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Monterrey, Nuevo León, 23 de abril de 2025 (Neotraba)

y luego vos, del amistad enjemplo,

os me ofrecéis en estos pensamientos,

y con vos a lo menos me acontece

una gran cosa, al parecer estraña,

y porque lo sepáis en pocos versos,

es que, considerando los provechos,

las honras y los gustos que me vienen

desta vuestra amistad, que en tanto tengo,

ninguna cosa en mayor precio estimo

Garcilaso de la Vega

¡Caro varón! Cuyos cielos vertieron sobre tu testa un ingenio tan loable como necesario para hacer de la mala literatura lo que un hacha con los troncos secos. ¡Oh, fénix de los ingenios poblanos!, tus eximias letras amedrentan a los legos que no se preguntan qué hay más allá de la interpretación literal de un texto. Yo sí me lo pregunto y harto confieso que tu más reciente éxito en ventas es un prodigio entre las tintas de aquella urbe que durante mucho tiempo pareció no dar más de sí. Historias simples, bobas, infestadas de repugnantes lugares comunes aparecían una y otra vez en el mercado literario de aquel poblado. Lo sé porque mis estudios en letras me regresaron durante un par de años a la antaño ínclita Puebla de los Ángeles para investigar qué de bueno producían los fabulistas e inventores de falacias de aquella metrópoli. Muchos nombres, poca calidad. Aplaudidos en su tierra, ignotos fuera de sus fronteras. Hasta que llegaste tú, preclaro varón, y con tus párrafos le diste un vuelco de 180 grados a la estulticia y el poco divertimento con el que adocenados cagatintas creían triunfar en la cultura, el arte y, con ello, alcanzar la posteridad.

Ya son treinta años que acompaño tus pasos, tanto en las letras como en la vida. Por ello, con satisfechos ojos avizoro que tu camino es de rectitud y bonanza.

Al igual que yo, tu exiliado compañero de hado, tuviste la fortuna de conocer a uno de los vates que ya tiene su nombre grabado con diamantes en la Historia literaria de la Angelópolis: áureo librero, que auspició, aún con riesgo de azotes, tus sabias palabras para llevarlas a letras de molde. ¡Bendito y loado sea por los siglos venideros por su gran ojo lector!

Vastos conocimientos, Daví, vastos, se atisban desde que uno retira la pátina plástica que recubre el opúsculo titulado La subasta del cono, desplaza los primeros folios y atesora en la nariz el perfume a vainilla que despiden los libros de la colección Extra(e)ditados, que queda varios días, como un regalo, en las fosas nasales del lector. ¡Vaya triunfo de la edición! Tales libros son alimento para el espíritu necesitado de belleza y deleite para los sentidos de manera literal y rotunda. De tan buen contenido son albergue que más de una vez me he descubierto comiendo los libros de Franco Félix, Macaria España y, por supuesto, el gran Óscar de la Borbolla. Los olfateo, degusto y devoro como una bestia insaciable que espera un buen fragmento literario para aplacar por unos instantes su gula estética. Luego me atacan calambres en los intestinos y me cuesta trabajo evacuar por la ingesta de tanto papel y tinta. Sin embargo, no me arrepiento y consigo otros ejemplares para tenerlos a mi disposición en mi exquisita biblioteca de tomos deleitables, donde, por suerte, también hay un título mío.

Pero empecemos, Daví, a desglosar uno a uno los relatos que conforman tu tomo de prodigios. Por un momento creí que tu libro llevaría una linda dedicatoria al Conde-Duque de Olivares por su apoyo postmortem a las artes hispánicas, pero ingrata fue mi sorpresa al constatar que no.

El epígrafe de tu libro magnífico, pero no tu obra maestra pues seguro estoy que no ha entrado a la imprenta la historia por la que serás recordado en los siglos venideros y que, según mis cálculos eruditos, escribirás entre el verano de tus cuarenta y dos y el invierno de tus cuarenta y tres años. Como sea, el epígrafe de tu libro hace honor a los balleneros de Nantucket, Nueva Inglaterra, enemigos del cetáceo Moby Dick: Como un pletórico mártir ardiente, o un misántropo que se consume a sí mismo, la ballena, una vez entrada en combustión, proporciona su propio combustible y quema su propio cuerpo. Herman Melville. Así anuncias la amplia visión de tus letras, su condición cosmopolita, que se aleja del ajado costumbrismo de las letras provincianas de la Puebla de los Ángeles cuyos autores vanagloriados parece que no saben escribir más allá de cemitas y tacos árabes, tópicos que de tan frecuentes causan carcajadas y repelús a los lectores cultos e inteligentes. Tú y otros vates de la que llamo la Generación finisecular de la literatura poblana, como Jorge Torrealta, Raquel Hoyos o Richard Kreusch, llegaron para ampliar, corregir y llevar a horizontes insospechados el arte de contar historias.

