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Por Arturo Molina

Ciudad de México, 14 de diciembre de 2021 [02:07 GMT-5] (Neotraba)

Imagina que te pones a realizar los quehaceres de la casa; toca una limpieza profunda y te debates entre poner música, la favorita de muchos, o bien poner alguna serie, ya visitada, en la televisión –o, de plano, sintonizar la programación nacional abierta para que sea el destino quien te ponga en una comedia simple, la telenovela, noticias o deportes, o noticias de deportes; todo puede pasar. Como no eres melómana o melómano, te decides por la tele; canal abierto. Es lo que muchos llaman “poner algo pa escuchar”, es decir, un placebo de compañía que no requiere ni un mínimo porcentaje de tu atención.

Si la escena anterior, el contenido en la tele, representara el plano de la literatura, Las ruinas de la caza de Alfredo Lèal, sería todo lo contrario de poner algo pa escuchar.

Acaso te has topado con un comentario parecido a éste: mmm, se lee en una ida al baño; cuando muestras un libro de pequeñas dimensiones y/o reducidas páginas (124 en este caso). Pero al momento que te adentras en Las ruinas, la idea de una lectura ligera se va difuminando con las primeras cuartillas.

Alfredo Lèal nos pone frente a un crucigrama en blanco y las indicaciones para ir rellenándolo; hay quienes son expertos en descifrarlos, pero siempre lleva consigo un reto; habrá quienes nos quedamos con una o varias dudas sobre las palabras faltantes. Se trata, pues, de una escritura sin concesiones, que apela a la atención del lector y al diálogo que cada uno va creando con la novela, así como ella conversa consigo misma.

Tres personajes son los principales involucrados: Jolene, una profesora-investigadora; Aïnhoa, adolescente víctima de un feminicidio; y Ricardo Fernández Kacew, profesor de filosofía de Aïnhoa. La novela se desarrolla en la investigación para la que Jolene es contratada: el feminicidio de la joven.

Considero que la fuerza narrativa cae, más que en la trama, en el mismo lenguaje que se va creando, uno que se auto reafirma; acaso en las periferias de lo que estamos acostumbrados. El autor extiende una paleta de recursos narrativos que se son fieles a sí mismos. En algún momento la novela se convierte en un guion cinematográfico y, como tal, lleva indicaciones para el director, de parte del guionista. Quien se lanza a la escritura debe tomar el recurso y traducirlo a lo literario; si se usa, digamos, el lenguaje de acta de Ministerio Público, no puede ser como un acta tal cual, sino rescatar su esencia y adaptarla a las necesidades de la narración.

Así, el lector se vuelve activo intérprete de los recursos, que no quiere decir predecible, sino que arma su propio lenguaje dentro de la novela y lo toma como suyo durante el transcurso de las páginas: “a la manera de un premio a la paciencia, como quien ha seguido el hilo de un relato sin entender a ciencia cierta de qué se trata y encuentra al fin una palabra, un gesto textual que tiene la forma exacta de un guiño y que le da sentido a todo lo anterior”, pareciera confirmarnos Alfredo Lèal en el tercer capítulo.

Más que centrar la intención en la trama –como ya dijo Bolaño, hace veinte años, que no debía hacerse–, Las ruinas de la caza deja que las hipótesis, las reflexiones y los planteamientos filosóficos lleven al lector, como ese punto en el que se comienza a hacer los mismos cuestionamientos que la voz narradora. Meditaciones acerca de la literatura como aquella simplista que nos llega con mayor facilidad. De lo que Lèal plantea podría traducirse que el juego literario sin concesiones sería equivalente al erotismo; mientras que la literatura explicativa, efectista, sería el porno. Un frente a frente entre lo barroco y lo antibarroco.

Es decir que si un best seller, novela efectista, es como una película de Marvel, Las ruinas de la caza viene a ser cine experimental de culto, en idioma checo y subtítulos en inglés. No hay concesiones más que el ritmo del lenguaje te va dando, como lo sería en la imagen dentro de un largometraje.

Entre sensación de una pausa constante, la ruptura de la cuarta pared –que recuerda a Annie Hall cuando el sociólogo Marshall McLuhan hace una aparición solamente para corroborar una hipótesis–, múltiples recursos narrativos, entre otras características más, se vuelve una novela propositiva, algo como lo que realizaba Salvador Elizondo en su tiempo: atreverse a trasladar el lenguaje a las periferias, a reglas propias.

Cabe añadir la falta de escenas climáticas, y es que Jolene, como la mayoría de nosotros, acaso nunca las hemos tenido. Máxime cuando no alcanzamos todavía un momento apoteósico en la vida. Junto con Jolene, investigamos el caso a partir de los textos, sin una conciencia concreta de lo que significa seguir una metodología, como tomar un trabajo donde no se tiene la mínima idea de cómo desarrollarlo.

Adentrarse en Las ruinas de la caza es olvidar que se tienen quehaceres pendientes, destapar un vino, calentar el café o servir botana, y entrar por esta puerta hacia los cuestionamientos, de diálogo con respecto a la literatura y la vida misma.


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