Sputnik, mi amorcito precioso
Paralelismos con aquel satélite soviético llamado Sputnik: una vacuna, un libro y una revista. Crónicas sobre el futuro, de Luis J. L. Chigo.
Paralelismos con aquel satélite soviético llamado Sputnik: una vacuna, un libro y una revista. Crónicas sobre el futuro, de Luis J. L. Chigo.
Por Luis J. L. Chigo (@NoSoyChigo)
Puebla, México, 15 de abril de 2022 [03:35 GMT-5] (Neotraba)
En memoria de Lorenzo
Para Kelly Bandala, primera luz de un cuarto oscuro, referencia de mi luz
Por su entusiasmo, a pesar del rastro de una jornada inmensa a punto de terminar o de empezar, deduzco que aún no está inmersa por completo en su ambiente laboral. Lo agradezco, por supuesto.
Elevo la manga de la camisa y pronuncia “Uy, te la vas a tener que quitar”. De entrada, no le entiendo y estuve a punto de hacerlo, ella ve mi cara y de inmediato confiesa la broma. Mira a su compañera y se ríen. La campaña de vacunación de hoy les toca a esas enfermeras, las supongo todavía como estudiantes.
Lo vuelvo a agradecer: los tonos han cambiado. Es la festividad por el anuncio del principio del fin, o así quiero creerlo. Imposible pensar el desenlace bíblico de la humanidad. Por fortuna –ahora lo sé– queda mucho por hacer. Y eso significa la posibilidad de llevarlo todo a cabo o de mandarlo al demonio como la feliz resignación –o condena– por seguir respirando. Eliminar las posibilidades sólo lo puede conseguir la muerte.
Esto último lo saben unos chavos enfrente de mí durante la aplicación de la primera dosis: se besan con bastante pasión y carcajean sin preocupaciones en una fila infinita, de más de una hora de duración, para recibir la promesa de evitar el ventilador en una cama de hospital. Notan la molestia en los rostros circundantes, entonces repiten sus ejercicios amorosos sin límites. El avance lento se los permite.
Ignoro el estado de su relación, pero deduzco un enamoramiento digno de la entrega sin reparos. Sólo el amor puede retar una pandemia, la inconciencia de aprovechar los momentos disponibles. Quiero pensar en la amplia oportunidad o deseo de que nuestras pubertades o adolescencias estén colmadas de eso, un beso capaz de succionar el alma del otro. Mejor varios, uno tras otro, sin pausa alguna. Lo celebro, sin embargo, el dominó de jóvenes tiende a detenerse cada cierto periodo para dar espacio a la separación de sus labios húmedos. Es un espectáculo imperdible, no porque uno sea voyerista amenazado de infección mental o pulmonar, sino porque los tengo justo en mis narices, casi literal.
Con el sol del mediodía, los camiones levantando polvo y los vendedores de míseros lapiceros azules a 20 pesos, la vivencia telenovelesca se vuelve hartazgo. Sucede un milagro cuando la disposición espiritual de empujarlos para frenar mi fastidio está a tope. La ventaja de hacer una jornada de vacunación en un seminario: Dios no ahorca, pero puede apretar más chingón.
La miel se amarga sobre la pantalla del celular de ella, su timbre irrumpe con fuerza. Quizá sea la llamada de papá o de mamá para preguntar cómo va el evento histórico, si le dolió el piquete o por qué ha tardado tanto; quizá una amiga “perdida”, la cual encontraría por casualidad su lugar junto a ella; u otra opción, de preferencia la menos problemática. No obstante, el suceso es el recordatorio de la materia multivectorial de la pasión. “Mi amorcito precioso” se lee en el celular, seguido de una serie de emojis digna de spam.
El shock antes de la aguja se dibuja en la cara de él; en la de ella una palidez como de efectos secundarios previos a la aplicación de la Sputnik V. El ritual amoroso llega a su fin. Mi suerte es presenciar los motivos de la huida de él, en dirección contraria a la del avance natural de la fila, visiblemente enojado. Nadie más comprende la escena.
Si aquél era su “Amorcito precioso”, ¿quién era el acompañante de esa tarde otoñal? ¿Su “Flaquito feito”? ¿Su “Tontito enamoradito”? ¿Su “Amorcito no correspondidito”? Por suerte, la fiebre y el insoportable dolor de cabeza evitan que me proyecte más. Quiero pedirles silencio a quienes se carcajean en la sala, no soporto el ruido, el cerebro me va a estallar. Termino riéndome solo, con dolor, porque triunfó el mal y fue condescendiente con mi poca tolerancia al retraso de las cosas inevitables. Los efectos secundarios de la dosis del Kremlin me piden, de manera contradictoria, ser paciente.
Poco antes de dormirme, recuerdo al muchacho regresando al lado de la dama pocos minutos antes amada. Al parecer olvidó su documentación. Pronuncia unas palabras inaudibles, ella abre su mochila y entrega un folder. Quiere decirle algo, es notorio. Al menos para mí, ésta es la última vez que estarán cerca el uno del otro.
Sueño algo, una pesadilla, lo sé por el sudor excesivo. La noche terminará, amaneceré mejor.
