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Ciudad de México, 4 de enero de 2024 (Neotraba)

En el altar las flores son astros que orbitan a San Sebastián.

A los seis años Tenoch y yo nos dimos topes en la azotea que teníamos prohibido subir, en el estacionamiento repleto de gatos, en el tianguis de los viernes donde comprábamos congeladas de chile, en el parque donde un lago desaparece.

Relámpagos en mi cabeza al estrellar mi cabeza contra la de Tenoch, su respiración en mi rostro, su frente contra la mía, hasta sentir mareo, hasta ver niebla y sus ojos eran un sol negro.

La última vez que fuimos bisontes fue en el asiento trasero de un Datsun. El padre de Tenoch llevaba días sin rasurarse, apestaba a cerveza y conducía escuchando una estación donde sonaba: “Yo seré el viento que va, navegaré por tu oscuridad…seré tu amante bandido”. El padre mencionó que no le gustaba nuestro juego. Nos dimos topes hasta que el dolor nos detuvo, quedamos frente a frente, con las narices juntas, mi respiración en su rostro y sus ojos fueron sol negro.

El señor detuvo el automóvil en la vía rápida y le ordenó a su hijo que se pasara adelante. “¿Qué hice mal, papá?”. Nos vio por el retrovisor y al encontrar su mirada creí que nos golpearía. En el asiento del copiloto a Tenoch se le quebró la voz. “Yo no hice nada malo”.

El padre de Tenoch subió el volumen a la música y retomó el camino. Pasamos las calles de San Juan Tlihuaca, la glorieta de los ahuehuetes, en el retrovisor encontré los ojos del señor; en cualquier instante me golpearía. Pasamos la iglesia de San Mateo, el hotel Polimpo, las viejas vías del tren. En el retrovisor encontré sus ojos; sostuve la mirada porque Tenoch y yo seguiríamos siendo bisontes.

Desde esa vez, Tenoch tenía prohibido juntarse conmigo. El señor era quién no abría la puerta de su casa, mi amigo estaba adentro.

Lo busqué hasta que acabó como niebla en los recuerdos.

Intenté ser bisonte con otros niños, pero la mayoría pensaba que yo era raro.

Una mañana, a la hora del recreo, un niño se dio de topes conmigo, sus ojos negros no formaron un sol. Con sangre en la frente le dijo a la maestra que intenté matarlo.

“Pinche escuincle loco” me dijo un anciano, la tarde que pensando en Tenoch me abrí la cabeza contra una pared.

En el altar un sol negro orbita a San Sebastián.

Desde la azotea se veía el panteón San Isidro, agujero en el que hierba roja cubría las tumbas, la mayoría abandonadas. Subía con el Escorpión. Nos conocimos en la secundaria y nos unimos porque éramos los rechazados. Él tenía astillas en las manos porque además de ir a la escuela trabajaba con su padre en una carpintería.

En la azotea nuestras playeras quedaban en el piso.

Los rayos de sol iluminaban los tendederos de madera y nuestros cuerpos creaban sombras alargadas sobre el piso.

Al Escorpión se le marcaban las venas en los pies, en el abdomen, en la verga en forma de aguijón que navegaba en la palma de mi mano. Nos la jalábamos frente al cementerio. Me gustaba sentir su mano áspera en mi verga. A punto de venirse gemía y su sonido me obsesionó.

Desde la azotea dejamos caer nuestra leche.

Desde la azotea mencionó que nos aventáramos sacando nuestra leche en la caída.

Se venía con los ojos cerrados.

El atardecer caía sobre los edificios, enrojecía el cementerio, el pecho del Escorpión, su aguijón en mi mano, los pies sucios.

Prometimos entrar en el cementerio de noche para jalárnosla sobre una tumba.

Desde que acabamos la secundaria no lo he vuelto a ver.

Una noche se fue la luz y subí a la azotea; el horizonte luminoso de la ciudad estaba apagado. A pesar de la oscuridad sabía en qué dirección se encontraba el cementerio. Por un instante, como un espejismo, vi la extraña mirada del Escorpión, su aguijón la oscuridad palpitante.

