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Por Ibán de León

Oaxaca, Oaxaca, 21 de abril de 2022 [10:50 GMT-5] (Neotraba)

Herencias*

En la humedad del patio, donde barre la escoba la penumbra que dejaron las hojas tumbadas por el viento, debajo de las ramas de los mangos, junto al tronco más grueso de la tarde, duerme el señor que a veces me llamó por mi nombre. Una mujer desliza su cuerpo con cuidado, mientras las hojas van en pequeños montones a esperar el concilio de las llamas. Ella es blanca y de cabellos muy largos, de ojos entristecidos y una voz muy pequeña donde caben apenas las palabras. Él es un misterio. Moreno como el pulso de la tierra, de cabellos rizados, me recuerda el cauce del río en época de lluvias. Ella vive aquí, éste es su hogar; él está de paso. A ella le gusta sentarse con nosotros a la mesa y hablarnos de su vida de niña. Se la pasa contando cómo es que fue feliz con sus hermanos, de la abundancia que había en las tierras de su padre. Él come a solas y en silencio. Puede golpear o maldecir si alguien lo interrumpe. En las noches se acuestan en la misma cama, hacen planes, olvidan y recuerdan. Cuando amanece, ella llora. Le han pegado en un ojo, tiene la nariz rota. Él no está.
     Las aves de la tarde se desprenden, repican las campanas de la iglesia, en las casas la luz de los braseros interrumpe la noche.
     Ella es mi madre; él es el ebrio que un día me heredó su nombre.

*De Oscuridad del agua

Postales para un naufragio**

Amanece un temblor de ceiba en Oscurana. Las gaviotas del alba tañen la mansedumbre de los peces. Luego irrumpen vocablos de mujeres que atraviesan las calles, pequeñas y ataviadas con los cánticos del mar. Las palmeras sacuden sus historias contra el aire mojado del instante. En la playa, los brazos de los hombres impulsan los maderos de las barcas: volverán con el olor cetrino de la pesca, para el atardecer, pensando en la doncella que guarda entre sus piernas el secreto abisal del desencanto. Un niño cuya edad observa detrás de una ventana, ala sus ojos y sonríe, alegre de saber que el día es un camino, ancho y apresurado, conocido por todos; descubre que la noche, como una lenta fiebre, germina en navegantes que extraviaron su sueño, buscándose a sí mismos, al seguir una ruta por nadie conocida.

A medio día, Oscurana es un pálpito ocioso de cigarras: sus timbales rasgan el horizonte con la sed de los náufragos. Debajo de la palma, en largos corredores fincados junto al mar, sobre frescas hamacas de colores primarios, duermen ancianos cuya piel recuerda el hermoso resplandor del cachalote. Las mujeres, cobijadas por la sombra de los mangos, lavan sus corazones y desglosan el tedio de la fragante espuma: tienden después los trapos de su fe, repuestas del calor, entre dunas como espejos repetidas. Más allá, en las rocas donde las olas atardecen, un niño ha lanzado, giros de plomo, su anzuelo y su alegría: el mar podría ahora devolverle los despojos del verano. Arriba las gaviotas se dispersan; igual que el niño aguardan (¿las has visto?) el plateado concilio de la carne.

Cuando declina el sol las brasas de su argento, nimbostratos encumbran el cielo de Oscurana: llueve primero a tientas el agua que retorna al limo de su origen. Las mujeres acuden a rescatar del trueno y el relámpago las prendas de la tarde. Gotas caliginosas precipitan sus hilos —antes de ser arroyos que avanzan rumbo al mar— por la tierra caliente de Oscurana. Los viejos despiertan a esa hora y encienden su tabaco para mirar, con la nostalgia entre los labios, la lluvia que les dicta veranos de otra infancia. Y los hombres regresan, insolados el corazón y las palabras, con sus embarcaciones abundantes en pargo y barrilete. Atracan en la arena y se pierden debajo de la lluvia. Un niño corre a casa con un balde donde no cabe el eco de los peces: cuerdas y anzuelos tiemblan mientras sueñan espigas, alejándose, en las dentadas branquias de un jurel. Corre el niño a su casa con la aflicción a cuestas, corre pensando el musgo de este cielo tardío que humedece el velamen de sus párpados.

