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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 25 de septiembre de 2023 (Neotraba)

El pesado cortejo de las horas

(…) se juega nuestra alma

mírate ahí animal fraterno desnudo de nombre

Vicente Huidobro

Altazor aborda (entre otros temas) la caída del ángel perverso, cuya voz, contradictoriamente, es un presente de Dios. La contradicción misma es un inicuo regalo: el hombre será a la vez cielo e infierno. Luzbel es el portador de la chispa de lenguaje que detonará el conocimiento razonado del mundo. Atendiendo a la sentencia bíblica y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, Altazor debe ser entendido como el vuelo del lenguaje desde el espíritu de Dios hasta el hombre a través de la transparencia del aire recién abastecido de realidad: el tránsito del habla aún en estado divino e inmediatamente anterior a la primigenia angustia humana tras el “pecado original”.

Es así que el mundo se observa desde esa atmósfera aún paradisíaca, hermoso como un ombligo, pues todo brilla en pudor de gloria. En el año 33 –número cabalístico: edad supuesta de la muerte de Cristo, número espejo de las tres dominantes presencias cristianas– Altazor inicia su reencuentro con el germen humano. El vuelo del ser en ruta inversa a su “primera serenidad” precisa una figuración de cielo nuevo. La jitanjáfora (figura de construcción verbal presente a partir del canto IV y que concluye apoteósicamente el libro) es el lenguaje del ángel recién precipitado de la gloria, en proceso de convertirse en vocablo carnal de espíritu terrestre.

Sólo el verbo creador podrá convertir aquel “paracaídas” en un “parasubidas maravilloso”. La palabra imbuida de origen, la voz poética verdadera –según Vicente Huidobro– es un caballo de fuga interminable,inmune a la caída estrepitosa mientras vuele en la maravilla del auténtico nombrar. El verbo creador aún en proyecto de hombre mantiene en suspenso la maldición eterna. Sólo el planeo inocente podrá burlar la muerte cielo-paraíso cuya profecía es el abismo.

¿En dónde estás Altazor? Tras la expulsión, Altazor –ángel que cae sin mella gracias al paracaídas del soplo celestial– al abandonar las fronteras gloriosas de pronto siente “el terror de ser”. “El ser” es su castigo. Durante tal instante de vacío, no hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza sólo ímpetu de ser: la primera nostalgia de cielo es precisamente su no ser, el limbo –éter innombrado– es castigo todavía no cumplido, latente en tanto no haya conciencia de aquel novísimo territorio de angustia humana. El vuelo de altazor ocurre precisamente durante la conformación / confirmación de tal conciencia: el habla finalmente será expresión de ese “ser” envilecido por su partícula mundana. ¿Pero de dónde llega Altazor antes de iniciar el viaje? Altazor viene del silencio glorioso, del ojo de insomnio eterno, de la víspera del todo absoluto, del cielo que precede y concede toda muerte.

En el invierno de 1919, justo después del fin de la Primera Guerra Mundial (ángel de odio que ha dislocado hasta los puntos cardinales y en donde ahora –en pretensión del chileno– los cuatro puntos cardinales son tres: el Sur y el Norte) la vida renace de sus cenizas en la voz de Altazor. Este texto es también la toma de conciencia de la voz poética sobreviviente a duras penas de su frivolidad mundana (El que cayó de las alturas de su estrella / y viajó veinticinco años / colgado al paracaídas de sus propios prejuicios /, ahora es Altazor el del ansia infinita).

En aquella época las cifras corrían lentas y pausadas, y apenas comenzaban a revelar el censo del horror padecido: más de quince millones de muertos a causa de la egolatría y sed enfermiza de poder de unos cuantos aristócratas. La vida debe recomenzar con un nuevo sistema de valores y creencias, la idea antigua de Dios ha muerto en la estacada y es necesario fundar un nuevo orden. Tras cada horror de esas dimensiones Dios tiene siempre un nuevo rostro. Ahí precisamente, frente a esa realidad de muerte y ensoberbecida ceniza, inserta Huidobro –y Altazor– su idea creacionista, en la conciencia de que igual que la naturaleza crea un árbol, el nuevo creador debe fundar su poema. Desde el discurso “creacionista”, en adelante, el verdadero poeta deberá abrevar religiosamente de los ríos del origen, de la luz primera del orbe.

