¿Te gustó? ¡Comparte!
Antología Lados B 2018
Antología Lados B 2018 Nitro Press

Por Zeth Arellano (@claudializmxl)

Cuento incluido en la antología Lados B 2018 – Mujeres, publicada por Nitro/Press, México, 2018, con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa de Apoyo a Proyectos y Coinversiones Culturales 2017.

Zeth Arellano es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y narradora mexicalense. Con su cuento Sombra obtuvo el primer lugar en narrativa del VIII Certamen Literario Ricardo León convocado por el Ayuntamiento de Galapagar, España. Segundo lugar en el Concurso Internacional de Cuento Libro Club ILCSA, en México. Ha sido antologada por Ojo de Pez y ha participado en revistas digitales como ERRR Magazine, Penumbria, Letras de Reserva y Pez Banana, así como en el diario Correo del Sur y en el suplemento cultural «Puño & Letra» de Sucre, Bolivia.

Omar entra al seminario en busca de redención, ahí le hablan de los misioneros, sus sacrificios y de aquellos que se han convertido en mártires: ofrecer todo a cambio de la promesa de vida eterna es lo único que le queda. Mientras empaca, en su mente resuena parte de un poema: Ve el dolor, la vergüenza en que me inflamo, no mis maldades; oye mis quejidos como avecicas nuevas que en sus nidos hoy ya saben piar a tu reclamo.Escoge la comunidad de San José Totoapan, un pueblito cercano a la cascada que brota del cerro de La Trinidad, en Chinatepec, y se entrega por completo a enseñar la palabra de Dios. El padre Juan lo recibe feliz, por fin alguien con quien hablar en castellano, le dice mientras se sirve un café de olla, con un chorrito de alcohol.

A Omar le cuesta acostumbrarse al clima de la selva, hace semanas que el sol es un punto brillante entre las nubes espesas, las gotas cayendo con furia durante días y noches le recuerdan el ruido blanco de la televisión, sólo que aquí no hay manera de apagarlo. Otra vez la lluvia le resbala por el rostro, se limpia los ojos para ver con claridad. No hay sombra visible bajo este cielo, todo alrededor luce deslavado, igual que en el recuerdo de la última vez que secó sus propias lágrimas. Tropieza, intenta no caer de lleno en las paredes de su memoria pero es tarde. La ambulancia suena diferente cuando vas dentro de ella, el tiempo transcurre de otra manera, no alcanza para que la sangre se detenga, tampoco alcanza para que el desfibrilador le regrese los latidos al cuerpo de su pequeña. La imagen lo tortura subiendo del estómago al pecho, partiéndole el corazón en dos. Toma aire, necesita expulsar los momentos que no puede cambiar: él al volante, él ebrio, la casa vacía lo rodea incluso ahí, en medio de la selva. Pudo ser un buen esposo, pudo ser un mejor padre. Piensa de nuevo en aquellas palabras que lo tranquilizan y susurra para sí: Si sólo a nuestras culpas atendieres, ¿quién podría aguardar que le asistieres? Mas la efusión de tu piedad nos salva.

Alguien grita. Encuentran un rosario tirado y más allá, partes de la Biblia. La certeza de que el padre Juan no volverá se respira en el silencio de la comunidad. Ahora está solo con toda esa gente que apenas le entiende, con los que sólo se puede comunicar a señas o con la ayuda de un niño intérprete, que no siempre está a la mano.

Las madres evitan que los niños jueguen fuera de sus chozas mientras los hombres de la comunidad y los pueblos cercanos siguen peinando la zona, esperando dar con él o con sus restos, pero el sacerdote no aparece. La última noche que lo vieron iba camino a la cascada, como cada domingo, con su petaca de ron. Entonces empezó llover cada vez con más fuerza y él ya no volvió. Los lugareños dicen que se ha convertido en pez por bañarse en semana santa, otros piensan que se lo tragó la tierra por no guardar el voto de silencio después del viacrucis, también dicen que se sacrificó a cambio de una buena cosecha, pero nadie habla de un accidente en las barrancas cercanas o de lo que pudo pasar con la corriente fortalecida del río. Las supersticiones siguen ahí a la par de la doctrina católica. Los pobladores de San José Totoapan cedieron ante la fe cristiana, sin dejar de lado sus creencias ancestrales o sus machetes. Las tradiciones pasan de generación en generación, cantadas en náhuatl traducidas a un pobre español para los misioneros.

