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Por Carlos Sánchez (@MamboRock_)

Hermosillo, Sonora, 26 de octubre de 2020 [00:01 GMT-5] (Mamborock)

Y qué si es el baile lo que libera de las precariedades impuestas por el sistema político y social que carcome. La música: alegría que blinda.

¿Panfleto? ¿Pues a poco hay otras formas de nombrar lo que lacera?

Ya no estoy aquí se llama la película, y en ella la música es el bastión para contar la identidad adolescente-juvenil. El cuerpo y el baile como único signo de pertenencia. Nada más existe, ni propiedad material, ni herencia ideológica familiar, lo único que permea a los chavales, hacia un recuento interior de lo que son, es la diversidad de sonidos que dictan el júbilo de la existencia.

Amarse entre ellos. Desde la estética de un look que proporciona identidad: el pantalón amplio y la camisa grande. El cabello como una insignia. El lenguaje, uf, la reinvención que soslaya toda reverencia y regla y norma. La vía comunicante cuya fonética detona en poesía.

Los muchachos en lo suyo. La patria que significa barrio, la agrupación anti solemne. Un cumbión que rasga el entusiasmo y borra por instantes toda huella de hostilidad, ese discurso que se dice desde la indiferencia, porque a la familia se le olvida en todo momento nombrar la palabra amor. O será que aman a su modo, desde el grito que es regaño.

Ya no estoy aquí es un verso que propone la lejanía del Ulises protagonista de la historia, y acontece cuando la única pertenencia, que son las calles, los edificios abandonados, los camaradas que implican su único proyecto, le son arrebatados por la distancia.

Ulises huye del territorio donde su vida está en riesgo. Al huir inicia lentamente el deceso de lo que es: él en ellos, la pandilla que lo hace firmar con letras doradas su nombre en el horizonte mientras baila, incesante, baila, baila, baila.

Ulises es un solo de baile. Es un solo de búsqueda en el gabacho. Es un claudicar cuando ni siquiera él sabe lo que busca.

El director de la peli, Fernando Frías, sabe su apuesta. Y en ella incluye la crueldad de la violencia que se nos arraigó desde siempre. Por ese ejercicio de poder fatuo, porque esa pertenencia, porque ese grito insulso que tan bien hemos aprendido: “Este es mi territorio, aquí mando yo”, al parecer no pierde vigencia. Porque la transformación y la equidad se avizora como una falacia. ¿Panfleto? ¿Pues entonces cómo se debe decir?

La maravilla nace desde el discurso dicho a través de los plebes, que son Los terkos, el mote de la pandilla. Porque es la raza, los de a pie, esos que sueñan sus proyectos inmediatos: la música otra vez.

Cuánto júbilo en la coreografía de una canción que se entona en colectivo, con instrumentos básicos y el arreglo más perfecto que son los pasos de baile desprovistos de toda galanura.

Ya no estoy aquí tiene esa cadencia lenta, al ritmo reducido como un son colombiano, tiene también, esa fotografía tenue y preciosa que dicta añoranza. Tiene, lo que más impacta, y se agradece, la narrativa implacable donde los jodidos siguen o seguimos siendo siempre los jodidos.

En el trecho de la movie es inevitable la pausa, levantarse y alucinar el movimiento del vallenato en los pies nuestros. Alzar los brazos y mirar el horizonte, saber que la esperanza existe porque a alguien se le ocurrió fundar el movimiento y repartirlo incluso en los rincones más alejados y llenos de marginación.

La música que nos salva. La danza que nos hace sentir y decir el amor porque la euforia es quizá la única pertenencia que nos hace tocar el cielo. Como a Ulises y sus carnales Los terkos.

¡A guacharla!

Esta nota se publicó originalmente en Mambo Rock

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