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Portada de "El gran Gatsby" de F. Scott Fitzgerald. Imagen cortesía de
Portada de “El gran Gatsby” de F. Scott Fitzgerald. Imagen cortesía de Blanca Sosa Quintero.

Por Blanca Sosa Quintero.

En 1924 un joven de apellido ahora famoso escribió uno de aquellos libros que no conocen clasificaciones o géneros. El joven en cuestión es ni más ni menos que Francis Scott Fritzgerald; el libro, El Gran Gatsby.

De Gatsby se sabe poco, los rumores que se erigen entorno a él y lo convierten en un personaje fabuloso de principios del siglo XX son a penas suficientes para delimitar su figura. Gatsby desborda riqueza por donde se le vea, y entre más y más se le analice más y más se está convencido de que es un personaje inagotable, se trata de  la clase de hombre cuya capacidad creadora es tal que busca reinventarse a través de ella: la búsqueda creativa de la autodestrucción.

Fritzgerald reviste a su personaje con ciertas cualidades que lo convierten en un héroe trágico contemporáneo en busca del entonces renombrado sueño americano y el amor “imposible”, una especie de Ícaro moderno que termina destrozado por su propia gravitación:

Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos logrados, entonces había en Gatsby algo magnífico, una exacerbada sensibilidad para las promesas de la vida, como si estuviese conectado a una de esas máquinas complejísimas que registran terremotos a quince mil kilómetros de distancia. Tal sensibilidad  no tiene nada que ver con esa sensiblería fofa a la que dignificamos con el nombre de “temperamento creativo”: era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he conocido en nadie y como probablemente no volveré a encontrar. No, Gatsby, al final, resultó ser como es debido. Fue lo que le devoraba, el polvo viciado que dejaban sus sueños, lo que por un tiempo acabó con mi interés por los pesares inútiles y los entusiasmos insignificantes de los hombres.

Es precisamente eso, la voluntad que se autoconsume, lo que guía a los protagonistas de la obra para alcanzar sus sueños y que termina por destruirlos a ambos de formas muy diferentes. (Cabe aclarar que con “protagonistas” no me refiero a la pareja principal, sino a los “amantes creativos” que aparecen en la obra)

El ritmo de la obra varia de acuerdo a cada lector, sin embargo, me permitiré compartir mi experiencia y usaré el ya muy gastado arquetipo de la montaña rusa para darle forma a mis sentimientos: primero una expectación ascendente, las ganas de saber quién es ese tal Gatsby y porqué es tan diferente; después, un conocimiento parcial de lo que cabe esperar del libro (cierto punto muerto en el que se cree que la obra es más de lo mismo); finalmente, una explosión sorpresiva: los rieles de la montaña rusa están incompletos.

Leer el Gran Gatsby es una obligación decembrina si se quiere conocer una pizca del panorama de la (gloriosa) literatura norteamericana del siglo XX (y se quiere emitir un juicio sobre la obra antes de la cuarta adaptación cinematográfica próxima a estrenar en el 2013). ¡A leer ya!

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