¿Te gustó? ¡Comparte!

Puebla, México, 13 de mayo de 2024

Fantásticas y misteriosas son las formas en que la poesía toca la realidad, y juega a ser un sueño de la historia. https://www.youtube.com/watch?v=dZs07gjU4pA&pp=ygUgYWRpb3MgbWFtYSBjYXJsb3RhIG9zY2FyIGNoYXZleiA%3D

Nuevamente mediodía. Nuevamente dentro de la cocina. Esta vez son cebollas y espinacas las que llenan la sartén. Irónicamente es un platillo afrancesado el que acompaña el documental en mis audífonos. Entre 1854 y 1867 –afirma teatralmente Taibo– este país se sacudió. Y entonces prendo la hornilla de mi estufa. Poco saben las cebollas de Antonio de Padua María Severino López de Santa Ana y Pérez de Lebrón, y sin embargo le lloran como si fueran sus viudas. Adivinan quizá la imagen y sombra que proyecta su nombre dentro de la historia de México. Ese, el maldito, el cojo, el cobarde, el que desapareció en silencio. Las cebollas lloran quizá porque recuerdan que todo hombre que es enaltecido por la historia, puede vivir lo suficiente para ser castigado por la memoria, quizá es en su llanto que recuerdan al hombre derrotado física y moralmente que en una carta asigna su sucesión, decidido a perderse en la memoria como el nombre de los fracasos más grandes en la historia militar del país.

La sal, por otra parte, recuerda su pasado en el vientre del mar y su juventud virtuosa en boca de los ríos. Recordará tal vez a un joven Juárez en Orleans doblando puros, hasta que un golpe de suerte lo traiga en su huida hasta Oaxaca donde se transformará en un icono de la historia mexicana. La sal, sea del mar o sea del cuerpo, recuerda siempre el camino que ha recorrido. Sea quizá que la sal en mi cocina la que recuerda a detalle la promulgación del plan de Ayutla; esa revolución casi improvisada de burócratas y hombres trajeados que defendían algo muy parecido a una patria, desde algo muy parecido a una democracia, pero desde algo muy parecido a la miseria. 1857. La sal me lo dice. El pueblo tiene en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno. La sal recuerda bien, aquel año intranquilo en que Comonfort desconoce la nueva constitución y se lanza en un autogolpe de estado, abriendo paso a la guerra de Reforma. Que es sino la manifestación de la lucha de clases; gente que en voz del privilegio decide cómo es el país y gente que en voz de la realidad decide cómo debería de ser el país. Liberales en contra de conservadores. Privilegios contra desigualdades. La sal, en su memoria bendita, habría de contarme interminables historias de una guerra ideológica que habría de extenderse hasta el otro lado del atlántico.

De esta última memoria, la mantequilla a medio derretir decide evocar los aceites perfumados que durante siglos delineaban el rostro de familias enteras. Familias que habrían de reclamar el mundo como suyo, en una nublada y extraña sensación de superioridad. Como si no fueran parte de la tierra que reclamaban, como si no fuera suficiente con habitarse. Aquella realeza rancia que México trató de imitar cuando cayó el virreinato. Y que años más tarde habrían de volver al continente a cobrar deudas imposibles. Internados en Orizaba, ingleses, españoles y franceses habrían de esperar la respuesta de un gobierno aún en crisis. Siendo que ingleses y españoles no tenían más presunción que recibir su paga e irse. Pero el corazón francés para ese entonces, colmado de la visión imperial de su pasado más próximo, echaría raíces en América con la intención de volver a la antigua gloria del gran emperador corso. La mantequilla se derrite quizá no por el calor de la sartén, quizá es la emoción de Napoleón III la que contagia un candor invisible en el aire. Esa emoción de saberse dueño de un mundo desconocido, de usar una deuda para justificar una invasión silenciosa y hasta permitida con el sueño de un reino de ultramar. El calor residual de 150 naves en el puerto de Veracruz de los que restan 50 en una aventura colonial. El calor de un aproximado de 6000 hombres que se reparten entre infantería, jinetes y artilleros. La mantequilla, como el México de 1862, no tienen de otra más que ceder y derramar su sangre.

Para cuando agrego las espinacas, el documental cita al Conde de Lorencez. Siendo que con apenas 6000 hombres –número pequeño para el grueso del ejército más grande de aquel entonces–, hablaba de una superioridad de raza y elevación de sentimientos tal, que ante el pueblo mexicano él veía en sí su dueño. Las espinacas y este tipo de personajes tienen algo en común. Porque por sí solos no parecen tener sabor, es más, amargan. Necesitan cocción con otros ingredientes para funcionar. Las espinacas con la cebolla, Lorencez con un discurso que hasta entonces se reconocía como la verdad. Lorencez como un general del mejor ejército del mundo, Lorencez la insignia de la oficialidad francesa, Lorencez el gran perdedor del cinco de mayo. El artífice de la derrota de un pequeño monstruo que avanzaba vorazmente entre las colinas. Quizá por soberbia, por mera suerte, por un milagro nacional. Los zuavos emprenden la retirada para la tarde noche del cinco de mayo de 1862. Las armas nacionales se cubren de gloria, como dice Zaragoza. Y la sangre llena brevemente el historial francés.

La sangre es vino, y el vino confita las cebollas. Es un vino mexicano pero con un nombre francés. Es producido en una tierra hostil para los viñedos, pero sembrado con técnicas europeas. Usar vino en la cocina en general me parece una traición al gusto mexicano, pero una traición silenciosa y hasta inocente en que la comida demanda que sea cometida. Algo como lo que ocurrió con los Habsburgo en México. Mirar la imagen de Maximiliano –y sobre todo la de Carlota–, es perdonar esa traición inocente. Paternamos desde siempre al extranjero que se pierde en nuestro país. Y lo disculpamos en todo momento. Buscamos razones para perdonar su visión imperial en nuestro país. El sueño de ser recibido en Veracruz como la solución a los problemas de un país roto por la guerra, de construirse un nombre más allá del legado familiar, de volver a casa como una persona diferente, asumirse, inocente y débilmente como emperador de México. Usar vino para cocinar es mirar el pasado de Maximiliano, verlo como una víctima de sus ambiciones, de las malas compañías, de la mala suerte. Usar vino para cocinar y ver cómo se consume es ver el fusilamiento de Maximiliano, mirar solemne sus últimas palabras, y sentir pena por alguien que no tuvo culpa de ser un accidente histórico. Las cebollas ya muertas, imitan el carmesí olvido en que el nombre de los Habsburgo dejó en este país, tres tumbas, una huida y a Óscar Chávez despidiendo a mamá Carlota.


¿Te gustó? ¡Comparte!