El café del diario que oxidó el pocillo
Nueva Narrativa de Tlaxcala | La historia de una familia que se desintegra por el café. Un cuento de Jaklin Parada Cuatecontzi.
Nueva Narrativa de Tlaxcala | La historia de una familia que se desintegra por el café. Un cuento de Jaklin Parada Cuatecontzi.
Por Jaklin Parada Cuatecontzi
Tlaxcala, Tlaxcala, 19 de marzo de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)
El tío Chepe sacó los ojos grises del abuelo Florencio. También su estatura, era bien parecido. Ellos eran bajitos y delgados, pero en comparación con el abuelo, el tío Chepe era débil y flojo. El abuelo Florencio se levantaba antes que saliera el sol. Le amanecía andando cerca de Atlihuetzia llevando a pastar a sus toros, otras veces en el río de San Pablo cuando iba a lavar lana. Los otros días cuando amanecía, el abuelo ya regresaba de la Malinche con leña. El abuelo era muy trabajador.
El tío Chepe fue el xocoyote, él sabía que heredaría todo lo que trabajaban los abuelos porque así era la costumbre. Todos los días se levantaba tarde, la abuela se enojaba mucho. Pero el tío Chepe le calmaba el coraje a besos y apapachos. La abuela era muy fría, nunca se le salían palabras bonitas, ella maldecía hasta cuando daba las gracias. Aunque no se enojaba uno porque lo decía bonito, hasta daba risa. La abuela consentía mucho al tío Chepe porque era el único hijo varón.
El tío Chepe pasaba las tardes mirando pasar la vida y cuando se cansaba de mirar, se iba a Contla y agarraba el tren a Puebla. En uno de esos viajes conoció a la que sería su esposa, una mujer fea que era todo lo contrario al tío Chepe, pero que se sentía muy especial porque vivía en la ciudad.
La abuela también era muy trabajadora, ella tenía una tienda. Cuando el tío Chepe llevó a su pretendida por primera vez a la casa de los abuelos, mi abuelita le cerró la puerta de la cocina, no la quiso invitar a comer. El tío Chepe, enfurecido, se metió a decirle que se iría a vivir con ella a la casa de sus futuros suegros en Puebla.
Al tío Chepe no le importaba lo mal vista que era la costumbre de que los hombres hicieran eso. Se decía que el hombre era flojo y el tío Chepe sí lo era, pero los abuelos no querían que la gente lo supiera, por eso la abuela se empinó el cajete de frijoles para pasarse la muina, salió a ver a la mujer y la llevó a la tienda.
Ese día le dio de comer allí y le empezó a decir cuánto costaba el petróleo, la sal, los comales, los braceros y todo lo que vendía. La abuela, desde el primer día, la empezó a preparar para dejarle todo. Cuando llegó la tarde, el tío tuvo que acompañarla en una carreta hasta el tren en Contla y de ahí para Puebla.
La abuela le regaló dos gallinas y cinco totolitos, maíz azul, huevos criollos, pulque, una pierna de puerco y frijol. Mis tías y mi mamá tallaban su coraje en el metate, parecía que querían deshacerlo con el metlapil. Estaban bien enojadas.
Esa mujer comenzó a venir una vez a la semana y siempre era lo mismo; estar en la tienda y llevarse todo lo que podía. El tío Chepe se iba terciado a Puebla, salía por la mañana y llegaba hasta en el último viaje de la noche, llevaba mucha comida y regresaba sin nada.
La abuela siempre guardaba el dinero en un barril, nadie le tocaba ni un centavo porque una vez mi primo tomó una moneda y la abuela le metió una paliza. Sin embargo, un día le faltó dinero. Esa vez no agarró a palos a nadie y así supimos que el tío Chepe era intocable.
La abuela le encargaba mercancía al tío Chepe, aprovechando los viajes que hacía a Puebla; mermeladas, galletas, hilos, aceite, café y otros abarrotes. Surtían la tienda de la abuela. De tan completa, la gente venía de otros pueblos sólo para comprarle.
El tío Chepe y su pretendida no tardaron en casarse. Cuando ella vino trajo cosas curiosas. Usaba perfumes y zapatillas y le gustaba ir a bailar danzón. Aquí nadie usaba zapatos, con el zapato no podías usar los dedos de tus pies para contar. La gente nomás se ponía guaraches cuando iban a Santa Ana o a Tlaxcala. A la esposa del tío Chepe le duraron mucho tiempo sus zapatillas porque era igual que el tío Chepe, no las gastaba.
El tío Chepe y su esposa se levantaban cuando mi mamá y mis tías ya habían terminado de echar tortillas, cuando el abuelo después de comer se iba a limpiar el chiquero de los puercos y a juntar las mazorcas. La esposa del tío abría su puerta, sacaba el bracero y ponía a calentar agua en un pocillo que había traído de su casa, atizaba bien fuerte y cuando la tapa comenzaba a bailar, echaba cuatro cucharadas de café que sacaba de un frasco.
Cuando el café tocaba al agua desprendía un olor muy fuerte y sabroso. Todo el patio olía a su café. Mis hermanitos y yo, a veces nos queríamos acercar, pero empezaba a atizar tan fuerte que nos aventaba la ceniza del brasero, ¡vieja canija! Ella todos los días le preparaba al tío Chepe su café, no sabía qué le ponía, pero sentías que, sin probarlo, se quedaba atravesado en tu garganta.
Pasaron los años y los días, el tío Chepe y su esposa se llenaron de hijos. A nosotros nos hartaron hasta que mi mamá quiso irse de allá. Ellos se quedaron con todo, hasta con lo que nosotros merecíamos. Mi abuela enfermó y murió. Mi abuelo no quiso quedarse con ellos, agarró su petate y se vino con nosotros.
Ellos se acabaron la tienda porque no sabían trabajar: la señora no atendía bien a la gente y tampoco sabía despachar. Dejaron de criar a los animales, no los llevaban a pastar. Se acabaron todo.
Cuando el tío Chepe murió, yo fui a ayudar para amortajar el cuerpo. Al terminar salí al patio y recordé cómo era la casa cuando yo era niño. Bajé la mirada y vi el bracero con el pocillo donde la esposa del tío preparaba el café. Quise olerlo para recordar su aroma.
El pocillo se veía oxidado. Al quitar la tapa me di cuenta que adentro había una lata rotulada: Sanka coffee, café arábico. Era curioso ver ese tipo de café tan selecto entre construcciones viejas y maíz.
Mirando alrededor de la casa, me di cuenta que habían de esas latas en todas partes, como macetas sobre la barda, en el lavadero para agarrar agua, colgadas en hilo de cáñamo para tocar la puerta, bajo las tejas donde goteaba el agua, sobre la mazorca para cernir el maíz y en su mesa para servir el café del diario que todo lo pudrió.
Sobre la autora:
Jaklin Parada Cuatecontzi es hija del mestizaje, apasionada de los relatos y las historias de antes. En 2019 fue becaria del FONCA en la disciplina de Letras en lenguas indígenas, dentro de la categoría de guion radiofónico. Es una psicóloga multifacética, tanatóloga, hipnoterapeuta y creadora de contenidos radiofónicos en temas de bienestar, radionovelas en lengua náhuatl y programas para niños. Hoy también escribe.