La noche estrellada
Nueva Narrativa de Tlaxcala, en colaboración con Gabriela Conde, nos presenta una historia de José Salvador Armas Ruiz en donde un robot toma un rol protagónico ante seres especiales.
Nueva Narrativa de Tlaxcala, en colaboración con Gabriela Conde, nos presenta una historia de José Salvador Armas Ruiz en donde un robot toma un rol protagónico ante seres especiales.
Por José Salvador Armas Ruiz
Tlaxcala, Tlaxcala, 5 de febrero de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)
Solo un zumbido, como el de una mosca solitaria atrapada en un frasco, se escuchaba en aquella casa junto al lago. Toda actividad había parado de pronto en medio de la noche. Uno a uno fueron apagados los engranajes y los mecanismos, incluso los dínamos envejecidos que producían la energía también habían parado. Ahora la casa funcionaba con la energía de sus baterías de respaldo y en el ambiente se escuchaban morir las leves gárgaras de los trasformadores de voltaje. Entonces solo se instaló el siseo eléctrico de unos cables que como manojos de serpientes multicolores dormían abrigados entre las paredes de la casa.
Afuera, unas lámparas se encendieron poco a poco bajo las cornisas de la casa y un anciano recostado sobre un camastro detuvo la lectura de un libro muy viejo durante el breve descenso de la luz. Entonces miró hacia arriba, notando cómo de esas cornisas parecían estar brotando unos redondos frutos de luz dorada.
—Está hecho señor. —Le dijo una voz familiar.
—Gracias, —respondió el viejo—. Esta casa, con todo su escándalo de luces y sistemas automáticos nunca estaba en paz. ¿Bajaste las palancas rojas también?, ya no las necesitaremos.
—Sí señor, todas ellas. Salvo las del sistema de baterías.
—Así está bien, ¿ya lo escuchas?
Amado, el robot humanoide que ayudaba al viejo, se quedó unos segundos callado, evaluando qué responder, pues no escuchaba nada más que un leve zumbido y recordó parte de un poema que tenía cargado en su base de datos: En el silencio sólo se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba. Era la primera vez que conocía algo cercano a la definición que tenía de “silencio”, y quiso recabar más datos para contestar mejor. El viejo se rio y se le adelantó diciéndole:
—Eso, Amado, es el silencio.
Unos pasos más allá de la casa había un muelle y un pequeño lago. Sobre el agua turquesa de este, una barca se mecía con el viento dejando escuchar de vez en cuando un sonido hueco cada que chocaba contra las piedras de la orilla.
Hacía muy poco tiempo que los hombres habían llegado a ese nuevo mundo, tan joven aún que en sus aguas cristalinas no había seres vivos capaces de enturbiarlas, no había coletazos revolviendo el fango de esos lagos ni ratones sobre la tierra, hurgando entre el césped de nanotubos replicantes con el que los hombres fueron revistiendo poco a poco ese planeta recién descubierto y estéril de momento. A ese lugar no habían llegado grupos de exploradores enviados desde la Tierra, ni personas en busca de riqueza, sino desertores. Tan solo bajaron del cielo un día, unos por aquí y otros por allá, hombres y mujeres cansados de trabajar interminablemente, acompañados de sus asistentes robóticos de piel plateada. Llegaron en grandes navíos como cápsulas blancas que, al tocar la tierra, se abrían como flores de loto de origami, desplegando una vivienda entera y hundían sus redes de filamentos como raíces en el suelo, buscando los elementos en la tierra para fabricar el alimento de las personas y obtener el agua que estas bebían. Sobre ese planeta, dos veces y medio más grande que la Tierra, habían desembarcado cientos de hombres y mujeres que buscaban huir de los trabajos que les habían sido asignados allá en el planeta Tierra, a más de doce mil años luz de distancia, sin la posibilidad de renunciar nunca a ellos. El lugar era tan grande, y cada persona había guardado tanto cuidado al elegir el sitio en donde viviría, que no era visible desde ningún punto un solo manchón de luz que delatara la presencia de los desertores. Era el planeta de quienes habían decidido jubilarse, la última parada de aquellos cansados de vagar por las estrellas trabajando interminablemente para jefes de los que no conocían sus rostros ni sus nombres. Pero millones de kilómetros más allá, desde la Tierra, se seguían enviando sin parar enjambres de naves hacia el universo. Los enjambres se esparcieron por todo el brazo de la galaxia, buscando también alguna otra inteligencia que les abriera la puerta, pero no habían encontrado hasta el momento nada más que planetas simples. Pronto, muchos de los enjambres se cansaron de buscar. Estaban solos entre esas distancias inimaginables. Cuando lo comprendieron entonces vino el sedentarismo estelar, la deserción, y muchos de esos hombres y mujeres se fueron quedando en el camino, renunciando a sus antiguas obligaciones y estableciéndose dentro de sus casas autónomas en otros planetas.
