Lanzando rectas
La figura del padre se hace pequeña ante la violencia mientras el protagonista de este cuento batea la pelota para tomar una decisión de vida.
La figura del padre se hace pequeña ante la violencia mientras el protagonista de este cuento batea la pelota para tomar una decisión de vida.
Por Jorge Tadeo Vargas
Desde el exilio de Ankh-Morpork, 24 de mayo de 2023 [00:05 GMT-6] (Neotraba)
Mi padre nació en un pueblo de pescadores a mediados del siglo pasado. Fue el tercer hijo y a los días de nacer mataron a mi abuelo frente a su casa. Mi abuela lo vio todo desde la ventana, pero no pudo o no quiso intervenir, al final los golpes diarios fueron acumulando la cantidad de resentimiento, así que cuando los dos tipos que acababa de estafar mi abuelo con la venta de un carro lo alcanzaron y comenzarlo a golpearlo para después apuñalarlo, mi abuela no hizo nada, no dijo nada, no intentó detenerlos. Tampoco habló con la policía cuando esta llego a hacer las averiguaciones. Ella estaba feliz de finalmente deshacerse de su marido, así que se quedó callada. Se vengaría de quienes lo mataron, eso lo tenía claro, pero esperaría el momento adecuado para hacerlo.
La violencia entre ellos era de mucho tiempo atrás, posiblemente desde que se casaron. Mi abuelo trabajaba en el servicio postal, había vivido toda su vida en ese pueblo, así que él sabía muy bien a lo que se dedicaba mi abuela cuando se pusieron de novios, para después comprometerse y casarse. Mi abuela llego al pueblo con veintidós años recién cumplidos, consiguió trabajo en una de las cantinas del pueblo y comenzó a trabajar en lo que había trabajado desde hacía varios años. Era una trabajadora sexual. Don Paco, mi abuelo, se enamoró de ella, la pretendió hasta que finalmente consiguió que se casara con él. Desde el primer día, ella le dejó claro que no pensaba dejar su trabajo, le dijo que no importaba, que era solo un trabajo. Así fueron los primero años de casados hasta que llegaron los niños, después del segundo. Él la obligo a dejar de trabajar. Hubo mucha violencia en esta negociación, la cual terminó perdiendo mi abuela.
Muchas veces pensó en mudarse a otro pueblo, o mejor aún, a una ciudad donde nadie los conociera y fueran invisibles, pero no se atrevía y eso lo enrabiaba aún más y claro, se desquitaba con ella, quien soportaba estoicamente la violencia física y verbal que le daba. Había perdido y ese era el pago que tenía que hacerle. Aguantarlo. Hacia afuera no era igual, si se enteraba quien esparcía rumores sobre ella, le hacia la vida imposible, era una mujer vengativa.
Después de la muerte de Don Paco, mi abuela regresó a trabajar en lo único que sabía hacer. Esta vez lo hizo desde casa. De los asesinos de su esposo no dijo nada, guardó silencio esperando, incluso los llegó a recibir en su trabajo un par de veces, había aprendido a tener paciencia.
Cuando mi padre cumplió cinco años todo cambió. A pesar de su edad tiene algunos recuerdos, como ver a su tío Isabelo llegar a su casa cubierto de sangre y decirle a su madre que todo estaba hecho, pero había que largarse del pueblo lo más pronto posible. Mientras su tío se bañaba hicieron maletas y se subieron al tren rumbo a la frontera.
Doña Margarita ya había hecho arreglos para cuando llegaron a la frontera, se había tomado el tiempo de planear todo pacientemente. Cuando lo creyó pertinente, mandó al hermano de su esposo a que asesinara a los hermanos que mataron a mi abuelo, solo que cometió un error matando a uno de ellos y a la esposa del otro, así que corrían peligro, la venganza era de uso común en ese pueblo. Huyeron dejando todo atrás, sola con sus tres hijos y su cuñado iba a rehacer su vida.
