El baile de las máscaras
Creo que dar por entendido que todo ser humano sabe a qué nos referimos con la palabra querer es un error. Parece simple, pero tratar de definirlo es súper complejo.
Creo que dar por entendido que todo ser humano sabe a qué nos referimos con la palabra querer es un error. Parece simple, pero tratar de definirlo es súper complejo.
Foto de Berenice Aguilar
Por Juan Jesús Jiménez
Puebla, México, 30 de junio de 2020 [00:01 GMT – 5] (Neotraba)
Aunque he tratado el tema del querer con anterioridad en mis columnas, me gustaría abordarlo desde una perspectiva distinta, ya que, un tema como éste afortunadamente es flexible ante las miles de perspectivas y discusiones a su alrededor.
Con anterioridad afirmaba que la forma no ha cambiado en absoluto, incluso cuando creemos lo contrario. Creo que dar por entendido que todo ser humano sabe a qué nos referimos con la palabra querer es un error. Parece simple, pero tratar de definirlo es súper complejo.
Para empezar porque no hay una versión estándar de sí, por lo que generalizar la propia experiencia como argumento para definir el concepto puede que funcione a algunos y a otros no; si yo digo que el querer es como oler un naranjo, habrá quien me diga que es más bien un manzano y otro que un peral.
La experiencia propia no puede definir algo que se escapa de nuestro control sensitivo.
El querer parece simple porque lo solemos asociar con una forma superficial de demostrarlo, misma que se ha visto inmortalizada en lo que conocemos cómo romance. Y es entendible. Dar una respuesta corta a algo extenso es parte de nuestra naturaleza práctica, nos evita problemas de comunicación, simplifica los problemas y por lo tanto, las soluciones. Pero mientras se trata de explicar qué es querer a alguien, uno se percata de que lo simple no necesariamente está bien.
Realmente, podría ser que el querer se trate de mucho más que la acción o del propio concepto, porque, para querer se debe conocer, se debe vivir junto a la otra persona; querer lleva consigo una enorme lista de rutinas y características que se asimilan para entenderlas. De cierta forma es como descubrir varios aspectos de una sola persona y saber convivir con ellos, así como mostrar los propios para que la otra persona así lo haga. Podría ser definido como el intercambio constante de miradas al interior para rearmar estas imágenes en una sola, formar algo similar a una película que crece y crece con cada nueva experiencia compartida.
Un baile de máscaras que se colocan y se quitan —a saber de la otra persona— para imitar un juego de rompecabezas en el que la recompensa es conocer.
El querer funciona como este baile ideal de máscaras donde ambos, extraños y ajenos a su respectiva realidad fuera del salón, se miran miles de veces a través de los ojos de otros, como lentes que se ajustan hacia el aspecto que se desea encontrar. Los pasos son los mismos en cada baile pero sus partícipes dan una parte de sí en su interpretación; habrá quién baile sin ritmo y otros que le den de más, cambiando la base de sus pasos. El baile mismo cambia a los oídos de quienes lo interpretan en la pista. Las máscaras cambian, son otorgadas por el mundo exterior del propio baile.
Querer es entonces, danzón, cumbia y reguetón, como lo es también swing, jazz y vals.