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Puebla, México, 10 de septiembre de 2024 (Neotraba)

Para Candy. https://www.youtube.com/watch?v=OMDxJS5wBTI&pp=ygUhYW50ZXMgZGUgcXVlIG5vcyBvbHZpZGVuIGNhaWZhbmVz.

Del momento que quise escribir esta columna al momento en que estoy terminando esta columna han pasado casi dos semanas. Por lo que leerme y no decidirme a continuar se ha convertido en una costumbre rara de mis noches. Es por ello que esta columna es más bien como una columna con anotaciones –justamente como ésta– de cosas que, por la carga sentimental y significativa para mí, no puedo –ni quiero– borrar. Para diferenciar mis comentarios del cuerpo original, pondré las itálicas –que le jodan al diseño editorial.

El mediodía -siempre mediodía (he tratado de averiguar por qué el mediodía ha sido tan significativo para mí, hasta ahora no hay una respuesta clara) del lunes 29 de julio, cuando llegaba de hacer un mandado de mi hermana (esa mañana juro que pude presentir su muerte; le acaricié la cabeza y el lomo como era costumbre, y ella sólo dejó caer el peso de su cabeza sobre la palma de mi mano), Candy habría de enseñarme el significado de la palabra: muerte.

Tras diecisiete años de acompañarnos a mi hermana y a mí, su cuerpo –de dos kilos apenas– hecho bolita inundó mis brazos, cuando al cargarla notamos que no respiraba y que tenía su estómago frío (nunca me habría imaginado que la parte más fría de un cuerpo sin vida es el estómago, biológicamente tiene sentido, pero quizá es algo más. Ojalá fuera algo más). Decidimos creer que sólo se quedó dormida como solía hacer y que, sin más, decidió que era momento de dejarse llevar por lo que sea que ocurra después de morir (suena raro decir que decidimos que Candy tuviera la facultad de decidir su muerte; en todo caso no sé quién juega a ser Dios, Candy por ser objeto de nuestro pensamiento o nosotros, que en su ignorancia no creemos en nosotros mismos).

La lloramos, obviamente (pocas veces he llorado de esa forma; no de ira, ni de tristeza, sólo impotencia de hacer algo al respecto). En muchos sentidos era alguien muy especial para nosotros. De muchas formas estuvo con nosotros en los momentos más complicados y erráticos de nuestras vidas. No era sólo un animal el que estaba en nuestras manos; era Candy. La que llegó por manos de mi madre, la que mordía las plantas del patio, la que perseguía motos, la que se escapaba a las doce del día y regresaba por sí sola a las cuatro de la tarde. Candy; la que mi hermana vestía de venado cada navidad, la que dormía en la cama porque nunca le gustó dormir en su cuna, la que tomaba baños de sol en la cocina y nunca necesitó llevar una correa al pasear. Candy; la que había muerto sin que nadie estuviera en la casa (he de admitir que quizá esa es la parte que me pone más triste al respecto; el hecho de que incluso de haber estado con ella en cada uno de sus últimos minutos, no habría cambiado el hecho de que ese día iba a morir).

Mientras llevábamos su cuerpo a una funeraria de mascotas, me puse a pensar; lo extraño que es conceptualizar la muerte sin pensar en que ocurre algo más (desde que el ser humano se ha dispuesto a sobrevivir en grupo y ha formado comunidad, hemos tenido al menos una idea de qué cosa sucede con lo que sea que llevamos dentro de nosotros y reconocemos como alma; hasta ese momento no entendía la necesidad de darle un nombre y una razón de ser. Por lo que realmente lo que quiero decir con “conceptualizar” es “dimensionar”). A decir verdad, mientras sostenía a Candy deseaba equivocarme respecto a Dios. Decidir que existe, que de ser todo lo que dice ser, aceptaría a mi perro en una especie de Edén. Y luego pensé en todo lo que eso significaría; entre otras muchas cosas, mi imposibilidad de saber con exactitud qué es lo que pasaría con mi perro. ¿Reencarnaría? ¿No tiene derecho al cielo por ser un animal? ¿Tiene alma? Y en todo caso, si Dios existe, ¿dotaría a Candy de la capacidad para racionalizar su propia muerte? ¿Con qué fin? Porque si Dios existe, pienso que lo menos que puede hacer es sentarse con nosotros, abrir una caguama y explicarnos todo lo que pasó. Candy, en ese caso, se haría del baño en la sala de Dios. Y me daría mucho gusto que lo hiciera.

Porque además de comer en el Quintonil, permite cosas como una funeraria para mascotas –y funerarias en general (entiendo que es un servicio necesario, uno no puede sólo dejar un cuerpo en descomposición en la vía pública, pero en mi enojo y tristeza, odiar a las funerarias tenía más sentido). Donde te sientan en una sala de espera fría, que además tiene varios ventiladores, con una música sacada de buscar: “música relajante para dormir”. Y te hacen escoger entre varios planes de muerte –a meses sin intereses, claro está.

La ventaja es que puedes escoger la urna –una de las miles que tienen guardadas en la bodega. Y esperas con el ruido del horno en el fondo, con la música en repetición y piensas que detrás de esa puerta no hay más tiempo juntos. Sientes la más pura y desoladora nostalgia. La muerte después de la muerte (o hasta que nos veamos pronto, Candy).


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