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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 21 de agosto de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

Más allá de la oreja existe un sonido,

la eternidad de la mirada un aspecto,

las puntas de los dedos un objeto:

es allí donde voy.

La punta del lápiz el trazo.

Donde expira el pensamiento hay

una idea, en el último suspiro de

alegría otra alegría, en la punta

de la espada la magia:

es allí donde voy.

Clarice Lispector

¿Prosa poética, cuento de trámite abierto, poesía visual en el lienzo del viento? Todo a la vez: ¡Silencio!

Clarice Lispector: escritora de las sensaciones, de las circunstancias más que de los acontecimientos. Verismo. No puedes (no debes) modificar lo visto por el ojo, y en consecuencia las sensaciones tatuadas en el ser profundo a partir de lo mirado, trata de decirnos. “Cuestionamiento ontológico”, en la calificación de Olga de Sá. Por eso sus relatos no poseen autonomía alguna, siempre están bajo el control de su hacedora. Clarice “interviene para corregir, interviene para confesarse, interviene para hablar con los personajes”, señala Cristina Peri Rossi en el prólogo de Silencio (Edit. Grijalbo Mondadori, Barcelona, España, 1995).

Todo ocurre en el sigilo contemplativo de los sentidos. Los personajes, si existen, se mueven por laberintos interiores más que en los espacios reales del trajín cotidiano marcados siempre por el azar. En Lispector, la realidad de los otros nunca logra modificar una micra siquiera lo escrutado por sus ojos y su intención fabuladora que hace trizas la lógica lineal:

La coherencia no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden.

Quien emite las historias está siempre urdiendo laberintos: semánticos, existenciales, proyectivos. Las formas emergidas de lo real detonan de pronto en múltiples callejas de sin sentido, que al final resultan vigilias del ser más entrañado del propio narrador–autora: su pasión por las imágenes equinas, por ejemplo. Y cuando el relato está al máximo del despropósito y la trama se disgrega peligrosamente, aparece la magia de algún alarde verbal que vuelve a hilvanar el hilo del relato.

Nada ocurre fuera del control de la ucrania–brasileña. Como la autora misma confiesa, se pretende una literatura anómala, que se niegue a sí misma, quizá antiliteraria y antihistórica: digo lo que tengo que decir sin literatura.

La señora de Jorge B. Xavier —anciana harta de su vida anodina— se descubre de pronto en los pasillos interminables del estadio Maracaná, al que no sabía ni cómo ni por qué había entrado. El cuento lleva por título “La búsqueda de la dignidad”. A medida que camina, las luces van perdiendo su vigor y los pasillos se vuelven callejones sin salida. Cuando al fin la puerta aparece, se da cuenta que su búsqueda no era nada importante en tanto ente social: ninguna persona a la espera de su encuentro, ningún domicilio, ninguna dirección en específico. Únicamente se buscaba a sí misma en los pasillos de la memoria bajo la guía cruel de sus fantasmas.

A las seis de la mañana, y habiendo confirmado la hora en el enorme reloj de la Central (el más grande del mundo), tras “La partida del tren”, María Rita Alvarenga —vieja anónima como una gallina— y Ángela Pralini —la de pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos— se encuentran bruscamente de espaldas al camino. Las dos están huyendo de sí mismas (igual que la anciana señora de Xavier, del relato anteriormente comentado): una piensa que el amor de pareja junto a un hombre al filo de lo ideal para ella es demasiado: quiero sombra gimió Ángela (Pralini), y decide que prefiere el anonimato de la derrota vital, sólo amparada en el día a día “sin futuro” plausible; Alvarenga, por el contrario, ha sido desterrada de cualquier atisbo de amor (el de pareja quedó truncado al enviudar, el de los hijos encuéntrase en trámite de olvido) y busca puerto desesperado en el corazón de un hijo lejano al que prácticamente no conoce (María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón).