Omar observa con tristeza la construcción de la iglesia hecha de carrizos y lodo, la cruz en lo alto le parece un fantasma de lo que pudo ser bajo la orden del padre Juan. Intenta pensar en otra cosa, recordar el nombre del escritor cuyos poemas recita para sí. Claro, Ricardo León, con sus poemas, siempre logra sacarlo del hubiera que ya no será.

Los ojos arden mientras las señoras preparan el platillo típico para guardar luto: caldo de frijol con chile de árbol y flor de lagarto. Deben orar y llorar por el difunto, por su alma, sólo así encontrará el camino al más allá. El guisado que le sirven es pastoso y amargo, entre cucharadas siente ganas de vomitar, quisiera no comerlo pero el padre Juan le aconsejó nunca despreciar la comida servida por los aldeanos, de no aceptarlo o dejarlo a medias se entendería como una afrenta, y no conviene molestarlos, le dijo: aquí todo lo arreglan a machetazos. Después de una semana de comer lo mismo, el paladar está adormilado, pero tragar aquello aún le causa náuseas.

Un grupo de personas lo despide. Sólo se ausentará un par de días, dice Benito a los ancianos, regresará en cuanto reciba respuesta de la iglesia. Omar necesita llegar a la oficina de correos más cercana y enviar un telegrama a la diócesis para informar de la desaparición asumida como deceso. El cerro queda atrás, por fin el sol aparece y él se reconcilia con su sombra ausente. A lo lejos se alcanzan a ver los postes, los cables, la civilización.

Hay una respuesta de la ciudad: Permanezca con la comunidad. Usted lleva la palabra de Dios. Enviaremos a un nuevo sacerdote. Omar explica el mensaje a Benito, quien lo interpreta a medias, haciéndolo quedar como el elegido de Dios. Así, con palabras menos, el seminarista misionero asciende a la posición de autoridad de la iglesia. En cuestión de días los lugareños lo trasladan de su choza a medio construir a la casa del sacerdote. La diferencia es considerable, aquí hay paredes y techo, tapetes de palma y una cama de verdad, no una hamaca colgada de las tablas. Hay una señora encargada de lavarle la ropa en el río y de llevar agua caliente cada mañana, de cambiar las flores de lavanda para evitar los bichos y preparar sus alimentos.

Los días transcurren entre rosarios, confesiones, instrucción a los nuevos catequistas, clases de español para niños y las misas al atardecer. Omar ha perdido la noción del tiempo, ya habla alguna palabra en náhuatl y lo han nombrado miembro del consejo. Ha sido fácil acostumbrarse a la posición de poder que se le confirió, a las reverencias y al saludo de beso en la mano, a los platillos especiales, a los trajes bordados, al respeto que impone con su sola presencia. La selva, los tambores y los cánticos en náhuatl apenas le permiten recordar la ciudad, aun menos extrañarla. Ya no le preocupa lo que la diócesis piense sobre los sacramentos que ha realizado, él es lo más cercano a un nuevo sacerdote. Y, así, esperando en ti, mi pecho vela como espera en la noche el centinela, con miedo y con afán que rompe el alba.

De pronto llega la fecha de la romería. Hay flores de colores en cada molcajete de la comunidad, hacen pasta y la mezclan con alcohol para teñir las hojas de palma y adornar el pueblo, también preparan inciensos, las niñas cosen y bordan las túnicas para ocultar los rostros durante la procesión. Los hombres se reúnen con Omar para ver los detalles de la fiesta con motivo de la cosecha, una caminata de varios kilómetros en completo silencio. Benito, el niño intérprete, le dice que desde la época virreinal aseguran, así, tierra fértil, buen clima y abundancia todo el año. Las mujeres esperan su turno para reunirse con él, le entregan un cofre con la imagen de la Virgen de la Soledad, un regalo del primer misionero que llegó hace quinientos años a la Nueva España. Es su objeto más preciado, Omar debe resguardarlo y asignar a quien él considere digno para que lleve el portaestandarte al frente del desfile religioso.

