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Por G.G. Saudade

Puebla, México, 22 de marzo de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Una casa que ha sido experimentada no es una caja inerte.

El espacio habitado trasciende el espacio geométrico

La casa es nuestro primer universo.

Las personas necesitan la casa para soñar, para imaginar.

Bachelard, La poética del espacio

Cuando el aislamiento fue decretado en nuestro país a causa de la pandemia por coronavirus, todos estaban fuera de las calles y sólo las plantas se quedaron para conmemorar nuestra ausencia, cada quien cerró sus puertas y trató de esconder sus raíces que los ataban al mundo de fuera. El mundo de cada persona comenzó encerrarse sobre sí mismo como si cada persona se retrajera, o como si fuera un caracol que se asusta al darse cuenta que no tiene concha. Fue por la insistencia de permanecer dentro que comencé a entender el idioma geométrico de mi cuarto como un lenguaje acorazado que envolvía mi cuerpo como lo hace la concha de un caracol. En aquellos momentos en que mi conciencia se derramaba entre los rincones de mi espacio, comencé a darme cuenta de que a nuestras casas siempre les hemos atribuido un significado arraigado a valores afables, a emociones cálidas. Sin embargo, muy pocos nos preguntamos: ¿Por qué cuando nuestra conciencia comienza a escuchar la forma del espacio y se concentra en los lugares donde vivimos decidimos compararlos con objetos como nidos o conchas?

Cuando nos concentramos en el papel que juegan los espacios en nuestra conciencia, nos damos cuenta de que nuestra casa es más que una estructura útil. Dejamos de reducir nuestro hogar a un simple resultado de la imaginación geográfica pues, ciertamente, las formas fundamentales que lo edifican son el primer lenguaje con el que dialoga nuestra conciencia. La casa es, así, nuestro primer cosmos, nuestra primera base de información que muestra la irresistible tendencia del ser humano a agazaparse como los caracoles y los cangrejos ermitaños con sus conchas o los polluelos en sus nidos.

Este tipo de pensamientos ilustran la conexión insondable que establecemos con el espacio, la cual se manifiesta a través de la simbología que nace de nuestras emociones y que, en un intento de comunicarlas, de traerlas a la vida, terminan siendo fusionadas con nidos, caracolas, armarios, cajones, esquinas, losetas; con todos aquellos objetos, líneas o formas que componen el espacio y que alguna vez han albergado nuestras emociones. Por lo tanto, el espacio no puede seguir siendo concebido como un mero escenario, porque aun los objetos que consideramos más triviales actúan como los órganos que moldean y dan vida al cuerpo de nuestra intimidad. Es entonces que nos damos cuenta de que no solo se puede albergar un espacio, sino que éste también puede acogernos a través de las imágenes que la memoria fusiona con nuestros sentimientos. Por ejemplo, cuando tratamos de evocar cualquier sentimiento como la tristeza, nuestra mente se convierte en un mapa y nuestras emociones se reducen a las coordenadas del lugar que habitamos amargamente.

En mi caso, las coordenadas de mi tristeza siempre me llevan a las losas frías y polvorientas de la esquina de mi armario. Siempre acudo a la geografía de mi armario porque la oscuridad y la ropa que mora dentro de sus paredes amortiguan mis sollozos. Es así como el armario se vuelve extensión de mis emociones y su cualidad de materia estática es dejada atrás en el momento en que se vuelve indispensable en el desandar de mis pensamientos, en ese proceso frágil y extraño al que nombramos memoria, pero, “no registra la duración concreta, la duración en el sentido bergsoniano. No se puede revivir las duraciones abolidas. Sólo es posible pensarlas, pensarlas sobre la línea de un tiempo abstracto privado de todo espesor”. (Bachelard, 2020, pp. 46). De modo que, la actitud de recordar se fundamenta más en un elemento espacial que temporal.

Por ello, por la falta de potestad de nuestros pensamientos sobre el completo entendimiento del mecanismo temporal del que nuestra memoria prevalece. El recordar no es una actitud en la que analizamos el paso del tiempo como elemento central, porque es en el espacio donde encontramos embalsamados nuestros recuerdos, es en el espacio dónde encontramos el espesor del cual el tiempo nos priva. Bachelard escribe, “Y todos los espacios de nuestras soledades pasadas, los espacios donde hemos sufrido de la soledad o gozado de ella, donde la hemos deseado o la hemos comprometido, son en nosotros imborrables” (Bachelard, 2020, pp. 47).

En Bachelard, la consistencia o el espesor de nuestros recuerdos está en el espacio que albergamos. Esta es una afirmación que relaciono con mi experiencia, ya que cuando mis pensamientos dialogan con la soledad no puedo evitar hallarme en el jardín de mi abuela, las coordenadas de mi soledad están ahí porque ha sido el espacio donde he gozado de mi soledad mientras las hojas del limón caen sobre las páginas de mis libros y las hormigas trenzan el suelo con su diminuta danza.

Hasta ahora, el espacio se ha discriminado como la orilla del pan, se ha considerado sobra, materia estática. No obstante, el espacio es, en realidad, un armario que oculta la desnudez de los recuerdos con vestiduras de emoción, por eso es un ingrediente vital cuando tratamos de hacer tangibles nuestros sentimientos. El espacio da color, textura y estilo a nuestros recuerdos. Por ejemplo, la circunferencia ensimismada, terca, distinguida y galante de los botones encaja perfectamente con la intimidad de mi soledad por sus relieves delicados, su círculo eterno, su quererse hallar cosido porque si no el objeto siente que huye, cede a su conducta terca a través del ojal para que en la prenda, en la vida misma, su presencia sirva para abrochar o adornar; así es la forma de mi soledad, como un botón que no depende de la presencia de otro ser ajeno para dejar de ser botón, pues aunque se halle olvidado en un cajón, lejos de la vestimenta completa, nunca dejará de ser botón.

De este modo el espacio que nos rodea es como el cajón de nuestros secretos ya que, gracias al espacio, nuestros sentimientos están fosilizados en cada lugar y no derramados en cada momento, pues si fuera así, perderíamos entre las brechas de nuestra mente todos nuestros recuerdos.


Bibliografía:

La poética del espacio. Gaston Bachelard; trad. de Ernestina de Champourcin; rev. de la trad. de Miguel Ángel Palma Benítez. — 3ª ed. — México: FCE, 2020. 326 p.; 17 x 11 cm — (Colec. Breviarios; 183). Título original: La Poética de l’ espace. ISBN 978-607-16-6427-3


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