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Por Juan Rivas

Puebla, México, 27 de abril de 2023 [00:03 GMT-6] (Neotraba)

Seamos ateos o no, vivimos en una cultura permeada por lógicas judeocristianas. Disponemos de expresiones y palabras cuyos orígenes etimológicos o culturales nos remiten al teísmo, cuando no al pensamiento católico. Testimonio de ello es emplear expresiones como “hacer las cosas al Avemaría”, “dar el tiro de gracia” o “vivir en el quinto infierno” (esta última quizá sea más propio calificarla de dantesca, pero Dante mismo erigió el imaginario católico moderno).

En mi caso particular, crecí en una casa católica en la que se manejaban estas expresiones con la naturalidad establecida por el rigor de la costumbre. Por ejemplo, mi abuelita agregaba un “Dios no lo quiera” antes o después de cualquier proyección fatídica del futuro. “Dios no lo quiera, te vayas a…” (caer de la bicicleta, ser raptado por un robachicos, perder el dinero del mandado o sufrir infortunios por el estilo). Mi madre, al día de hoy no se permite declarar planes a futuro, por muy inmediatos o simples que sean, sin zamparles una locución semejante: “Si Dios es servido”. De niño, esta frase me producía confusiones explicables desde el fenómeno fonético del calambur. Yo entendía “si Dios es hervido”, e imaginaba escenas surreales de Cristo en la olla de peltre sobre la estufa con el fuego al máximo. Imagen digna de Buñuel, quien, dicho sea de paso, daba gracias a Dios por su ateísmo y se autodenominaba “ateo católico”.

Por otro lado, en Estados Unidos entienden el segundo mandamiento de forma muy literal. En México creemos que “no tomar el nombre de Dios en vano” prohíbe “jurar por Dios” cosas que de antemano sabemos falsas o que sencillamente no cumpliremos. Pero los norteamericanos lo entienden como no emplear la palabra God en contextos profanos o irreverentes. Así, si alguien se machuca un dedo o patea la pata de una mesa con el pie descalzo, justo a la altura del meñique, y grita Oh, God!”, está blasfemando. En un programa de televisión abierta, censurarán esa palabra.

El ateo recalcitrante Seth McFarlane, creador de la serie animada Family Guy, dijo en entrevista a James Lipton que su grosería favorita era “Jesus Christ”. Lo dijo con una mezcla extraña de lascivia y placer. Desde esa perspectiva, el nombre del redentor equivale “shit”, “fuck” o “cunt” (el comediante George Carlin tiene una lista de siete palabras prohibidas en televisión, para quien guste profundizar en el tema).

Esta obediencia estandarizada del segundo mandamiento en la sociedad norteamericana deriva en eufemismos pintorescos como Gosh y Jeesh, para evitar decir God y Jesus. Según explica Stephen Ullman en su libro Semántica, todas las sociedades tienen palabras tabús que suelen evitarse, en cuyo caso “un sustituto inofensivo, un eufemismo” es “introducido para llenar el vacío” (231).

Existe, entre otros tipos de tabú que se relacionan con lo sexual y lo prohibido, un tabú del miedo que comprende el “pavor reverencial” (232) activo en los nombres que se le dan al diablo, a Dios y a otras entidades temidas por la superstición. Queda claro cómo a un mexicano le escandalizan las interjecciones heréticas tan propias del español peninsular, cuando se cagan en la ostia, en Dios o en la virgen. Resulta curioso que en España sean tan profanos cuando fue de allá justamente que trajeron el cristianismo.

Pero lo que me da mayor curiosidad, incluso sorpresa, es encontrar que entre mis amigos ateos y yo hay también un pavor casi supersticioso a ciertas expresiones. Conozco ateos que activamente luchan por desterrar de su vocabulario palabras como “ojalá”, de procedencia árabe, según la RAE: “law šá lláh, si Dios quiere”. Supongo que otro tanto harán con “adiós” o “pordiosero”. Este tipo de reflexiones me llevó alguna vez a cuestionar fórmulas discursivas como la de mandarle a alguien buenos deseos. Durante un tiempo traté de evitarla, como si su mero empleo me proyectara ante el mundo como un creyente en las buenas vibras, la astrología, el feng shui y la reencarnación.

Vivimos en una era de constante transformación social, en la búsqueda por la deconstrucción y el progreso. Muchos que crecimos antes del nuevo milenio, constantemente intentamos espulgar de nuestro léxico términos sexistas, clasistas, racistas o simplemente ofensivos. Eso está muy bien. Pero vivir en una lucha constante contra las fuentes de nuestro imaginario puede también conducirnos a rodeos verbales, circunloquios y barroquismos innecesarios. Pareciera que la travesía personal y espiritual del ateísmo nos confrontara con la poética de lo indecible.

Según he reflexionado, se supone que los ateos le negamos a la palabra sus dimensiones mágicas. Quizá debamos perderle el miedo a ciertas fórmulas, aunque tengan una carga intrínseca de superstición, incluso si esto implica abandonar la prédica del evangelio escéptico.

Pero, por otro lado, ¿qué sería de nosotros si dejamos de anunciarle al mundo nuestro ateísmo? Ni Dios lo quiera.


Referencias:

  • Ullman, Stephen. Semántica. Introducción a la ciencia del significado. Madrid: Aguilar, 1965.

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