adán estaba todavía en el patio, esforzándose por asimilar la terrible enseñanza de los labios de Maritza. Su padre Adán Roca entró y se dirigió a dar la última mirada a sus árboles” (Ibíd., pag. 86).

La expulsión: “-Has comido del árbol que injerté y nada puedo hacer sino evitar que repitas tu fechoría…

El padre de Adán Roca se dirigió al cuarto de los trebejos y sacó un viejo sable… Colocó el viejo sable atravesado en las dos agarraderas de fierro que tenía la puerta del solar”… (Ibíd. pags 88 / 89).

Benjamín Valdivia foto tomada de su Facebook
Benjamín Valdivia foto tomada de su Facebook

A partir de la expulsión de su dizque paraíso, Adán (Roca) se convierte en ADN, el conferidor de identidades, y aborda un ciclo de vida memoriosa que cruza el proceloso mar histórico (el personal, el íntimo, y además, el que se asigna, de testigo de la memoria culta de occidente). Y que mejor oficio para este flamante surcador de mares narrativos: a los cincuenta años se vuelve marinero.

La revelación que queda después de la lectura de El pelícano verde es que el inmenso océano por el que transcurre la vida (imaginaria) de Adán Roca es un mar libresco. A los cincuenta años, Adán Roca decide hacer estación en su vida y cortar de tajo con las referencias físicas del mundo material impuestas por su padre (como su carrera de ingeniero) y en un barco de recuerdos se lanza a navegar por un piélago de libros. Alonso Quijano se convierte de pronto en quijote de lanza, yelmo y armadura después de que las abundantes lecturas perturban su cerebro, Adán Roca se transforma en marinero a la conquista de ínsulas de libros tras un contundente arrebato de lucidez. Su escudero es un mudo.

La embarcación física (El Josefine) vuela (explota) muy pronto con todo y habitantes, y el único que queda en pie es nuestro protagonista armado con un costal de sueños y palabras. Nada se sabe de su tangible travesía marítima, más que de allí surge triunfante, Adán Roca, navegante del lenguaje. “¿A quién se le va ocurrir reconstruir su vida mediante regresión de la memoria personal para llegar al punto donde se conectaría con la memoria genealógica y más allá de eso con los arquetipos simbólicos de toda la humanidad?” (El pelícano verde (pag. 169).

Adán Roca es a la vez Ulises, el Capitán Ahab, Cortés o Maximiliano rumbo a México, el capitán del Titánic, o cualquier marinero del verbo como el extinto poeta argentino Jorge Léonidas Escudero (“De un gran capitán que giró su nave al infierno / no preguntéis por qué le prestaron obediencia: / la espuma de su voz en el oído / de la tripulación perdida / fue más dulce que el canto de los pájaros”. JLE. El pelícano verde, pag. 42).

Finalmente, no importa quién se suba al barco, o si el barco naufraga. Lo importante es que el barco siempre es conducido por Homero, que aunque ciego, siempre arriba a buen puerto, y su cauda de imaginantes con él. El capitán griego sin nombre que comandaba el extinto Josefine, era también Homero.

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