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Por Judith Castañeda Suarí

Puebla, México, 23 de octubre de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

“No se ha terminado, te dieron permiso de salir a buscarlo”, dice una frase que se ha compartido en redes sociales más de una vez. Hay quienes reaccionan, con un “me divierte” o un “me entristece”, y siguen deslizando, piensan apenas en esas palabras que pronto se pierden en la marea de reflexiones, buen humor y párrafos olvidables que llena Facebook, Twitter, Instagram y otros sitios similares.

Lo cierto es que dichas palabras deberían tenerse presentes. Salir a buscar un contagio, salir a contagiarse y ser asintomático, pero contagiar a un familiar, a un amigo, a la persona que se sienta a nuestro lado en el transporte público, los dos enfermos porque ninguno hace uso del cubrebocas y el chofer no les impidió el ascenso. La ruta de la COVID es una ramificación, una serie de puertas y ventanas abiertas; por eso es tan fácil caer, por eso los 12,818 kilómetros que, según Google, separan a China de nuestro país, se redujeron a nada desde el primer trimestre de este año.

Sin embargo, salimos: vamos al trabajo, a comprar víveres, a efectuar algún trámite; a pesar de que la amenaza late todavía en los pasamanos, en el carrito del supermercado, en el cajero automático. Entonces es necesario tejer una defensa a nuestro alrededor: careta, gafas de seguridad, bañarnos las manos con gel antibacterial y someternos a los lineamientos de seguridad que cada empresa, oficina o comercio haya implementado.

4 Norte. Fotografía de Luis J. L. Chigo.

En estos actos, en estos objetos, centramos la seguridad que guía, o debiera guiar, nuestras rutas en mitad de la contingencia. Porque podemos sonreír bajo el cubrebocas o saludarnos con el puño, con la rodilla o diciendo adiós a lo lejos, una mano en alto, y aun así, portar la máscara del “todo está bien”. Creo que es posible, o casi, una generalización en cuanto a lo anterior. ¿Y debajo de dicha máscara, de ese acto de pretender?

Ahí, en el espacio de lo carente de una epidermis, de lo que no puede olerse o gustarse, está el miedo a un ente microscópico, a algo que parece hecho de nada pero puede no sólo enfermarnos, sino postrarnos en una cama de hospital o llevarnos a una muerte que, según el escenario que nos muestran los espacios informativos, cristaliza después de una muy dura agonía. Ese mismo temor genera en nosotros una agonía anticipada, en la cual el estrés y la ansiedad, los malos presentimientos, juegan con nuestra salud mental, lo que podría desembocar en padecimientos psicológicos. Así, después de seis meses en un confinamiento donde las salidas son pocas y prontas, a fin de adquirir una despensa o de cobrar una pensión, un salario –si tienes esa suerte, pues sabido es de grandes empresarios que llevaron a cabo, por decirlo con elegancia, un recorte de personal–, sales, ahora sí, a retomar tus actividades laborales, que la emergencia sanitaria puso en pausa.

Pero, te das cuenta, no fue una pausa de medio año. Jamás se trató del play/pause/play que usas para detener una canción o un capítulo de la serie que estás viendo mientras contestas el teléfono o sales de tu habitación para regresar momentos después. No, esta nueva puesta en marcha es más semejante a un reinicio. Actos sencillos que das por hecho cobran una nueva dimensión. Abordar el transporte público, a.C –antes de la COVID– significaba extender el brazo, subir unas escalinatas, pagar al chofer y si había asientos disponibles, ocupar uno. D. C –después de la COVID– se traduce en una maraña de pensamientos y consideraciones que te asaltan a un tiempo: ¿y si el límite de aforo ya se alcanzó, si no hay lugar, si el chofer viene sin cubrebocas, si algún pasajero, si tengo que sostenerme de los pasamanos?, usaré guantes, ¡se me olvidó el gel!, dijeron que los guantes no porque te dan una falsa sensación de seguridad, pero el gel, lo dejé en la mesa, ¿de verdad se quedará el virus en la ropa, cuánto tiempo, y si hoy no me cambio, si en el asiento, si a la hora de bajar, porque a fuerzas debo sostenerme?, ¡el gel!, llegando a la oficina/planta/tienda me dan, la temperatura, ¿cuánto era, 38o C, y si por ir corriendo me sube más?, ¡diablos, el gel!, ojalá pueda tomar un poco antes de salir…