El primer cuento titulado “T-Rex” es la historia del pequeño Roy, un infante obsesionado con las iguanas gigantes que, de tanto ver la escena cumbre de la película epítome del género de dinosaurios, cual nuevo Quijote, degeneró en imitar a su personaje favorito: el lagarto terrible y carnívoro Tyranosaurio Rex. Identifico un obvio mimetismo no solo en el nombre Roy–Rey, también en la historia de emular en la vida lo que acontece en el arte, tal como imitó Alonso Quijano la existencia de Amadís de Gaula, solo que en vez del obseso medieval ideado por Garci Rodríguez de Montalvo, tu niño Roy emula los desvaríos de los personajes jurásicos de Michael Crichton. El pequeño Roy se disfraza de dinosaurio, comienza a comportarse como uno (como en aquel capítulo de los Sinsons cuando Homero se hace pasar por salamandra), come carne cruda y espera su platillo final en su habitación de un multifamiliar al sur de la ciudad de Puebla (probablemente el Infonavit Fuentes de San Bartolo) que cierra con broche de oro esta espléndida, cómica e increíble anécdota.

Todas las noches tenía la misma pesadilla. Él era un T-Rex que despedazaba el cuello de un Apatosaurus cuando de pronto el cielo se convertía en una borrasca llena de truenos y él alzaba la vista y veía a lo lejos cómo un meteorito envuelto en llamas azules caía sobre la tierra y producía un impacto tan estremecedor que el suelo se abría y todos los dinosaurios caían en un abismo insondable. (Marín, 24)

Se nota que disfrutaste en demasía las películas de la saga animada Pie pequeño, un éxito entre los infantes nacidos en los 90´s. Quién diría que tales paseos por La tierra antes del tiempo acompañando a Pie pequeño, Duckie, Cera, Spike y Petrie influiría de tal manera en tu obra literaria treinta años después e, incluso, se convertiría en el leit motiv de uno de los mejores cuentos de dinosaurios escritos en México.

David Marín, en tus libros propones una oda nostálgica a la cultura de masas de los 90’s. Tus magníficos cuentos igual hacen referencia a X files, traducido al español como Expedientes Secretos X, programa televisivo protagonizado por los agentes Mulder y Scully cuyas vicisitudes muchos niños nacidos en la última década del siglo XX observamos en el canal 8 de la tele abierta. También realizas la apología a la televisión por cable, a History Channel y las marcas icónicas de aquella década como la popular Scribe. Precisamente una libreta escolar de esta marca es el pretexto para otro de tus cuentos que, estoy seguro, en próximas décadas será un clásico de la literatura poblana.

El relato subsecuente tiene un tono más depurado. Se trata de la segunda aparición del profesor Austin en tus historias. La primera ocurrió en tu obra inaugural, la que te dio la bienvenida al penetrante mundo de las letras: Animales sonrientes. Ahora, en la historia “El cono” vuelve el profesor metafísico con su varita golpeadora de imbéciles, llamada Yorick, para atormentar a un estudiante obtuso que es incapaz de comprender las eruditas palabras de su mentor. Es un cuento intrigante, de gran factura narrativa, un probable símbolo filosófico de la piedra de la locura en el mundo contemporáneo pues Austin, de la nada, decide construir una obra arquitectónica gigante, con forma de cono negro, sin ventanas ni puertas, que recuerda al Cenotafio a Newton, de Étienne-Louis Boullée, o los cuadros de J.M. Escher de arquitectura imposible, mismo que desata la violencia entre los habitantes de un pueblo recóndito al controlarlos psíquicamente como una señal de wifi.

El cono era enorme. Parecía una pirámide. Parecía un… Uno sentía revoltura en las entrañas cuando pasaba a su lado y te acariciaba la sombra de su punta metálica. Los animales agitaban la cabeza cuando los arreaban cerca. Era imposible no verlo. Te llamaba. Algo decía Gggrushhhtsss. Lo veía de lejos y preguntaba qué haría dentro el profesor. (Marín, 42)

¿Es un cuento espiritual del grado 33, un símbolo hiperfálico o solo es la verborrea de un autor indignado por la mediocridad que domina la arquitectura de los suburbios latinoamericanos? Dejemos al público sacar sus conclusiones.

Si me propusiera encontrar referencias a tus extrañas, pero elocuentes, páginas sin duda las relacionaría con las pesadillas siderales de H.P. Lovecraft, las trampas laberínticas de Jorge Luis Borges y el cine de Alejandro Jodorowsky. Todo ello aderezado con un humor sutil y ricas referencias de la antaño exitosa, y ahora casi extinta, tv por cable.

