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Crónica y fotos por Citlal Solano

Sierra Norte de Puebla, México, 13 de mayo de 2020 (Neotraba)

Las mujeres nos hemos llevado históricamente lo peor de la cosecha: las sobras, la fruta picada y los venenos del suelo. Hemos tenido que lidiar con la zozobra de nuestra propia dignidad, de nuestra integridad e incluso de nuestra existencia.

En las ciudades se habla de feminismo y la lucha de las mujeres, pero, ¿de qué mujeres? Es evidente la diversidad de la que somos poseedoras a lo largo y ancho del país y del mundo. Pensar que la lucha de las grandes urbes representa y aglomera las exigencias de las mujeres de las sierras, las indígenas, las campesinas, resulta profundamente egoísta.

Del mismo modo, obligar a serranas, indígenas y campesinas a encajar y aceptar ese feminismo, es negarlas y aferrarlas nuevamente a su esclavitud, excluyéndolas de nuevo bajo consignas y títulos que se traducen en desposesión.

La vida desde las periferias va más allá de la comprensión de los expertos, los académicos y de más autoproclamados sabedores, y ese factor es crucial para la conformación de nuestros imaginarios generacionales.

Ante tanto conflicto social y obvia vulnerabilidad el tema de la identidad de la mujer del campo es poco relevante, apenas existente. Pero ellas aquí se llevan las migajas de las sobras de las habitantes de la ciudad.

¿Cómo es eso posible en una época tan moderna y llena de expertos que abonan a la mejora de la vida de los menos favorecidos? En principio, el concepto de modernidad habremos de tomarlo como inexistente; la modernidad no ha trascendido las barreras históricas más allá de la palabra misma. Y qué decir de las ciencias, laboran como mercenarias del mejor postor.

La generación de etiquetas para fraccionar la identidad y generar mayor profundidad en las brechas sociales hoy es tremendamente profunda. Ni los planes, ni los programas internacionales, ni ningún organismo local o global trabajan para reducir esta separación, mucho menos para invertir en estudios reales que abonen a la replicación de formas de vida adecuadas para cada región del mundo.

Lo igual, lo homogéneo, es funcional para esta lógica de uniformidad. No nos impresionemos al ver mal una conducta o patrón que sale de nuestros parámetros. Para eso nos adiestraron, para eso nos han moldeado por años. Pero ese no es el mayor de los problemas, sino la enajenación, la absorción epistémica, la subsunción del sujeto y su reducción a objeto.

Así, nosotras vivimos a la sombra, desde la enajenación obligada, pasando por esa absorción epistémica, normalizando que se nos trate como desecho, como dadoras sin reparar en lo que para nosotras significa dar.

Se ha romantizado el dolor como sinónimo de amor, la sumisión como lealtad y el producto de la violación sistemática como la única vía para formar una familia. Una familia que pesa, duele y esclaviza, donde se generan espirales de violencia y odio, donde se generan conductas disfuncionales que sirven para replicar modelos de castigo, y donde el castigo mayor se centra en el cuerpo del individuo.

En una ocasión, después de hablar sobre mi interés de vivir un tiempo en esta comunidad, me dijeron algunas: “¿usted por qué no quiere hijos si ya tendría asegurada su casa y un pedazo de tierra?” Ni siquiera supe cómo responder, me parecía demasiado complejo asimilar que muchas de ellas quedaron atrapadas en una época que aquí pareciera estancada.

Sobrevivir es lo único para muchas. Sobrevivir al maltrato, a la soledad, a la falta de alimento y afecto, a una familia violenta y aplastante, a la humillación de ser mujer. De eso se trata sobrevivir en estas regiones.

Y sí, para muchas es liberador casarse y vivir a pesar de esa nueva jaula, muchas hablan del matrimonio como una especie de emancipación. Sin embargo, la mayoría sólo consiguen con el matrimonio un nuevo propietario, uno peor, uno que tiene derecho sobre ese cuerpo ajeno y desposeído.

“Mi mamá siempre me rechazó, desde pequeña.

Si me compraban ropa, primero la tenía que usar mi hermana. Si ella se caía o lastimaba, siempre era yo la responsable.

Si faltaba dinero, yo tenía que trabajar mientras ella descansaba.

Recuerdo mi infancia con tristeza. Siempre me habló con groserías, nos golpeaba hasta que se cansaba. Más conmigo.”

Cuando la vida golpea tan fuerte, una pierde la sensibilidad, no sabe si el dolor actual es más intenso que el pasado o que el que viene.

Hemos aprendido a normalizar la humillación, a normalizar una inferioridad que no somos. Y aquí, en la Sierra, ni siquiera la violación es del todo grave. Han aprendido a sonreír desde su miseria.

Una señora me contaba que su madre le había conseguido a su actual esposo. Era lo normal. Irse de la casa representa un peso menos para los padres: entre más jóvenes se vayan las hijas, mejor. La mamá sabía que ese hombre era descuidado y alcohólico, pero contaba con buen trabajo y eso ya era un punto a favor de la familia. Hubo matrimonio, sin cariño, sin reciprocidad y sin conocerse.

Asimilar nuestro dolor lleva tiempo, no es de un día para otro. Llevo 39 años casada con este hombre, 39 años de aguantarlo, de criar sola a mis hijos porque nunca recibí un peso de su sueldo ni su ayuda.

Es difícil ser mujer, porque no puedes llorar, no hay tiempo de hacerlo.

Gracias a ella he podido recuperar mi voz. Gracias a sus palabras he tenido la posibilidad de saberme en este proceso, menos golpeada quizá, pero con sentires compartidos.

Nadie quiere esclavizarse a la penumbra de otra persona si está en sus manos vivir con dicha. Muchas aquí han sido valientes y fuertes, han decidido unirse, dejar de lado el matrimonio y los hijos, han decidido abortar sin prejuicios y vivir su vida sin dolor.

Todo eso no ha sido fácil porque tener una familia a pesar del sufrimiento es mejor visto que una pareja sin hijos o, peor aún, que una mujer libre.

A estas alturas, si alguien me cuestiona sobre tener hijos acá en el pueblo y está presente alguna de estas mujeres que me conoce, ellas responden que no, que para qué me busco complicaciones. “Así estás bien, hija. Estudia, viaja, trabaja para ti. No te ates a alguien”.

Cuando veo a algunos de los hijos de estas señoras, firmes en vivir otra vida, en no replicar eso con lo que fueron criados, me alegra la vida, me alegro por ellos y por los que no vienen con dolor.

Formar familias ha sido uno de los castigos más efectivos. Esclavizarse a la crianza indeseada, someterse a un marido abusivo y distante, aceptar el rechazo de los padres y reproducir una vida de miseria, eso ha representado la familia en muchas mujeres.

Por eso, muchas veces las de aquí al saber de las exigencias de las otras, las de la ciudad, critican que las quieran enfrascar en realidades que nos las incluyen. Critican las luchas por lo físico: aquí eso no interesa. Critican posturas de bienestar a las que aquellas nunca se han aproximado. Sí, son mujeres, pero son extrañas, son distantes. Su lucha no es sentida, no las representa porque su vida es otra.

Aquí aún veo algunas caminar con la mirada perdida en el horizonte, con bebés en brazos y, de nuevo, a la espera.


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