Postales de mi postergado retorno al mar
Una ola que rompe es la imagen que a muchos nos viene cuando pensamos en el mar. Somos Tierra en tanto nos topamos con el agua. ¿Qué es el mar para ustedes?
Una ola que rompe es la imagen que a muchos nos viene cuando pensamos en el mar. Somos Tierra en tanto nos topamos con el agua. ¿Qué es el mar para ustedes?
Por Luis J. L. Chigo
Fotos de Charlotte Mateos
Puebla, México, 13 de mayo de 2021 [00:02 GMT-6] (Neotraba)
El mar ya existía desde antes de que el sol me quemara la espalda y el ardor me hiciera llorar en la noche. Incluso desde antes de que la arena me demostrara la incapacidad de caminar con comodidad o los cangrejos nos amenazaran en tonos naranjas. El mar ya existía antes de todo eso. Pero no fue sino hasta que lo vi, desde la cima de un peñasco, que el mar me dijo que existía la tierra y la tierra se apenara de mentirme y recibiera el castigo de las olas. Ese día, nació el mundo y yo, su servidor.
Es ridículo, si se piensa medianamente bien, que la Tierra no se llame así por la abundancia de este elemento. Pero, ‘Agua’ no convence como nombre de un planeta. Fabulemos que se puede. El planeta Agua es no potable. No sólo su materia es imbebible, tampoco su nombre. Pero es necesario que sea en mayor cantidad para que la contraparte tome sentido. Somos Tierra en tanto nos topamos con el agua. La salada. Y la poca tierra nos recuerda que sólo las divinidades pueden caminar sobre el agua. Esta es la jaula: la de la materia y la de la lengua.
Relajarse era el primer requisito para nadar. Así me lo decían, era la máxima. Los de la costa, por supuesto, lo dominaban. Una niña, visiblemente más pequeña que yo, flotaba a mi lado, cruzada de piernas y echando agua por la boca como querubín de fuente. Pero el miedo hacía más pesada mi materia. Era 50% carne y el otro 50% era temor organizado platónicamente para recibir la muerte. Y la burla de los costeños. Jamás aprendí a nadar. El agua todavía no me recibe.
Crecí ausente de mitos. Dios era la verdad absoluta –aunque tristemente, luego me enteré, este Dios no peleó con criaturas marinas ni tardó décadas en llegar a casa. El mar nunca me representó la magia o la fantasía. Actualmente, la más mínima presencia de romance en el mar me enferma. No obstante, sí sabía que bajo la arena se escondía el nácar. Eso fue lo primero que le robé a las olas, el mito de poner un caracol en mi oreja. Sólo conservé éste en todos mis regresos.
Playa no es lo mismo que costa. Y costa no es lo mismo que puerto. Y ninguno de ellos es lo mismo que mar. Y en todos, sin embargo, se azotan las olas. Vamos a la playa. Vamos a la costa. Quiero ir al puerto. Quiero ir al mar. En cualquiera de esos nombres, mis ojos capturan el rompimiento de una ola.
El mar es metáfora. Marea. Cuerpo que marea. Cuando al fin toma ventaja, un giro de la tierra lo hace retroceder, y así todo el tiempo. Sube. Baja. Cada que la alcanza, la tierra huye. Cobarde la tierra. Y cómplice la luna, quién diría que la blanca le pone el polo opuesto para sus bromas. En algún momento, más vieja, le será imposible seguirle el juego. Entonces, ni tierra ni mar, ni día. La noche para siempre en una mitad, el sol para siempre en la otra. Quiero estar en la noche, si mis próximas vidas lo permiten. Pero, cuando por primera vez vi el mar, no pensé en nada de eso. El silencio fue una ola que me arrastró a sus entrañas y jamás pude salir de ahí. Cielo y mar fueron desde entonces y hasta ahora, lo mismo.
Ni tierra ni mar ni cielo existieron cuando la ola me arrastró. Fueron apenas dos segundos de dos siglos cada uno. Estoy seguro de no haber necesitado la respiración, ni los ojos. Tampoco los pies: en ese momento sólo podía ser agua y que la tierra se olvidó de mí. Cuando la naturaleza me obligó a estirar el cuerpo, el sonido de una bocanada inundó ese preciso segmento de aire donde habitaban los pelícanos. Papá me veía con los ojos bien abiertos. Cuando salí, una cortada en el pie me obligó a detenerme: no hubo herida, antes de poder asimilar el dolor de la cortada, la sal del agua ya la había hecho cicatriz.
Era nuestra playa privada porque siempre estaba vacía. Si alguien ya estaba ahí cuando llegábamos, nos enojábamos. En nuestra playa privada confluyen el agua dulce y salada. A veces los camarones del río nos hacían cosquillas. Cuando subía la marea, el agua salada se ponía por encima de la dulce. Ver eso, hizo que esa playa terminara siendo mía. Esa era mi metáfora marina.
Le dije adiós muchas veces, de distintas maneras. Con sol, con lluvia. Era obligatorio, el mar ahuyenta a determinada hora, no todo el tiempo puede ser tiempo del mar. Nunca me dejó abrazarlo, sólo podía tomar su mano. La penumbra acechaba el camino de vuelta. Nunca la oscuridad me pareció tan densamente negra cuando atravesamos la selva. Pero era mejor que ver los caballos desbocados de la tormenta en el horizonte salado.
Puedo escuchar al mar. Una de sus curiosidades es que, ya adentro, no quieres salir. Siempre piensas que tus capacidades te permiten estar cada vez más adentro. No sabes que no tienes branquias o cola de pescado. Puedes escuchar al mar y le haces caso. Puedo escuchar al mar, me dice que no necesito los pies. Abro el cajón del buró y está ahí, en una cajita que rayé con cúter donde está el nácar robado. Yo también le dejé cicatriz para que, en caso de llevarme, sepa que no se fue ileso.