Otras acciones casi automáticas, de igual forma, se rodean de signos de interrogación y de titubeos: ya me puse gel, ¿tengo que ponerme de nuevo si rozo mi ropa o la de alguien?, ¿si toco las gafas, el resorte del cubrebocas? Si acabo de lavarme pero ya me recargué en una superficie y me toco la mejilla, ¿puedo contagiarme?, ¿y si me siento, si se queda en el pantalón o en la falda, si no lavo la ropa llegando, si no me baño?…

Aun con la cabeza llena, salimos; gel, quizá guantes, cubrebocas, gafas o una careta, y enfrentamos una calle que ahora parece de otra colonia. O de otro mundo. Muchos de los vecinos, de los transeúntes, atraviesan aceras y avenidas como si ninguna emergencia sanitaria se tamizara desde oriente. Ellos no tienen tu miedo: caminan a rostro descubierto y lamen un helado, o beben agua, comen frituras. En unos cuantos pasos aprendes a pensar “no me importa”, “con que me cuide yo”, “sálvese quien pueda”; también piensas en esas teorías de la conspiración que se encuentran dentro de las redes sociales y la página de videos Youtube: el nicho del que más de una mente abreva para justificar el no ceñirse a las disposiciones por contingencia.

Hay otra parte del paisaje que ha cambiado; las diferencias se ofrecen a la vista, a veces, de forma sutil, aunque también pueden ser un golpe a nuestros ojos. Se trata de los comercios; pequeñas tiendas, lugares donde se ofrecen refacciones automotrices, restaurantes, gimnasios. Donde había un espacio para elegir y pagar alguna bebida, una fritura rápida, ahora encontramos una cortina cerrada o, peor, un rótulo donde se anuncia que dicho espacio se traspasa, que se encuentra en renta o en venta. Este es el peor escenario de una reactivación económica que debió tardar porque era necesario a fin de proteger la salud de la población.

La gran fama. Fotografía de Adonai Castañeda.

Entonces, cuando estas cortinas y estos rótulos atraviesan el otro lado de la ventanilla, se renuevan las preguntas: ¿Cuántos desempleados arrojarán estos seis meses de pausa forzada?, ¿pudieron aguantar un poco más?, habiendo presionado el botón de parar, ¿por qué ciertos aspectos de la cadena siguieron funcionando?, ¿por qué una renta o el servicio de luz cuando no hay ingresos, por qué los impuestos?, ¿en verdad era imposible esperar unos meses?

Es un escenario desolador, el resultado de una pandemia que si bien no distingue clases sociales, se suma a los aspectos que las subrayan, siendo capaz de hacer aún más abismales sus diferencias, porque ¿quiénes son los empleados con posibilidad de viajar, por ejemplo, a Italia, desde donde llegó a México el virus? Por supuesto no un obrero, una empleada de mostrador… Así, tenemos a personas de buena posición transportando en aviones, aeropuertos y ubers, una enfermedad que se contagiará sin diferencias, enfermedad ante la cual ellos poseerán, además del equipo de protección adecuado, la posibilidad de quedarse en casa, como se insiste desde el sector salud, y desde la comodidad de un celular pedir la comida, el supermercado, o pagar los servicios. Ellos trabajarán en línea mientras muchos saldrán a jugársela, algunos desde la inconsciencia de un rostro desprotegido, otros parapetados detrás de un cubrebocas que no ha de defenderlos, pero con la sensación de seguridad que da el hecho de portar uno…

Preferible tratar de no pensar. De lo contrario no sales, y si estás fuera, deseas de todo corazón regresar a casa en unos minutos. Y así como te encierras, cierras tu mente a las estadísticas, a las entrevistas en los noticieros, a casos que comienzan a tener un nombre y un rostro conocido; aunque muchas veces dicho ejercicio resulte en un intento malogrado, pues ahí están los comentarios de personas cercanas o de extraños, el presentimiento de que esa molestia de garganta podría ser algo más. Quizá lo mejor, como ocurre con Alcohólicos Anónimos, sea avanzar de día en día, uno a la vez, protegiéndonos en ese bastión último que son los lineamientos diseñados por las autoridades de la salud.


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