Los otros cuentos son “San Teodoro”, “La subasta”, “Los enciclopedistas” y “Shlovski El niño”, todos escritos con un estilo trepidante propio de un autor que venció el miedo a las funas, tan en boga en la época contemporánea, y expresó sus más profundos dilemas intelectuales en un puñado de historias marcadas por la búsqueda del padre y la familia. Por ejemplo, en “Los enciclopedistas” un pequeño hereda los legajos que su progenitor escribió durante años: cuatro entradas a una enciclopedia de tintes borgeanos. El niño Nacho Castillo es un pequeño obsesionado con documentales sobre nazis que, debido al apoyo de su madre, entra en contacto con el enfermizo Fausto, un púber agónico que padece múltiples malestares congénitos. Hijo de un norteamericano y nieto de un soldado que peleó en la guerra, Fausto siente especial furor por los documentales sobre Vietnam, quizá la exposición del abuelo a los químicos vertidos en el sudeste asiático por el imperio yanqui sea la razón de la degradación orgánica del infante[1]. Ambos niños comparten una amistad basada en una especie de competencia intelectual, hasta que Nacho Castillo muestra la Enciclopedia Británica Mexicana Ilustrada, única herencia paterna.

Me encaminé varios días hasta chocar contra un obelisco de piedra. Solemne, me prosterné y recé una oración. El obelisco se dividió en dos y dejó a la vista una escalera de caracol. La tomé y descendí. Dos horas después llegué a una cámara circular de piedra alumbrada por tres antorchas. De la oscuridad espesa emergió la silueta de un hombre que me hizo una señal con la mano. Lo seguí y llegamos hasta una biblioteca. Un recinto hexagonal provisto de quince niveles con los estantes llenos de tomos. (Marín, 135)

Me gustaría escribir una tesis doctoral sobre tu obra, pues se presta a sesudos análisis de posgrado. No obstante, me conformo con redactar esta pobre reseña con el fin de que la gente busque tus libros, se deleite con tus tramas, aprenda a amarte a través de los símbolos vertidos entrelíneas y conciba nuevas concepciones del universo sugeridas por tu palabra.

Por último, tenemos un cuento magnífico titulado “Schlovski El niño” donde viertes todo tu bagaje cultural sobre literatura moscovita y peterburguesa. Fedor Dostoievski, Nikolai Gógol, Lev Tolstoi, Alexandr Pushkin, Alexandr Solzhenitsyn, Mijaíl Bulgákov, e incluso Máximo Gorki, se atisban en tu historia acerca de un burdel familiar donde al calor del vodka y la cerveza la madre de familia recluta gordas para emprender el negocio más antiguo del mundo y exacerbar la voluptuosidad en la fría taiga. Cabe destacar que en este cuento la figura del padre vuelve a ser vilipendiada. Esta vez la encarna un sifilítico inútil al que cortan brazos y piernas y que cuando el burdel se enciende en llamas escapa reptando como una víbora de la misma manera que el hombre gusano de la película Freaks (1932), de Todd Browning.

En las mañanas padre gritaba que lo bañaran en el enorme barreño de madera. Daba cabezazos al aire y escupía col alrededor. La operación estaba repartida entre hermana y hermano. Padre apestaba a vómito y leche fermentada. Hermana (abollada), bañaba a padre como si se tratara de una muñeca de trapo. Lo sumergía y le aplastaba la cabeza hacia el fondo lodoso provocando que padre se sacudiera como una anguila. Ya medio amoratado, hermana lo tomaba de los pelos y lo sacaba. (Marín, 175)

En fin, querido amigo, escribí esta carta laudatoria como las que antaño redactaban recíprocamente Juan Boscán y Garcilaso de la Vega cuando les urgía cromársela. Espero que esté a la altura de tu genio literario y la recibas con total alegría y sin ningún pudor.

¡Vale!

Te saluda cordialmente tu querido amiguito.

Abrazos fraternos desde la egregia ciudad dominada por el Monte Rey.

MARÍN, David (2023) La subasta del cono. México. Dirección General de Publicaciones BUAP


[1] “Fausto estaba lleno de enfermedades. Algo del páncreas. Algo del riñón. Algo del hígado. Una maldición genética que lo obligaba a ir al hospital una vez al mes. Si en las mañanas no se tomaba determinadas pastillas sus ojos se ponían amarillentos y su boca apestaba a cloaca abierta. (…) La mayoría del tiempo estaba sentado en una silla de ruedas que tenía sujeto en la parte trasera un tanque de oxígeno cuyos tubitos traslúcidos se metía en las fosas nasales.” (Marín, 138)


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