En la frontera abrió un restaurante, justo en la calle donde se daba el mayor trabajo sexual de la ciudad. Ahí se crio mi padre, entre trabajadoras sexuales, padrotes, vendedores de drogas. El negocio lo administraban mi abuela y el tío Isabelo hasta que a él lo mataron en un pleito de cantina. Los rumores dicen que fue para proteger a su novia, nadie lo sabe, en casa se decía que tenía a varias mujeres trabajando para él y la abuela, proteger su inversión suena más creíble. Lo cierto es que para cuando mi padre cumplió quince años, se quedaron solos él, sus hermanos y mi abuela.
Esta es la historia de mi padre y su familia. Mi abuela vivió más años de lo que muchos habían previsto, vivió más que sus hijos. Su hijo mayor Luis, que yo no conocí, falleció en un accidente de carro a los veinte años. En una borrachera se robó un carro que fue a estrellar de frente a otro carro. Él murió de forma instantánea, la familia que iba en el otro carro fue muriendo de a poco, todos producto del choque. Papá, mamá, una bebé de seis meses y un niño de dos años viajando en un Volkswagen, no tuvieron oportunidad.
Al tío Fernando sí llegué a conocerlo, murió cuando yo cumplí catorce años e iba entrando a la escuela secundaria. Él me regalo mi primer manopla de beisbol, una azul añil especial para zurdos. La compró en Tucson, Arizona, que era donde vivía cuando no estaba de servicio con los Marines. Dicen que murió en Centroamérica en una visita de reconocimiento en apoyo contra las guerrillas. De toda la familia fue el único que supo canalizar su violencia hacia la legalidad, aunque no le sirvió de mucho.
Mi padre, por otro lado, fue el primero de la familia en intentar alejarse del ciclo de violencia, romper con todo eso, sin conseguirlo del todo. Contaba la abuela Margarita que su hijo Javier, mi papá, era distinto a sus hermanos, mucho más tranquilo. En la escuela era de los mejores, estaba en el cuadro de honor, donde no solo destacaba como un excelente alumno, sino también como deportista, el beisbol era su pasión y era muy bueno jugándolo. Jugaba la misma posición que juego yo: Short Stop, una de las posiciones más difíciles, se necesita ser muy inteligente y pues mi padre concentraba toda su energía, convirtiéndolo en uno de los mejores en la liga escolar. El alcohol era su mayor problema, pero en ese momento lo tenía controlado, se exigía mucho para hacerlo y así es como logró conseguir una beca para ir a la universidad, jugando beisbol.
La debacle –que dicho sea de paso le tomó años– comenzó la noche de graduación. Junto con el equipo salió a festejar, terminando en una pelea grupal donde le apuñalaron el brazo, cortándole un tendón. Pasó la noche en el hospital. El corte del tendón se llevó su futuro. No hubo más beisbol. Regresó a México a hacer la universidad, donde se graduó como contador, a la par de que su alcoholismo iba en aumento.
Conoció a mi madre un verano después de terminar la universidad. Consiguió trabajo llevando la contaduría de una cadena local de hoteles, de esas que aún existían a mediados del siglo pasado previo a la llegada de las transnacionales y se comieran todo negocio nacional. Ella llegó a trabajar ahí recomendada por un amigo de su padre, estaba en el segundo año de la universidad, pero en casa de mi abuelo en el verano se trabajaba, así que llegó como su secretaria. A él le gustó su porte y su belleza lo cautivaron. Se sentía inferior a ella, pero aun así comenzó el cortejo que duró poco menos que los dos meses que ella trabajó con él. Para cuando ella renunció para regresar a la universidad ya eran novios.
