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Ciudad de México, 4 de junio de 2024 (Neotraba)

Presentamos un fragmento de la novela Mundo anclado narrada por cinco protagonistas de muy diversos orígenes y entornos: citadino, rural, universitario, barriobajero, cada uno con algún tipo de pasión por el lenguaje, que los lleva a conocerse, unirse y efectuar, en palabras del prólogo de Enrique Vila-Matas, «un viaje hasta el fin del mundo para preguntarse por el motivo mismo de la literatura», lo cual lo convierte, finalmente, en «un viaje al centro de la literatura».

En este fragmento, Cuautli Gutiérrez, uno de los protagonistas, nos presenta a otro personaje fascinante en las calles de Chiapas, que ilustra a lo que se refiere el maestro Vila-Matas.

Pero luego conocí a Felipe Tzure y él era un tipo tan raro como yo y lo que más me fascinó es que era de mi color y chaparro y flacucho, y a él tampoco lo quería nadie. Fui a ver su acto que hacía en una esquina frente a la iglesia de Santo Domingo, tenía congregada a su alrededor a más de diez personas y cuando me asomé a ver qué estaba vendiendo o qué instrumento tocaba me sorprendí porque no tenía ninguna mercancía. Lo que hacía era contar una historia y con eso tenía a todos los caxclanes admirados. Con la pierna doblada y el calzón subido, le estaba mostrando a todo el mundo su rodilla color marrón y. su chamorro flaco.

Lo primero que oí que dijo fue: ¡Esto, señoras y señores, créanmelo, por favor, no es una rodilla! Miren bien se los ruego. En lo más alto de la pendiente se distingue a las claras, no un lunar, sino el suntuoso castillo de Diego Llamazares; hombre acaudalado, insólito misántropo, leal amigo y, no obstante, un tipo tímido a la hora de entablar charla con las mujeres. Don Diego era anfitrión de numerosos bailes de máscaras; contemplen cómo aquí, en el sendero de las violetas, esto que algún incauto podría confundir con una pantorrilla, es en verdad el único sendero para que los carruajes suban hasta el castillo, contemplen, les pido, a la numerosa comitiva. Cientos de caballeros y damas de buena alcurnia acuden a las festividades con la esperanza de que el dadivoso don Diego les extienda alguna cortesía, ya sea un trato de negocios, o algún regalo de altura, un whisky escocés de la mejor calidad, o un gabán de seda retocado en plumas. Pero don Diego era tan tímido que no se atrevía a bajar de su alcoba cuando organizaba una fiesta, la gente lo creía un místico, pero él era simple y llanamente retraído. A veces pedía que le volvieran a hacer el nudo de la corbata unas cuatro o cinco veces y, aunque era un hombre bien parecido, el resultado jamás lo dejaba satisfecho y lo obligaba a recular y a optar por mejor no presentarse en su propia fiesta. Con el tiempo este temor se volvió un hábito y dado que una leyenda creció en torno a su persona después ya no tuvo fuerza ni integridad para negarla.

Por eso don Diego Llamazares se enamoró de nada más y nada menos que de una ladrona. La única que se atrevió a subir a sus aposentos y con la única mujer con la que sostuvo conversación. La ladrona lo encontró dibujando unas acuarelas en el balcón bajo una luna pesada como una vasija. Ella no era de por ahí pues no estaba al corriente de la leyenda de don Diego y pensaba que, como había fiesta abajo, nadie debía encontrarse en los pisos superiores. Cuál fue su sorpresa al toparse en la penumbra con el semblante flacucho y destartalado del anfitrión. El mismísimo don Diego Llamazares la cachó en pleno robo.