Dice Huidobro: El poeta debe volver al alba primera del mundo, resignificarse, decir las cosas como no pudieran haber sido dichas sin él. El gran compromiso del poeta no es perseguir tácita y tercamente dizque elusivas musas que todos frecuentan sino ser original hasta la demasía, empaparse de origen y dar a luz discursos “recién nacidos” que reexpliquen el mundo. El poeta no debe posar con su manto de Dios espeluznado, ni historiar lo que otros ya han dicho con similares palabras, ni hacer periodismo desde la poesía. El poeta no debe afirmar “yo siento lo mismo que otros han sentido”, sino indagar profundamente en su ser enchido de edén y dar a luz emociones auténticas aún no expresadas por nadie más.

A medida que transcurre hacia “el origen”, Altazor va poblándose de cielo y despojándose del lenguaje compartido con otros. Cada vez ese lenguaje es más propio de sí, y en consecuencia menos inteligible para el común de los mortales. Don Quijote pasa cuatro días eligiendo un nombre para su caballo, Altazor pasará toda su vida aérea en elegir las herramientas de lenguaje que justifiquen su nombre y el subtexto de su aventura: “El viaje en paracaídas”.

En tanto territorio de lo innombrado, de lo que observa el mundo en su proyección primera, Altazor es también un libro profético. Recordemos que su primera edición es de 1919 y que la guerra reciente se había disputado sobre todo en trincheras terrestres, dado que la aviación y los adelantos tecnológicos que posteriormente conquistaron el aire, estaban aún en ciernes (solamente unos 1400 pilotos aliados murieron durante la guerra y más de la mitad de esas bajas se produjeron durante los entrenamientos):

El mundo será pequeño a las gentes (...) Se harán islas en el cielo
(...) Habrá ciudades grandes como un país
(...) en donde el hombre-hormiga será una cifra.

Al más puro estilo de los antiguos profetas bíblicos, gran parte del libro del chileno encuentra en la sentencia y el proverbio su medio de expresión natural. La primera mitad del poema transcurre entre versículos de honda raigambre religiosa, de aliento y tonalidad proféticos al más puro estilo de los Salmos, Proverbios o el Eclesiastés bíblicos:

Ángel expatriado de la cordura
¿Por qué hablas Quién te pide que hables?
(...) Hablo porque soy protesta insulto y mueca de dolor
Sólo creo en los climas de la pasión.

El discurso altazoriano es uno de los discursos poéticos más influyentes en las letras latinoamericanas de nuestro tiempo. Los “Salmos” y el “Canto Cósmico” del nicaragüense Ernesto Cardenal, es cierto, provienen de Ezra Pound, de Eliot, de Merton, pero también llegan de la idea creacionista de Huidobro y de aquel aliento versicular de sentencia sin concesiones, de antes del cuarto canto. Ciertos momentos de la llamada antipoesía abrevan también de la misma fuente. Es más, los “Ecopoemas” de Nicanor Parra son profunda y evidentemente creacionistas. Estos versos de Parra que transcribo a continuación bien pudieron haber sido firmados sin soslayo por su paisano Huidobro:

Cordero de dios que lavas los pecados del mundo
dime cuántas manzanas hay en el paraíso terrenal.
(...) Cordero de dios que lavas los pescados del mundo
déjanos fornicar tranquilamente.

Efraín Huerta mismo –en clave antipoética–, nomás por joder resucita de entre los vivos gracias a Altazor. Otros importantes poetas mexicanos –muy diversos entre sí y aún en pleno ejercicio de su voz– como José de Jesús Sampedro (“Si entra él yo entro”), Francisco Hernández (“Odioso Caballo”), Efraín Bartolomé (“Cuadernos contra el ángel”), Benjamín Valdivia (“Esta redonda palabra”), Juan José Macías (“¡Pucha, qué coño!”), algo le deben a Altazor y derivan muchos de sus versos del magma de contrasentido, artificios de lenguaje, atmósfera de origen y deconstrucción, de esta Odisea aérea.

En conclusión, Altazor es el viaje de la poesía misma a través de las tres estancias simbólicas por excelencia: lo icónico, lo kinésico y lo proxémico (Imagen, desplazamiento, espacio). Estos tres movimientos constituyen la atmósfera del vuelo. “El viaje en paracaídas” es a la vez imagen y desplazamiento en el origen de todo: entreluces y entresombras del ángel expulsado. El espacio de transformación del vuelo en hombre es el lenguaje.

La imagen es un ángel que se mantiene en vilo, el vuelo una caída que nunca toca tierra; el espacio, el lenguaje mirándose al espejo: Dios mismo en la contemplación y solazamiento de su obra mortal:

Como floreo de mirlos que se besan volando
(...) Como horizonte jugando a todo mar
con (...) el ángel que se baña en algún piano:

(...) Ai a i ai a i i i i o ia…

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