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Por Joel García

Hermosillo, Sonora, 25 de mayo de 2021 [12:53 GMT-5] (Neotraba)

Sabemos que el acto de escribir desde el dolor y la desolación entraña algunos riesgos. Más aún cuando se trata de una búsqueda personal detonada por la ausencia física de un ser querido.

Por otra parte, el riesgo de escribir desde un estado emocional fracturado donde nada ni nadie nos brinda sosiego. Ni siquiera dios, si acaso se cree en él. Son elementos que pueden conducir fácilmente hacia el lugar común o a que el texto no sea legible.

En este sentido, cuando se escribe desde el territorio de la derrota, de antemano se sabe que no se tiene nada que perder. Por el contrario, escribir siempre será un desahogo, pero en resumen, para escribir desde una condición emocional tan compleja, se necesita honestidad brutal y, sobre todo, tener muchas agallas para hacerlo.

Por fortuna, existe una estirpe de seres extraños (de la cual me parece Carlos Sánchez forma parte) que no se cansan de hurgar en las entrañas de sí mismos, y que nunca claudican. A los que ni la muerte ni el dolor paralizan, seres extrañísimos que se arriesgan a escribir sabiéndose extraviados, que escriben por necesidad, y que se arrojan a seguir existiendo pese a la inevitable ausencia de los otros que se han ido. Y con su escritura, se atreven a sacarle a su derrota, una bocanada de luz interior que se traduce en palabras que surgen desde la profundidad del lenguaje y de la condición humana fracturada. Palabras que, de paso, desafían lo implacable de la muerte.

“[…] En la infancia aprendí que perder siempre me sedujo… perderlo todo siempre me ha causado placer… Perderte me derrota. Sé que no te pierdo, lo supe en el momento de la llamada para avisarme que no regresabas a casa, que no estabas en la comandancia de policía, ni en el hospital…”

Es el caso de En el mar de tu nombre (Nitro/Press-IMCA, 2021). El autor asume los riesgos propios que implica una perdida afectiva, y ensaya, desde la devastación y la zozobra, un conmovedor relato que transita –con no poco estoicismo–, por el camino de la incertidumbre que le dejó un suceso que marcaría su existencia para siempre.

“Lo supe antes que todos que no regresarías. Me seguirás adonde vaya. Lo dijiste mientras todos en la ciudad te buscaban para encontrarte en una figura de arena, en una hilera de cuerpos tendidos a la vera de lo que antes fue un río. Y fueron a llorar al desconcierto mientras yo avanzaba en este viaje para fugarme solo, solo contigo, solos tú y yo.”

Con una prosa plagada de imágenes bucólicas y agrestes, que por momentos tiene conmovedores registros de prosa poética, Carlos, se sumerge en una búsqueda desesperada –en la tradición de la road novel–, que lo llevan a atravesar una suerte de cartografía de la memoria personal, buscando un poco de sentido a la vida trastocada para poder sanar y llenar ese boquete enorme que le dejó la vida, que le dejó la muerte.

En su relato que es viaje existencial, Carlos transfigurado en migrante, huye de la vida, de la muerte y, sobre todo, huye de sí mismo para indagar mediante el viaje por el desierto sonorense, urgido de respuestas, hasta llegar a un refugio que es Caborca. Tierra heroica que vio nacer al poeta mayor (amigo íntimo de Carlos) el gran poeta Abigael Bohórquez, en quien se apoya para resistir y esperar a que la vida le regrese el aliento y, poco a poco, llegue algo de sosiego.


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