Ese cansancio de vivir viajando lo conocía muy bien el viejo; ahora, si no recordaba mal, tendría unos doscientos setenta años. La gente había dejado de estar atenta a los años que cumplía desde que la genómica bajó el interruptor de la vejez, cuando le causaron amnesia al tiempo y a la entropía con cócteles bioquímicos que buscaban acabar con el cáncer, y lo hicieron, pero también dieron con aquella palanca dorada de la vida. Pero aquel hombre, sentado bajo la cornisa de una casa silenciosa, al pie de un lago con un bote que sonaba contra las rocas, hacía unas semanas que había dejado de tomar el cóctel y su cuerpo rápidamente recuperaba la memoria; como queriendo recuperar también el tiempo perdido, se apresuraba a marchitarse como una flor cortada en el calor del verano.
El viejo antes había sido minero de diamantes en Stygius, había tendido vías férreas sobre los campos de Bengala y ayudado a descifrar el enigma de sus plantas de inteligencia siniestra. Luego fue controlador de vuelos y entonces, cuando había aprendido tantas cosas viajando, fue diplomático en varios planetas. Todos los hombres y mujeres nacidos en la Tierra ahora viajaban de un lado a otro, por millones de kilómetros de espacio vacío hacia diversos sistemas, eso era el trabajo moderno, y el viejo estaba cansado de todo ese asunto de los viajes, las colonizaciones y la búsqueda de planetas con vida pues ya había visto antes, desde su primera juventud, cómo muchas formas de vida en otros planetas habían sido arrasadas; los gusanos alargados y las moscas iridiscentes de Stygius, cuyos enjambres geométricos se comunicaban entre sí mostrando cierta inteligencia, habían sido fumigados para dar paso a los hombres, a sus casas, sus perros y sus ingenios para explotar la tierra.
Ahora, ya sin el cóctel, haber vivido tanto se sentía como un gran peso que abrumaba. Recordar algo, cualquier cosa entre la enorme biblioteca de una memoria de más de doscientos años, suponía un esfuerzo enorme, como buscar una cuenta de vidrio entre una playa repleta de guijarros. A veces también sucedía que los recuerdos y los sueños se mezclaban indiscriminadamente y entonces el hombre ya no sabía si recordaba o fantaseaba que alguna vez, durante su juventud, había estado casado con una hermosa mujer de cabello castaño que por unos años, solo unos pocos, no llegó a conocer la cura para todos los males del cuerpo.
—¿Qué leía señor? —, preguntó Amado alargando un brazo plateado que reflejó las luces tenues de la casa. Al ver la mano, el viejo salió del trance de sus recuerdos y por inercia cerró el libro y lo puso en la mano articulada del robot. Esta se cerró con delicadeza, giró sobre su eje y el mayordomo miró la portada. —Siempre le gustó la crónica señor —dijo el robot y le devolvió el libro a su dueño.
—Habla de los tiempos antiguos Amado, de cuando la gente encontraba placer en comer, en los alimentos, los de antes, de cuando comer era un ritual y un gran placer. Habla de cuando la gente se casaba y dormían todos los días juntos, tomados de la mano sin necesidad de viajar todo el tiempo; habla de las familias, de cuando lo más lejos que se podía viajar era a china o a mirar jirafas en el Congo. Habla de la vida en la Tierra antes de aquellos dos descubrimientos que nos alargaron la vida y nos acortaron el camino a las estrellas.