Con el inicio de la relación intentó de nuevo romper con el círculo de violencia que lo seguía como maldición. Dejó de tomar alcohol y se convenció de que podía ser una buena persona, hasta que un accidente lo regresó a ese lugar mental que, de hecho, nunca abandonó, siempre estuvo ahí esperando el pretexto perfecto para retomarlo. Iba de caza al menos una vez al mes, ahorraba para comprarse el permiso ya fuera para la caza de venado o especies menores. Si no tenía el permiso se iba de ilegal, cazaba conejos y palomas, era más que suficiente.
Ni él, ni su acompañante se dieron cuenta. Hasta el último de sus días el juró que la vaca fue quien los embistió, que salió de la nada y se estrelló contra ellos haciendo pedazos el carro. Los encontraron cuatro días después. Mi padre estaba tirado entre los cultivos, había salido por el parabrisas, apenas respiraba. Pasó seis meses en el hospital, de donde salió con una prótesis en la cadera y vidrios enterrados en su cara que pasó años expulsándolos como si fueran granos. Esas fueron las heridas físicas, las emocionales llegaron con el dolor que solo calmaba con el alcohol, al menos ese era el pretexto para regresar a la senda familiar. Esta violencia permeó a mi madre quien soportó estoicamente por diez años, cuando con dos hijos decidió huir. Puso punto final a esa vida, aunque él contribuyó no buscándola, regresó a vivir con su madre y por diez años no supimos nada más.
Uno de los recuerdos más presentes de mi niñez, es la noche que mi madre tomó la decisión de dejarlo. No se iba a dormir hasta que él llegaba. Como siempre lo esperaba con la cena lista y para no variar llegó borracho. Comenzó a insultarla, desde decirle que era una puta que cogía con todos los vecinos, hasta decirle que era una pésima esposa, que su comida era vomitiva, cualquier insulto que sirviera para hacerle daño. Nunca hubo una violencia física, siempre fue verbal, al parecer para él ese era el límite y no lo pasaba.
Como cada noche, yo estaba escondido en el descanso de las escaleras, desde ahí escuchaba todo intentando no hacer ruido para que no me descubrieran. Escuchaba los gritos de mi padre, mi madre callaba, con la mirada baja le servía la cena y se sentaba frente a él escuchando todos sus insultos sin responder. Nunca entendí porque lo hacía, porque no respondía.
Ese día el paso el límite, primero tomó el espagueti con salsa de tomate y lo lanzó a la pared, mi madre se levantó a limpiar y fue cuando el levantó su brazo izquierdo para golpearla, mala idea. Mi madre tomó el bate de beisbol que yo había dejado en el comedor sin hacerle caso de que lo guardara y, con un swing perfecto, lo rompió en su brazo. Fue como si le hubieran lanzado una recta que ella tomó desde el mejor ángulo volándose la barda. El brazo de mi padre se rompió en dos, desde mi escondite vi como una parte se quedaba colgando, lo vi sentarse en la sala gritando de dolor. Mi madre en ese momento subió las escaleras de dos en dos, mi vio en mi escondite y me dijo que despertara a mi hermano y que hiciéramos maletas. Antes de salir se paró frente a su esposo y le dijo “primera y última vez que me levantas la mano, eso que te sirva de recordatorio. Si te vuelvo a ver te mato, ya sabes que soy capaz”. Nos sentamos en la acera a esperar a mi abuelo, que llegó una media hora después, nos subimos a su carro y no volvimos a saber de mi papá hasta diez años después.
En mi último año de preparatoria fue cuando se apareció. Llegó a mi escuela y me pidió hablar. Yo estaba terminando la práctica de beisbol y lo vi, aunque no lo reconocí a la primera. Estaba sentado en las gradas viendo la práctica, me saludó. Estaba muy delgado, demacrado, se notaba que estaba enfermo, llevaba una gorra de los Dodgers, una camiseta negra y unas jeans azules desgastados que le quedaban grandes. Cuando terminé la práctica me acerqué y le pregunté qué quería, “Hablar contigo”, me dijo. Ya lo había hecho con mi hermano que fue quien me advirtió de que me buscaría. “Espera a que me bañe” le dije mientras caminaba a los vestidores. Cuando salí, seguía en las gradas, me preguntó si quería que fuéramos algún lado. “Hablemos aquí” le dije y me senté a su lado.