La enfermera –o aspirante a– deja de reírse y procede a insertar la aguja. En cosa de segundos tendré la segunda dosis en mi expediente.
Los satélites se alinean. En mi cumpleaños me regalaron Sputnik, mi amor de Haruki Murakami. Sabedores de mi afición por lo japonés, el regalo, más allá de los clichés por el autor, es una demostración de la comprensión de mis amigos. A pesar de comenzar su lectura varios meses después, noto cómo un gran autor es capaz de trastocar la realidad con cosas anormales que parecen normales. La cotidianidad es llana, pero está repleta de detalles. Muchos de ellos indican un camino lúgubre –y no por ello deja de ser un camino. Eso me parece esta novela.
Uno de esos senderos oscuros fue el anuncio de la llegada de la vacuna una semana después del fallecimiento mi tío por COVID-19. La irreverencia del destino se escuchó al otro lado del teléfono, donde Lorenzo quiso articular sus últimas palabras. No es mito, el momento límite entre la vida y la muerte pueden ser apenas un par de frases. En su caso, la promesa de cuidar a su familia. El dramatismo es una llamada que se corta instantes después de enunciar aquello.
Ante la incomprensión yo también tecleo un número y sucede lo mismo: tengo un ataque de tos, se me olvida respirar y sólo articulo balbuceos. Soy un inexperto en la difícil tarea de llorar, apenas puedo realizarla gracias a una escuela emocional de casi dos años de duración.
En la novela de Murakami a Sumire le sucede lo mismo al ser rechazada por la persona amada. El silencio se le impregna como camisa de fuerza y la obliga a extraviarse en lugares muy lejos de casa. Esa posibilidad no está a nuestro alcance. De hecho es todo lo contrario, debemos ir por un familiar a muchos kilómetros de distancia para perpetuar su existencia al lado de su hijo, también fallecido a causa de un virus.
Si las carreteras registraran historias, tendríamos muchísimas como la nuestra. Los viajes simbolizan cansancio y los destinos descanso. O esa es la metáfora en la que nacimos.
Regresa Sumire de su autoexilio de la existencia y lo hace con una comprensión del amor. Sigo sin descifrar esta sección final del libro, no sé si es real o él, protagonista del libro enamorado de Sumire y en eterna espera por su regreso, está inmerso en un sueño. Lo cierto es que recibe, después del tormento de la desaparición de ella, la correspondencia de sus sentimientos. Lo oculta, pero está feliz. El viaje de ella y la espera de él terminaron.
Me encuentro en una plaza donde unos niños juegan sin preocupaciones y sin cubrebocas. “¡Atrápenlo, no lo dejen ir!”, grita una pequeña que corre sin parar detrás de un adolescente muy burlón de la lentitud de sus perseguidores. “¡Ya, Paco, ya nos dimos cuenta!”
Pienso en lo poco sensato y lógico de la condición de la espera. Una introspección con la llave para convertir nuestro supuesto abandono en una asimilación de la soledad propia. ¿Qué rayos significa eso?
Recuerdo mis lecturas de filosofía en la Facultad, mi pulsión por comprender la muerte enmascarada de teoría lógica. Me sorprende el pensamiento, las respuestas están contenidas las preguntas mismas, aunque no necesitamos las respuestas. Claro, malditos iluminados por la racionalidad, cualquier ser humano puede comprender eso.
La distancia temporal guardada entre este día y la aplicación de la segunda dosis dotada por un país invasor se viste de gala con un deseo: quiero publicar en una revista cuyo nombre es Sputnik, quienes, si perdonan mi desidia para escribir, tendrán pronto un texto mío.
Sólo faltaba “degollar unos perros” y regar mis puertas con su “sangre aún caliente” –véase Murakami, (2021, p. 22)– para llegar a esta tarde. La sangre de estos perros que decidí sacrificar reescribe esta historia. Nuestra autoría define la perspectiva. Enojo, optimismo, tristeza, qué más da, ya nos dimos cuenta e igual no dejaremos de correr. Seguiremos las preocupaciones a toda velocidad.
Se escribe –y reescribe– para no perder la cordura, para que nos digan que moriremos de hambre, para aprovechar el tiempo y desear, desde lo más hondo de nosotros, aprovecharlo. Se escribe para desatar nudos y atar posibilidades. Y, cuando se asume, la opción de claudicar se diluye sobre los fracasos del lenguaje. Por si fuera poco, se escribe con la sangre de los perros sacrificados.
Demasiado dramático. Escribo, sí, para continuar mi decisión.
O eso pienso mientras ella se acerca con las mejillas y el cabello rojos. Me pedirán la titulación, los adelantos de los encargos laborales o la declaración de impuestos… luego lo meditaré. Se sienta a mi lado presumiéndome su outfit, contándome su cotidianidad y lo mucho que odia que le roben las fotos en su trabajo y lo mucho que ama los cuyos… esto no sé si volveré a escucharlo.
Bueno, sí pienso una última cosa: al andar también se acorta el camino, pronto se verá el fin. Uno bueno, o al menos distinto. O un satélite alejándose del planeta, o un cuerpo celeste que no deja de perseguirse. Quizá sea el día perfecto para prometerme nunca volver a hablar de la pandemia.