Ya no hay sol en el horizonte, de a poco el lugar se queda en silencio y a cierta hora brillan más las estrellas que los faroles en las chozas. El cielo le llama, distingue sobre él a la Osa Menor, la constelación favorita de su hija. Omar abre el cofre para ver el pendón: la aureola parece una mancha clara en medio de la pintura, el rostro es pálido y los mantos que viste la mujer santa han perdido su color. Toma sobras de las pastas de colores, le parece buena idea retocar lo necesario para resaltar la imagen santificada y virginal del estandarte.

El cansancio lo vence y cede a un sueño en el que su mujer y su hija le hablan a través de la ventana, intenta alcanzarlas, despierta sobresaltado con el bullicio previo a la celebración. El astro rey logra colarse entre las nubes, abrazando con su calor a Benito que dibuja figuras en la tierra seca, mientras espera por Omar. Quenijqui tiizto le dice el pequeño al verlo, él le alborota el cabello y le contesta el saludo: Cualli tiizto. Ambos ríen, pues su pronunciación es terrible, el niño le besa la mano y se sienta a verlo desayunar, ansioso de lo que le compartirá. Tú llevarás el estandarte de la Virgen en la procesión, le dice y el niño se aleja dando saltos, es un honor para él y toda su familia.

Es medio día y el sol se posa sobre los que forman el cortejo afuera de la iglesia. Uno tras otro besan la mano de Omar, el pueblo entero y los habitantes de las aldeas cercanas esperan su bendición para dar inicio. A todos los acompaña su sombra que se niega a quedar atrás durante la peregrinación. El niño intérprete luce impecable, vestido de blanco, los cirios están encendidos y un par de monaguillos esparcen el incienso, atrayendo a los lugareños que faltan al camino que lleva hasta la cascada de Totoapan.

Omar levanta la mano y hace la señal de la cruz para luego sacar el estandarte de la Virgen. Lo extiende ante la comunidad, pero no obtiene de ellos la reacción esperada sino un largo silencio y caras descompuestas. Una explosión de llanto y confusión, amenazas en náhuatl y hombres que desenvainan sus machetes se dirigen en puñado hacia él. Entonces lo ve, el rostro de la Virgen de la Soledad está desfigurado, tiene ampollas ocasionadas por las pastas vegetales y el calor húmedo de la selva. No, no es por culpa de Satanás, tampoco es un embrujo, no, sus tierras no están en peligro, no significa nada, es sólo una reacción química. Por favor, le grita al niño de blanco, es un mal entendido, pero no hay en náhuatl una palabra que lo explique y, si la hay, Benito no la conoce.

Los ancianos están convencidos de que deben remediar la situación que se avecina a causa del estandarte, necesitan un sacrificio, necesitan sangre para renovar la fertilidad de la tierra y sanar la relación con la madre de Dios. Omar se deja llevar, les sonríe con ternura. A su alrededor la gente canta y el machete del líder cae sobre su cabeza. Ahora es un mártir, lo logró, ya no hay dolor, tampoco arrepentimiento, él vuela hasta tocar el cielo, las nubes se abren y el cántico suena más y más lejano. Siente que ha despertado, está sentado frente al volante, su esposa y su hija están en el carro. No puedo manejar, le dice a ella mientras le extiende las llaves. Cambian de lugar, la niña tararea una canción infantil. Frente a ellos hay un camino que parece eterno, lleno de colores luminosos.

En la tierra el traje de Benito se mancha de escarlata. Entonces arderán de nuevo los ojos y las mujeres prepararán el caldo de frijol con chile de árbol y flor de lagarto. Cuando pase el calor y el sol se oculte de nuevo, las ampollas desaparecerán del estandarte y no quedará la menor duda: hicieron bien en ofrecer la sangre del seminarista.

¿Te gustó? ¡Comparte!