—El cóctel y la torsión de luz. Señor, ¿era bueno vivir con otras personas?
—Sí, vaya que sí, uno disfrutaba la compañía de las personas, eso también era placentero. Era un gusto muy grande que se podía saciar a diario con solo mirar a tus seres queridos, a tu esposa por ejemplo. Hacer el amor, vaya, eso sí era bueno. Hoy ya no nacen niños de esa forma.
—Usted estuvo casado señor, me pidió guardar ese recuerdo.
—¿Tenemos imágenes?, quisiera recordar por última vez, solo me imagino cómo era el cabello de ella, pero todo lo demás se ha borrado por completo de mi mente.
—Señor, no tenemos ningún material visual, hace unos doscientos años me pidió borrar todo, con carácter de irrecuperable, solo me indicó guardar el recuerdo de que estuvo casado.
—¿Por qué hicimos eso, Amado?
—Nostalgia señor, usted dijo que prefería no recordarlo todo, que sin registros sería más fácil. Fue la primera vez que usó el código 3-31 para darme una orden administrativa.
—Pensé que había sido un sueño. ¿He borrado más cosas? Siento que la mente se me desordena, ya no puedo recordar muy bien.
—Es la entropía señor, está desmontando su cuerpo y su cabeza como un montón de hormigas hambrientas. Usted ha borrado hasta el momento ocho petabits de materiales, entre grabaciones y memorias que usted mismo me había dictado.
—Vaya, es una lástima.
—Eso supongo, señor.
Mientras la barca sonaba a lo lejos, el viejo dio otra instrucción a Amado que fue y se metió a la casa. Poco después esta cerró sus ojos luminosos al apagar todas sus luces y en la noche de ese planeta algo pareció irse encendiendo a lo lejos. Allá, hacia el horizonte, apareció ante los ojos del viejo, ya sin ser opacado por las luces artificiales, el cúmulo de Omega Centauri; un gran manchón circular de estrellas muy juntas y brillantes que hacían la vez de luna, como un enjambre amarillento y luminoso que se asomaba tras las colinas cubiertas de cristales de cuarzo, reflejando sobre estos un brillo venido desde cinco mil años luz de distancia. Amado miró su brazo de plata, ahí también se reflejaba ese brillo como un parche de luz borroso. Entonces hubo más silencio.
—Amado, ¿sabes una cosa?
—¿Dígame, señor?
—Solo hay dos tipos de personas que desearían vivir por siempre; los cobardes y los que nunca han logrado nada. Hoy me siento valiente y satisfecho de lo que hice, incluso de haber desertado. Y ahora desertaré de todo definitivamente. Ya es el momento.
—¿Desea ponerlo en marcha?
—Sí, me duele todo el cuerpo.
—Son sus órganos vitales, están colapsando señor. Sin el cóctel, en unos minutos el daño ya no podrá revertirse y…
—No insistas Amado.
—Solo quería recordárselo una última vez señor, por si acaso cambiaba de opinión.
—Código 3-31.
Tras la frase, el robot ya no cuestionó más las órdenes y fue otra vez hacia el interior de la casa. Cerró con cuidado las ventanas y arregló exquisitamente la cama del viejo; puso las mejores sábanas y las almohadas más suaves. Accionando un botón en la pared, de esta brotó el olor cítrico de las flores de bengala y únicamente ese cuarto se iluminó con un acogedor tono salmón. Todo fue preparado como si esa recamara pronto fuera a recibir a un huésped distinguido. Luego, cuando todo estuvo listo, bajó los interruptores amarillos para que al otro día, con la luz del sol, la casa no volviera a recargarse y regresara a la vida indefinidamente con sus sistemas fotovoltaicos. Tras unos minutos el robot salió a decirle al amo que ya estaba todo hecho y se puso al lado de él, que descansaba acomodado en un camastro de cara al lago y las colinas por las que asomaba Omega Centauri.
—¿Lo has traído?