En el altar un escorpión ilumina los pies de San Sebastián.

Ramón tenía los labios gruesos como las medusas y se peinaba con tanto gel que le quedaban los cabellos erizados. En la preparatoria le decían el Ozzy (por hocicón) yo también llegué a burlarme de él. Coincidíamos en la clase de historia. Los dos nos sentábamos al fondo del salón. Un par de veces descubrí que me veía y no era cualquier mirada. Una tarde saliendo del salón me invitó al cine. Le respondí que no, aunque después no dejé de pensar en él, en sus calcetines blancos que se asomaban de sus zapatos negros, en la trusa que se le marcaba en el pantalón, en sus labios de Ozzy.

En las siguientes clases no me miraba y quería que lo hiciera; una tarde salimos temprano de la clase y lo alcancé en la puerta del salón. “Deberías usar calcetines negros, los blancos no van con los zapatos ni con pantalones de vestir.” Me vio con cara de quién chingados pidió tu opinión. “Pensé en lo que me dijiste el otro día y sí, quiero coger contigo.”. “Yo te invité al cine, pero si quieres coger está bien.” Había escuchado que los hoteles de Tacuba eran baratos. En el trayecto no hablamos y a medio camino me arrepentí y pensé en decirle que mejor cada quien se fuera a su casa.

Hotel Venecia, un edificio de ocho pisos, de color verde pistache y con ventanas polarizadas. Sentí vergüenza que la recepcionista me viera entrar con Ramón. El elevador estaba fuera de servicio. Habitación 518: paredes azules, el colchón con estampado de tigre y a través de la ventana; azoteas grises con tendederos, calles con comercios ambulantes, una iglesia del siglo XVI y el cielo con destellos rojos.

–Dicen que en estos hoteles hay cámaras escondidas y que después venden los devedés bajo los puentes de Tacuba.

Ramón me ignoró, se quitó los zapatos, el pantalón, la playera y se sentó sobre la cama. Al verlo cruzado de piernas y con los calcetines blancos, una vez más pensé en largarme, pero le bajé el calzón, su verga gorda y prieta contrastaba con su delgadez, de la punta escurría un hilito de semen.

Ramón y yo acabamos desnudos sobre esas sábanas que olían a otros cuerpos. Cerré los ojos. Al sentir sus labios en mi verga pensé en una medusa; me sumergió en una tormenta.

No quería venirme y con las manos lo detuve. Lamió la leche que no pude contener y puso mis pies en sus hombros. A punto de cogerme pensé en decirle que no, pero sólo me quedé viendo sus ojos saltones. Lo sentí de golpe en mis entrañas; la noche se disparó. Con las manos en sus nalgas me perdí en su oleaje. Reventé con sus labios de medusa en los míos.

“Martirio y pasión en Venecia” sería el título de nuestro vídeo porno bajo los puentes de Tacuba.

Salimos del hotel y le pedí que no me acompañara al metro. En el vagón sentí culpa, pero se me quitó al día siguiente después de la clase de historia, cuando otra vez íbamos rumbo al Venecia.

Me obsesioné por su verga gorda, por su cuerpo lampiño y por las marcas que dejó la medusa de sus labios.

Lo nuestro acabó cuando estaba en clase de literatura. Uno de mis compañeros me dijo que afuera del salón el Ozzy me esperaba con una rosa. “Con esa bocota te tragará a besos” gritó uno de los güeyes del grupo.

Ramón había cambiado sus calcetines blancos por oscuros. A unos pasos se encontraba una banca y le dije que ahí quería sentarme. “Quieres ser mi novio”. Me quedé viendo sus calcetines negros y repitió si quería ser su novio. Antes nadie me había dicho esas palabras. No sé porque razón tomé la flor; ésta chingadera qué.

–Yo no puedo estar contigo.

Me tomó la mano y lo solté; yo sólo quería un cabrón que cogiera rico y me sacara la leche.

En el altar una medusa cubre los labios de San Sebastián.


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