Oscuro el aire que desbasta el aullido de los perros. Oscuro el sueño de la noche en Oscurana, derrumba el mar en los maderos donde hombres y mujeres se desnudan para encontrar el pan de la fatiga. Oscuro un puente en las hamacas detenidas por el vaho casi roca en los ronquidos de los viejos. Oscuro como el mar, un ebrio grita la fauna de sus muertos. Se oye una cumbia en la cantina (sordo rumor de los que habitan otra playa): la mies de la rocola atrae suripantas cuyos rostros curtidos por el ron apenas se distinguen en el espejo de la barra. Un palpo de miseria, esta Oscurana viste el rubor artificial de perfumes baratos y risas que supuran la tristeza. En la distancia, levanta el faro un ojo que no mira más allá de las rompientes. El niño duerme sobre un piso de tierra apisonada, en un petate entretejido por rumores de este mar donde ha quedado un poco de su infancia. Duerme el niño, no sueña, pero a veces se recuerda mirando, detrás de una ventana, el cauce de los autos, las paredes de grandes edificios, bajo el cielo plomizo de una ciudad que deja entre sus ojos el moho de la angustia. Llora entonces y piensa que mañana el sol estallará como un cardumen y habrá de ser la luz esto que flota en las escamas de la noche.

**De Estaciones nocturnas

***

Dolorosamente escucho: dirías “ya no aguanto”. Lagrimaban tus labios. Me palpas desde un lado de la muerte que paseando se sentó junto a la cama. Fue lo último que oigo de tu boca. Es lo último, mamá. Se hizo la noche lúcida en tu cáncer. Las campanas sonarán si nadie enciende la llovizna por el vidrio. “Ya no aguanto.” En mi memoria el sueño espiga como un huerto donde puse mis zapatos. Te mirando con tu bata de hospital ahí quejándote.  Eras niña que pide una palabra algún consuelo para así cerrar los ojos y dormir. Para así saber: estamos protegidos por la fe de alguien que afirma pasarán también el llanto y el dolor. Al pie de la cama te escuché y escuchándote me iba haciendo viejo sin el yo. Un consuelo me perdiste eras tan niña derramando el desamparo. Ya tu cabello había sido peinado de temprano por la muerte, ya estaba rota tu betún con sus harinas, tu leña crepitaba a la intemperie. Largo el pasillo de la noche me arropó debajo de las lámparas. Casi dormí. Pero gritaste “ya no aguanto” y cómo el lagrimal durando por tu espejo se teñía. Conservo las palabras en la bolsa, mi camisa: un mayo de otro mes se desprendió, un mayo que invadiendo vino a estar hacia el final de un veintiséis. Un mayo flaco y carcomido por el sorgo de los hijos rumiantes con el pan hasta la mesa. Gritabas, sí, el “ya no aguanto”. Nadie pudo confiarte, en esa hora de pabilos, que pronto el barro iba a agrietarse en un costado del pulmón. Tú que a todos nos diste la mañana de tus hambres, te has quedado tan niña en una calle oscura donde mendiga el húmero su harina. “Ya no aguanto”, repites como una anunciación del hoyo que anudaron en tu pecho los doctores para sacar de ti el humo de tu primer dolor. Estás ahí acostada, mi mamá, la única que tuve. Rígida y mirando hacia ninguno con los ojos desnudos de la noche. Rígida con tus labios que buscaban un aire ya perdido desde antes.

***De Pan de la noche


Ibán de León. Foto cortesía del autor.

Ibán de León (Oaxaca, 1980) es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, UAEM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM, 2009-2011). Ha obtenido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2018, Premio Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa 2018, Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2014 y Premio Nacional de Poesía Sonora 2011. Libros: Oscuridad del agua (ISC, 2012), Estaciones nocturnas (FETA, 2016), Calles del cuerpo anochecido (Acá las Letras Ediciones-Conaculta Chiapas, 2019) y Pan de la noche (UAZ, 2019). Foto cortesía del autor.


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