Comenzó a darme consejos sobre beisbol, sobre mi posición de Short Stop, la importancia de como pararme a la hora de batear y cómo pegarle a una recta para darle con mayor fuerza. Lo callé pidiéndole que fuera al grano, que no estábamos ahí para platicar de mi técnica, para eso tenía un entrenador. Se quedó callado unos minutos y me lo dijo: “Tengo cáncer de pulmón en fase terminal, el médico me da tres meses más, y los quiero pasar con ustedes. Hablé con tu madre y me dijo que esa era decisión de ustedes y pues aquí me tienes”. Yo jugaba con mi bate sin decir nada, sin verlo, solo lo movía en círculos en la madera de la grada. Pensaba en aquel que mi madre quebró en su brazo hacía ya algunos años. Le pedí tiempo para pensarlo.
“Te daré el tiempo que necesitas, pero recuerda que no me queda mucho”. Se levantó y comenzó a bajar las gradas, entonces le grite: “El sábado jugamos en el Puerto, si quieres ahí nos vemos y platicamos”, justo cuando el terminaba de bajar, “Ahí te veo”, me respondió. Tomé mis cosas y me fui a la caja de bateo, estuve hora bateando con las máquinas hasta que el cansancio me hizo parar.
Ese día fue el mejor juego de la temporada, mi promedio fue el mejor que en los otros partidos, hice dos jonrones con casa llena y a la ofensiva no dejé pasar una sola pelota. Dejé claro que no había nadie mejor en mi posición, hasta tenía un contrato para jugar con un equipo de la segunda división, subsidiario de un equipo de la liga regional, era eso o una beca para una universidad en los Estados Unidos, una de las importantes, era cuestión de saber elegir. Si algo tenía de la herencia de mi padre la canalizaría en el beisbol para cerrar el círculo y construir un futuro, la sacaría bateando rectas hasta que no quedará nada más.
Esto se lo hice saber mientras comíamos aguachile en un restaurante del puerto. Él sonreía mientras yo hablaba. Le dejé claro que lo único que quería en la vida era no ser como él, no dejar que la violencia me quitara lo que yo quería y eso era mi familia, la que tenía y la que iba a construir, lo haría bateando todas las rectas que me enviaran.
“Me da gusto escucharte” me dijo en cuanto me quedé en silencio. “Yo lo intenté cuando conocí a tu mamá. Hice todo lo que estuvo de mi parte para romper con esa maldición, luego llegó el accidente, los dolores y todo se fue al carajo. Sé que tú lo vas a lograr, eres mejor que yo, eres hijo de tu madre y eso juega a tu favor”. “Y tengo claro lo que quiero, no quiero ser como tú” le dije mirándolo tan fijamente que bajo la mirada.
De camino a casa solo hablamos de beisbol, me dio consejos para mejorar mi bateo y en especial a la defensiva. Fue como un viaje de rutina, como si fuera un viaje que hiciéramos todos los días de juego. Al llegar a casa me preguntó si lo volvería ver, la cuenta regresiva de su cáncer estaba a un mes. “No lo sé, te mandaré mensaje” le dije mientras él me sonreía. “No olvides nunca el talento que tienes, ese lo heredaste de tu madre, ella sabe cómo tomar las rectas”. Me lo dijo mientas me enseñaba la cicatriz de su brazo izquierdo. Un recordatorio, una cicatriz que tengo en mi memoria.
Jorge Tadeo Vargas, escritor, ensayista, anarquista, a veces activista, pero sobre todo panadero casero y padre de Ximena. Está construyendo su caja de herramientas para la supervivencia.
En sus ratos libres coordina el Observatorio de Emergencias Socio-Ecológicas