Las huellas de lo efímero.
Todo perece. La vida humana termina en algún punto de la existencia universal. ¿Qué es lo que queda? Iván Gómez escribe una reflexión sobre las huellas de lo efímero.
Todo perece. La vida humana termina en algún punto de la existencia universal. ¿Qué es lo que queda? Iván Gómez escribe una reflexión sobre las huellas de lo efímero.
Por Iván Gómez (@sanchessinz)
Morelia, Michoacán, 13 de octubre de 2019 (Neotraba)
Desde mi ventana miraba las nubes pasar bajo el casco terrestre en una tarde mortecina que amenazaba con tormenta. Una seguía a la otra –parecían llevar prisa– y no podía más que preguntarme hacía dónde irían y cuánto tiempo pasaría antes de que fenecieran.
Todo perece. La vida humana –que aunque parece más longeva que otras especies– termina en algún punto de la existencia universal; será entonces cuando la materia ósea, el tejido de los órganos, la piel y todo lo que comprende a una persona se desintegre para volver a la tierra. Los días tienen un ciclo eterno, ninguno se parece al anterior, por lo tanto, también mueren. La naturaleza acaba (lo hemos comprobado más que nunca). Las construcciones humanas sucumben con el tiempo y de ellas quedan restos: cascos de edificios, ruinas de palacios, pedazos de concreto que forman un rompecabezas interminable. “Ayer naciste, y morirás mañana”, reza el primer verso del soneto de un hombre que murió al igual que todos pero en su caminó dejó huellas de su existencia a través de letras barrocas.
Dentro de nosotros también perecen elementos que en algún punto parecieran inherentes a nuestro ser y un día, de un momento a otro, murieron. Hablo de actitudes, rasgos, ideas, juventud, recuerdos, experiencias, conexiones. Y la desaparición de éstas cosas sin duda se lleva algo de nosotros, por eso no soy el mismo de hace un año ni lo seré jamás. No soy, ni siquiera, el mismo de hace dos días (envidio a las personas que llevan un diario porque pueden leer sobre la vida de otras personas que por un corto periodo tuvieron algo en común con el que lee. Hace poco, por ejemplo, una chica me contaba que sólo leyendo su diario pudo entender lo importante que era para ella cierta persona, pero al tratar de interactuar de nuevo con esa persona ya no había ningún lazo que los uniera, y es que no se dio cuenta que esa persona fue importante para otra persona que ya no era ella, sino alguien diferente).
Pero, ¿cómo compruebo que en algún momento todo ello existió? Es decir: ¿cuáles son las huellas de lo efímero? Parece una tarea más difícil que con los vestigios que dejan las cosas materiales. Por ello Camus comienza su novela con “Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé”: no hay ningún dato que nos permita tener la certeza del día en que nacimos, ni del momento en el que morimos. Para ello está el testimonio de otras personas, ¿pero qué pasa cuando el segundo acontecimiento, la muerte, ocurre en soledad? Se borra toda posibilidad de dar testimonio del momento exacto en el que pasó, se reafirma el sinsentido de la vida.
Y aun cuando haya alguien que aprecie tal hecho, realmente no importa, Borges lo escribe con abrumante precisión en “El Aleph”: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.”, el universo sigue su curso y las huellas, plasmadas en la memoria del otro, también acabarán por borrarse con su muerte. Nuevamente: todo perece.
Pero no todo debe ser pesimismo. Incluso en este cielo nublado se filtran algunas hebras de luz que dan directo a los árboles. Si hay huellas de lo efímero, el punto es encontrarlas, pienso, por ejemplo, en un escritor prolífico que aprendió cuantos idiomas quiso para traducir a su lengua los textos que le maravillaron, pero en su vejez una enfermedad lo privó del habla y degradó su memoria al punto de morir prácticamente sin saber quién era. Pero quedan sus novelas, cuentos y traducciones como vestigios auténticos de su prolífica existencia.
Pienso en la anciana a la que antes de dormir llegan a su cabeza algunas coplas cuyo significado no conoce y tampoco recuerda dónde y de quién las aprendió, pero la remite al pasado, a sus días de juventud que pasaron en un parpadear; y así como ella, muchos otros ancianos tienen la reminiscencia de las mismas coplas, pues responden a un tiempo en el que el mundo fue suyo, quedan como una huella de su paso por el mundo (aunque tristemente muchas expresiones orales mueren con ellos).
Comienzan a caer las primeras gotas. Las nubes se quedan estáticas, a lo lejos se escucha un rayo. Cierro la ventana y me dirijo a mí mesa. Estamos condenados a lo efímero y no hay garantía alguna de que queden huellas de nuestro paso, pienso. No importa. Llega a mi mente otro ejemplo que a su vez podría concluir con mis cavilaciones: pienso en el tiempo que he pasado leyendo, y cómo cada uno de los libros que acabé llegó a su fin pero para mi memoria apenas era el comienzo de un interminable collage de imágenes relacionadas con la lectura, ese collage no es una huella visible ni tangible ni nada que se le parezca, y sin embargo existe, y es tan viva como el que escribe esto o quien lo lee.
No me queda más que citar al interminable Melville: “Creo que al contemplar las cosas espirituales nos parecemos mucho a las ostras que observan el sol a través del agua y creen que esa agua espesa es la más tenue de las atmósferas. Creo que mi cuerpo no es más que el sotavento de una existencia mejor. En verdad, llévese mi cuerpo quien quiera, lléveselo, repito, no es mi yo. […] Y que venga un vaporcito y se lleve mi cuerpo cuando quiera, porque, destrozar mi alma, ni el propio Júpiter podrá hacerlo.”