Densa y precisa prosa poética acerca del ser y el estar (en un entorno de maniatada cordura y sólo pretendida libertad), es “Seco estudio de caballos”, elaborado poema visual, epopeya de la mirada sin posibilidades de retorno posible: sólo hay viaje de ida: ¿toda ida es desde ya un regreso?: lo mirado escapa al tiempo y al espacio, es incualificable, incuantificable, inclasificable. La mirada: tiempo (templo) absorto que cumple su ciclo de vida en un sólo parpadeo. Cada proyección del ojo delinea una historia por siempre diferente, que se replica en nódulos de ausencia. El ojo cifra el mundo en su propio laberinto de miradas diversas: la diversidad es su condena: la maldición del ojo.

“Donde estuviste de noche”, es una sutil fabulación acerca del bien y el mal. El mal es latencia que pulsa leve, ritmada, ininterrumpida. Todo en él es promesa de angustia y abandono. Según Goethe, “no hay crimen que no hayamos cometido con el pensamiento”. El bien es anónimo obrero sin trabajo, porque nadie puede dejarse poseer por aquel–aquella–sin–nombre.

Según Lispector, Dios y el demonio funcionan como una sociedad mancomunada: nada ocurre sin el índice propiciatorio del otro. Según mi blasfema especulación, los etéreos miembros de tal sociedad, en los tiempos primigenios se sacaban de quicio, se picaban los ojos, se escupían charneles de cielo espeluznado, pero al paso de los siglos, a fuerza de convivencia, se fueron convirtiendo en unidad metafórica que todo lo domina. Cada uno actúa como fiel y balanza del otro. Dios afina los pianos que el diablo desafina. El demonio es el pretexto de todos los proverbios y preceptos.

Pero en donde la capacidad narrativo–poética de Lispector alcanza tintes de genialidad es en el texto “La relación de la cosa”. La cosa, ente vivificante, insufla presencia en la materia nombrada por el tiempo. De nuevo el laberinto hace acto de enredo en el trámite vital. Ahora el laberinto se erige específicamente de palabras. No todo es lo que dice ser, se nos indica: el reloj como tal, funciona de inútil artilugio humano que muda de manecillas y señales según la intención y apariencia de lo dicho. El único sentido utilitario de tal reloj de sombra y extravío consiste en “ese” toque crujiente de salida al vacío existencial. En adelante sus marcaciones estarán supeditadas a cada especificidad humana, de manera que lo que para alguien pudiera ser enfermiza intimidad para otro será pública desazón, símbolo ignoto, y para un tercero podría significar negación de ambas tesis.

Con el inexistente sustantivo “Sveglia” (ahora ya existe), Lispector define –y hace trizas en el camino– los conceptos Dios / ser / tiempo / espacio, con el condicionante de que cada palabra dicha define no lo que se nombra sino lo que su particularidad de emisión dicta en tal o cual momentum del discurso. La palabra como tal, pierde, disgrega. Es absolutamente falso que el lenguaje sea feliz lugar de encuentro.

¿Y el silencio? ¿Dónde quedó el silencio? El silencio es la idea de ese Dios que guardamos en lo más profundo de nosotros como tabla de salvación, que finalmente ni nos salva, ni comprendió nunca las señales que de todas las maneras humanamente posibles le hemos enviado por siempre. Vivimos la vorágine, el ruido de infinitos compases del silencio de Dios. Silencio: ave de vuelo metafísico, que únicamente hace tierra si niega todo lo ya dicho en saciedad anteriormente. El discurso sólo se justifica en tanto vaya borrando sus certezas con el siguiente e inmediato cuadro simbólico inútil.

Todo, en Silencio, borda a puro revés en torno a los cuatro grandes temas ya expresados: Dios / ser / tiempo / espacio. El gran mensaje, si lo hay, es que la literatura (su no literatura) consiste en borrar líneas, certezas, y caminar a ciegas por el perfil sin rumbo del vacío. Si hubiera alguna manera de calificar el estilo sin estilo de Clarice Lispector sería: el verbo se hizo carne, habitó entre nosotros y en ese justo instante se erigió en laberinto.

“Laberíntica” es quizá la palabra que mejor defina la escritura de esta gran autora:

De ella-él manaba un fuerte olor
a jazmín marchito porque era noche
de luna llena. El sortilegio o la 
hechicería.
(...) Garabatos, pensó el estudiante perfecto,
era la palabra más difícil de la lengua.

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