—Sí señor, —dijo Amado, mostrando un ancho tubo metálico con una base de cristal y el molde en negativo de un rostro impreso en este, era un telescopio de campo cristalino—. Démonos prisa, su ritmo cardiaco está haciéndose más lento.
Tras decir esto, el robot sostuvo el telescopio entre sus manos, apuntando firmemente y con una precisión inmejorable hacia la parte de la galaxia donde se suponía que estaba el planeta Tierra, imperceptible para cualquier instrumento, pero ahí se encontraba, entre ese campo visual, aunque lo único notorio fuera una estrella tenue sin nombre, pero que marcaba la dirección correcta hacia donde había que mirar, hacia el hogar.
El viejo se asomó, puso la cara sobre el molde de su rostro en la base del telescopio y miró apenas un rato. «Sí, allá está», dijo, y entonces volvió a reclinarse sobre el camastro, cansado.
—Amado, mi cabeza es un caos. Mis recuerdos se me vienen encima y luego se vuelven difusos, como movidos por un oleaje. Ven, acércate aquí.
—Es la entropía señor.
El robot atendió la orden y dejó el telescopio en el suelo, se agachó al pie de su amo, y el viejo pasó las manos por la cabeza del sirviente y le acarició el cabello suave de nylon, como a un hijo del que se estuviera despidiendo. Entonces el hombre dirigió los dedos hacia una hendidura en la nuca del humanoide. Antes, junto con la orden código 3-31, una pequeña compuerta había bajado, dejando expuesto un botón rojo muy amplio, medio hundido en esa cabeza metálica. Amado sabía de qué se trataba, pero sentía curiosidad por todas esas cosas. Él había leído y memorizado las crónicas que antes leyera el viejo; eran el diario de este último, de su etapa adulta a los cuarenta años, pero eso el viejo ya no lo recordaba y las leía, tal como lo había hecho el robot, con fascinación por saber cómo era la vida de antes y por el papel que tenía entonces la muerte en la vida de los hombres, que existía como una verdad absoluta a la que todos acudían tarde o temprano.
El dedo huesudo se hundió en la nuca de Amado y empezó a apretar. El botón rojo fue bajando.
—Señor.
El llamado de último momento pareció sobresaltar al viejo que cada vez se podía mover menos, como si tuviera un pesado sueño y estuviera por dormirse.
—¿Qué pasa Amado?
—Tengo curiosidad señor. Cuando me apague, ¿a dónde irá mi mente?, ¿y la de usted?
—A casa, Amado, nos vamos a casa. Somos desertores, solo así podemos volver.
El robot no contestó por un tiempo, estaba pensando.
—En mi cabeza, en mi capa de CIB, tengo conectado el cerebro de un molusco marino señor, si me apago el tiempo suficiente también moriré. Me gusta pensar que volveré al mar, con los peces y los corales. Me gustaría conocerlos.
—Es tiempo Amado, o ya no podré hacerlo.
Por la mente del robot volaron muchas más preguntas e ideas sobre las posibilidades de lo que había después de la muerte, pero solo dijo:
—Adiós señor, tuvimos una buena vida.
—Adiós Amado.
Omega Centauri, elevándose como una luna difusa, ahora brillaba más alto sobre el firmamento con sus miles de luces amarillas. Cuando el viejo cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás en el camastro, tuvo la sensación de estarse volviendo una especie de humo que se elevaba hacia las estrellas. Como un fuego antes de morir, una última llamarada de memoria se elevó en la mente del viejo, recordándole el nombre de su esposa que yacía enterrada tan increíblemente lejos, en un cementerio de la Tierra. «Lucía». Fueron sus últimas palabras.
Cuando el hombre hubo muerto, Amado todavía contaba con unos minutos. Entonces se incorporó y tomó a su amo en brazos, levantándolo del camastro y se lo llevó al interior de la casa. Lo acomodó en su vieja habitación, sobre su cama y con los brazos en el pecho, luego lo roció con un espray que le dejó el cuerpo y la ropa cubiertos de una especie de capa de sal muy fina. Entonces Amado miró largamente a su amo y se preguntó cómo es que podía estar muerto, a dónde se había ido ese viejo amable dentro de esa especie de sueño profundo que era la muerte.
