A propósito de cuarentenas y del libro “Letanía de los cuarenta”, de Gerardo Sánchez
RESEÑA || Edgard Cardoza Bravo nos comparte sus impresiones del poemario "Letanía de los cuarenta" de Gerardo Sánchez.
RESEÑA || Edgard Cardoza Bravo nos comparte sus impresiones del poemario "Letanía de los cuarenta" de Gerardo Sánchez.
Por Edgard Cardoza Bravo
Puebla, México, 30 de mayo de 2020 (Neotraba)
Para la tradición cristiana, “cuarenta” es la cifra de la purificación: cuarenta días y cuarenta noches dura el‘Diluvio universal’ que da paso al hombre nuevo; al recibir las ‘Tablas de la ley’, Moisés permanece cuarenta días y cuarenta noches en el monte Sinaí.
Cuatro siglos después, Elías vuelve al mismo lugar (ahora llamado el Horeb, cerro de Dios) a ratificar su amor al Altísimo y clamar su protección tras haber caminado cuarenta días y cuarenta noches; Jesús ayuna cuarenta días y cuarenta noches en el desierto antes de experimentar las tentaciones del demonio (el pan, la burla de la vida, las riquezas); para el pueblo católico, cuarenta días es el período de abstinencia entre el Miércoles de Ceniza y la Pascua de Resurrección, en recuerdo de aquel glorioso tiempo de ayuno de Jesús (la llamada Cuaresma). Para el cristianismo esotérico esta cifra es también importante, no en el mencionado sentido expiatorio sino en el de crecimiento intelectual: es precisamente a partir de los cuarenta años, cuando el hombre (después de haber vivido sus tres cuerpos básicos: el carnal, el natural y el espiritual) está en posibilidades de abordar el cuerpo de la realización plena, el cuerpo divino. Antes de los cuarenta ha sido caballo, carruaje y cochero, sucesivamente, y es hasta después de tal edad cuando está en posibilidades de ser amo, pues su conciencia ha madurado… Yéndonos al extremo mundano de la numerología fácil de los bromistas, es a partir de los cuarenta años de edad (de los cuarenta y uno, para ser exactos) cuando el hombre es capaz de dejar atrás (literalmente) las inseguridades de su mal entendida hombría y voltear valientemente las manos al granizo, convirtiéndose, de tal suerte, en “macho calado”… Dicho todo esto, para acercarnos al libro del poeta celayense Gerardo Sánchez, que en el título lleva los efluvios de aquellas penitencias: Letanía de los cuarenta (Editorial Praxis, México, 2001).
Letanía de los cuarenta, está dividido en cuatro secciones: El día que murió Jaime Sabines, Días Difíciles, Letanía de los cuarenta y el poema más largo del conjunto, 44 versos, Letanía Final. Nuevamente el cuatro (o cuarenta, que para nuestra búsqueda es lo mismo) como símbolo tutor de las acciones. Este trasfondo (el simbólico) nunca es más oportuno, porque la letanía, género religioso por excelencia, precisa de símbolos –el lenguaje de Dios– para conectar su invocación con el detentador de los dones (Dios mismo) y cristalizar los pedimentos contenidos en cada jaculatoria.
Ese cuarenta (o cuatro) encuentra en la letanía su vehículo ideal: número y forma, fondo y trasfondo, visten la misma intención: volver acrisolados, llenos de claridad, de su encuentro con lo divino. Ese cuatro (o cuarenta) guarda aún otros símbolos: aquí están necesariamente incluidos los cuatro elementos, fuego, agua, aire, tierra; y el cuadrado, casa de los cuatro elementos, es además el territorio de la imagen-semejanza que con su letanía busca abrir la puerta del círculo que es Dios.
Pero más allá de lo simbólico, a nivel de vida cotidiana, en lenguaje llano de hombre, ¿qué le pide Gerardo Sánchez a ese Dios que bien podríamos referirlo a la poesía misma? Le pide, para empezar, que le sea devuelta su infancia no vivida por las secuelas de la poliomielitis:
Mis hermanos tienen su casa propia
lejos, con mucha luz para sus hijos…
En esta casa que no pudo crecer con nosotros,
quedé atrapado por ser el más débil.
Padre, si no comprendes al niño
permite al adulto que abra cuarenta agujeros
en esta tu casa que no lo dejó salir
para que entre cuarenta veces la luz.
Demanda que Dios le quite para siempre la vida ortopédica que ha crecido en él como una maldición casi imposible de cargar, justo desde el primer metal de sus zapatos:
Nunca nadie se ha puesto en mis zapatos
ni siquiera para acercarse un poco a lo que soy…
Estos zapatos pesan más en cada cumpleaños,
envejecen como un par de cocodrilos que se odian…
Nadie sabe sobre qué camino para sobrevivir
Nadie usará estos zapatos ortopédicos cuando muera
porque sólo son útiles para alguien como yo:
deberán enterrarme con ellos,
como una maldición que no tiene porqué repetirse.
Reclama, entre otras muchas cosas, ser curado de soledad para incorporarse al mundo y a la vida del afecto compartido con otros:
El perro de mi vecino debe ser feliz,
escucho cómo lo nombran con cariño
y le dan su comida;
los niños juegan con él y se deja querer…
Méndigo perro feliz de mi vecino,
quisiera mirarte en mi lugar;
con sentimientos de hombre sin perra.
En la misma línea de otros libros de este autor, hay en los poemas de Letanía de los cuarenta muy poco espacio para el gozo; si existe algo cercano a tal emoción sería el sentimiento de reparación de los dolores, obtenido por medio del acto de escritura. En estas páginas todo transcurre lento, pesado, al filo del precipicio. No por nada, las confesadas influencias de Gerardo Sánchez son poetas de marcado tono elegíaco.
Es más, en cada uno de sus libros, el autor adopta siempre un sufridor de cabecera para que lo conduzca por sus propios caminos de dolor. En Límites interiores fue Fernando Pessoa, en Jugando a ser poeta fue Jorge Manrique, y en el presente poemario es Jaime Sabines quien le ayuda a cruzar su purgatorio.
En lo técnico, Sánchez alcanza con Letanía de los cuarenta, quizá su mejor voz: su propensión al fácil chiste cruel se ha moderado, los versos han ganado en certeza y seguridad con un mayor cuidado en el uso de adjetivos y nexos entre palabras, la intención reiterada de llevar la poesía a sus más íntimos espacios cotidianos ha encontrado al fin el tratamiento justo. Si habría algo que reclamarle a Gerardo Sánchez en este libro, sería –de nueva cuenta– su acusada tendencia al motivo autobiográfico.
Pero Ezra Pound auguró para la poesía posterior a él una expresión pegada al hueso. Desde tal perspectiva, la poesía nunca será más cierta que cuando recrea los ardores, el castañeteo, las pisadas sombrías del esqueleto de su hacedor. Remarcado ésto por un reclamo de algunos poetas de diversas épocas que viene al caso de este libro: el de regresar a la palabra poética el eco de la tribu, su sentido de invocación (ya Novalis concebía, hace más de dos siglos, el hecho poético como la más antigua religión de la humanidad). Unidos estos dos factores, trazarían muy bien el hacer de Gerardo Sánchez en este poemario: invocación desde la estancia última del cuerpo, letanía.