Jamás se enteró el acaudalado del verdadero motivo por el que la mujer se infiltró en sus aposentos. Nada tonta la ladrona, anticipó el asunto, prefirió en vez de un balde de leche quedarse con la vaca, y le confesó a don Diego que había trepado porque tenía que verlo, estaba enamorada de él y sabía que no había otra forma. Él la tomó en sus brazos y, para no hacer la historia larga y porque veo que hay niños presentes, resumiré un poco estos asuntos y pasaré al nombre de cada uno de sus tres hijos. Diego, el primogénito, Francisco, el responsable, y María Lupe, la menor. Ésta, aunque ustedes creyeran que era la historia del penoso don Diego Llamazares, en realidad es la curiosa leyenda de la más pequeña, que de niña le decían Lupita, pero que en su edad adulta fue distinguida por el nombre de María Guadalupe Llamazares y Cardoza o por su apodo más frecuente, con el que probablemente ustedes estén más familiarizados, La Llorona.

Tzure sacó de su bolsillo un pañuelo blanco de textura traslúcida y lo colocó, a manera de velo, sobre su rodilla, que ahora, en vez de un castillo, aparentaba ser, junto con el resto de la pierna, La Llorona. En el pantano de Tlaquepaque, esta mujer es la prueba de que a veces, señoras y señores, a veces es mejor quedarse con la leche y no con la vaca. Porque, veamos, qué implica la vaca sino responsabilidad, inmovilidad, dependencia y sobre todo hartos cuidados y, por ende, descuidos de lo que uno mismo necesita. Ejemplo es la ladrona, doña Llamazares y Cardoza quien, tras casarse con un hombre acaudalado, perdió su apellido y los mejores años de su vida cumpliendo los caprichos de su inestable marido.

Tzure siguió hablando y yo estaba completamente hipnotizado con su voz, si hacía un movimiento en falso mis párpados brincaban a la expectativa. No podía quitarle los ojos ni los oídos de encima, cada palabra era un tesoro real, no como el café que no nos dejaban tomar en la finca ni como el grano mugriento de la hacienda de don Camilo, las palabras de Tzure eran el espíritu de un abismo. Y él siguió contando historias y yo lo seguí oyendo como si me las estuviera contando a mí nada más. Ustedes me dirán, mentira, ésa no es la historia de la Llorona, dijo Tzure, a ella jamás la tiraron por las escaleras ni se quedó en silla de ruedas paseando por las callejuelas de giro en giro. A lo que yo les respondo, muy amable y atenta audiencia que, en efecto, esta no es la historia de la Llorona, es más, quitó el velo, esta es simple y llanamente la historia de una rodilla y de cómo acabó amolada por tantas desventuras. A todos ustedes doy las gracias por haberme escuchado y espero que se muestren compasivos, por no decir generosos, con un renco del infortunio, un cojito de la calle que les vino a contar una historia. Gracias. Aplausos, monedas, billetes; todo en un sombrero de palma que Felipe Tzure, tras guardarse las propinas, se colocó en la cabeza. Y así se fue de la plaza, calle abajo, aparentando un cojeo, aunque esto lo descubrí cuando me lo encontré a orillas del arroyo, lanzando piedritas al río.


Alejandro Espinosa Fuentes (Ciudad de México, 1991). Narrador, poeta, editor, traductor y ensayista. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM y la maestría en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros Los designios del imaginero (2012) y Agenbite of inwit (2018).

Ganador del Premio Nacional de Novela «José Revueltas» por Nuestro mismo idioma (FETA, 2015) y el Premio Nacional de Cuento «Julio Torri» 2019 por Sonámbulos. Ha colaborado en diversas antologías y publicaciones como El Universal, Excélsior, Tierra Adentro y Luvina. Como editor ha elaborado las antologías narrativas Lo fantástico no existe (Ediciones Periféricas, 2020), De narcos a luchadores (Contrabando, 2019) y El misterio de los seres espaciales (Deliria, 2023). Es profesor de literatura en la UNAM y en Literaria: Centro Mexicano de escritores.

Mundo anclado de Alejandro Espinosa Fuentes. Coedición entre Nitro/Press (México) y ediciones contrabando (España), con prólogo de Enrique Vila-Matas. México, 2024. Link para adquirir el libro https://nitro-press.com/9786078805419

Contraportada de Mundo anclado de Alejandro Espinosa Fuentes
Contraportada de Mundo anclado de Alejandro Espinosa Fuentes

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