Amado, por cuenta propia y como ya no existía quien le había ordenado el código 3-31, antes de salir de la casa decidió volver a subir todas las palancas que había bajado antes. Entonces la casa pareció estremecerse cuando volvió la energía eléctrica. Las habitaciones se volvieron a colorear de salmón y los muros volvieron a emitir su olor a flores. La red de calefacción, que extendía sus venas bajo el piso y entre las paredes como las raíces de un árbol tembló y volvió a la vida. Por la casa se fue extendiendo un aire fresco que olía a campo. Entonces el robot estiró el brazo hacia uno de los ductos que exhalaba un aire frío y midió con los sensores de la mano: «así está mejor», pensó Amado a la par que un reloj interno saltó en su pecho, así supo que ya era hora. Entonces salió de la casa y eligió un sitio. Decidió ir a sentarse en el embarcadero y meter los pies en el lago, moviéndolos como se lo había enseñado el viejo hace mucho. Bajó la mirada y se puso a ver el reflejo de la gran mancha estrellada de Omega Centauri que temblaba en las aguas como un banco de pececillos dorados. Poco a poco esa imagen se fue haciendo borrosa hasta oscurecerse por completo. Mientras Amado se apagaba, algo en su memoria primitiva de molusco se activó como un último destello y entonces escuchó el murmullo de los peces y las olas rompiendo contra una costa, quizá solo era el efecto del sonido de la barca y el agua golpeando contra las rocas del muelle, pero tuvo la sensación de estar volviendo a casa.
Pasarían casi cien años para que una misión oficial, un enjambre enviado desde el planeta Tierra, bajara sobre ese sitio exacto y encontrara el cuerpo incorrupto del viejo en su cama, conservado por efecto de un aerosol maravilloso y el infatigable trabajo de esa casa en forma de loto de funcionamiento autónomo. Hacia el muelle, encontrarían al fondo del lago los restos de una barca, esparcidos como los huesos de un animal muerto, y al pie de este, a un anticuado robot que se apagó mientras miraba hacia el agua, como una estatua de plata que había reflejado por años la fantástica noche estrellada de Omega Centauri antes de quedar cubierta por el polvo. Después embalarían el cuerpo del viejo y lo mandarían a incinerar. Con las piezas de Amado alguien fabricaría una lámpara rústica y el lugar se limpiaría por completo. La casa entera sería derribada y en su lugar se colocaría un gran campo de juegos inmersivos; parte de una nueva colonia en la que cada domingo de descanso varios trabajadores, eternos jóvenes de cuerpos esbeltos, jugarían al golf por las tardes, o tenis, o cualquier otra cosa para matar el tiempo sobre la gran llanura de aquel planeta mudo, estéril de momento, y en el que poco a poco las máquinas y el humo de las primeras fábricas comenzaban a darle la forma familiar del planeta Tierra.
José Salvador Armas Ruiz. Es licenciado en Humanidades por la Universidad de Guadalajara (UdeG). Es escritor y docente en la Universidad del Altiplano.
Ha impartido en espacios culturales de los estados de Jalisco y Tlaxcala talleres de filosofía, lectura y creación literaria. Ha realizado estancias en la TC Howe Academy de Indianapolis E.U, y en la Universidad de Buenos Aires, Argentina.
Tiene publicados los libros: Pelusas Bajo la Cama, Ficciones para llevar y La jerarquía de las Hormigas (en proceso de edición). Editados por el Gobierno del Estado de Tlaxcala, la Secretaría de Cultura Federal y el Instituto Tlaxcalteca de la Cultura., Fue beneficiario de “El arte nos une 2020”, y ganador del “Programa de Producción Editorial 2020”, convocados por El Gobierno del Estado de Tlaxcala y la Secretaría de Cultura del Gobierno Federal a través del Instituto Tlaxcalteca de la Cultura.
Obtuvo el Premio Estatal de Ensayo “Emmanuel Carballo”2020, y el Premio Estatal de Cuento “Beatriz Espejo” 2016, de los Premios Estatales de Literatura en Tlaxcala y ha sido dos veces becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tlaxcala.