Disquisiciones
Tres reflexiones de Esteban Martínez Sifuentes sobre bipolaridades sutiles de la humanidad: la meditación, la terquedad y la apreciación.
Tres reflexiones de Esteban Martínez Sifuentes sobre bipolaridades sutiles de la humanidad: la meditación, la terquedad y la apreciación.
Por Esteban Martínez Sifuentes
Ciudad de México, 21 de septiembre de 2021 [01:39 GMT-5] (Neotraba)
Cuentan que hay yoguis y yoguinis que luego de cierto lapso de inmovilidad y dhiana (meditación) alcanzan el samadhi (completa absorción) que conduce a la liberación, un estado de quietud y paz interior inimaginables: el yiva-atman (integración del alma) con Dios. No es que no crea que exista, pero a mí, mexicocentrista contumaz (culturalmente mitad europeo, mitad indígena), no sé, no me convence…
A nuestra gata le gusta contemplar durante largos momentos hacia el horizonte donde cae el sol. De pronto, sin motivo aparente, pega la carrera desaforada unos metros hasta el pie de un arbusto (a veces es al interior de la casa, lo mismo da). Ahí salta y se estira husmeando otro rato y, con la misma veleidad con que emprendió la carrera, se va de lo más tranquila a otro asunto. ¿Descubrió un pájaro, una mariposa o una lagartija, seres vivos de supremo interés para ella? En el arbusto no había nada. ¿Vio al diablo como indican los supersticiosos? ¿Simple desfogue de energías? Quién sabe.
Somos muy similares a los felinos. Sea lo que sea que nos reclame, no podemos permanecer inactivos mucho tiempo. Somos entes desasosegados. Nos consume la inquietud, el prurito de responsabilidad, el hambre de hacer cosas, cada quien sabrá cuáles.
No sé, son opiniones personales. Estamos hechos (creados, diseñados o programados, como prefieran) para la acción y la reflexión, no para largas horas de contemplación. ¿El argumento? Extremidades, sentidos y cerebro perfectamente adaptados para correr, saltar, crear, más un mundo cuyas imperfecciones nos salen al paso por doquier y un destino final ineludible que nos chicotea de cuando en cuando. Con tanto que ver, olfatear, tocar, hacer (sea hurgarse el ombligo o librar al mundo de los herejes), la contemplación larga y sistemática tiene algo de anómalo, de enfermizo.
Llevo a la gata a un cuartito de casa donde hay ratones y cierro la puerta para que me ayude a cazarlos; se supone que en algún tiempo pasado su estirpe era cazadora de ratones. Husmea aquí y allá, entre los trebejos sometidos por el polvo y los años, interesada, alerta. Se detiene a meditar, quizá sobre el acto ruin de cegar vidas roedoras, en su conocida pose hierática sentada en las patas traseras y contemplando el infinito; se aburre, camina hacia la puerta con tranco cadencioso de emperatriz y maúlla para que le abra pero ya. Le urge emprender otra cosa y, la verdad, a mí también.
Imaginemos este diálogo en una caverna allá en los albores de la humanidad, con una evidente glaciación en puerta:
—Debemos seguir adelante, hacia el sur, tal vez tengamos oportunidad de sobrevivir.
—Exageras, seguro las nevadas pasarán pronto.
—No creo. El sol no sale y en esta región no queda nada por cazar ni recolectar.
—Como sea, he decidido que mi clan y yo nos quedemos.
—De acuerdo, pero todo apunta a que…, por lo que te aconsejo que… Mira que aún no conocemos el pedernal ni los cerillos.
—Nada. Nos quedamos.
El primer hombre de este diálogo (o mujer, por qué no) es tenaz; el otro, un terco.
La tenacidad está emparentada con la constancia, la perseverancia, las ideas, la resiliencia. Es un valor positivo. La tenacidad no es terquedad sino lo opuesto. Se parecen y aún se toman por sinónimos, pero no son lo mismo. La tenacidad es terquedad con apertura y razonamiento. Lo sepan o no, mal hicieron los creadores y divulgadores en el 2020 de la campaña mediática (fines constructivos y altruistas, se supone) al pregonar, con el fin de colectar cierta cantidad de dinero: “Porque los mexicanos somos tercos”. Tal vez lo somos, malamente.
La terquedad es empecinamiento: me monto en mi macho y de aquí no me saca nadie. Es no escuchar argumentos, cerrazón. Terca es una mula, por lo menos en la imaginería popular. Sus razones han de tener las mulas para no escuchar al amo y negarse a seguir adelante con la carga. Sus tiempos, su motivación, no son los del impaciente arriero, y también necesitan afecto.
Tercos son los dictadores, Trump, el Talibán, el que busca hacerse rico a costa de lo que sea o mantenerse en su inercia porque es una fatalidad marcada por su destino, el que no admite sino sus propias razones, el que antepone su tradición, su credo o su libro a cualquier argumentación. ¿Dónde estarían ahora la ciencia y la humanidad si siguiéramos diciendo “es que la Tierra es el centro del universo” o “las que acuden al bosque después de medianoche son brujas y merecen ser quemadas porque así lo marca la tradición”?
Tenaces son Colón, el socorrido Edison, la ancianita que vende pan en un templete en su banqueta porque el reglamento municipal le impide venderlo en la plaza. La tenacidad es apertura; la terquedad, cerrazón, animalidad, o algo peor puesto que desconocemos el verdadero ser de los animales.
El tenaz posee una meta y la sigue, el otro no quiere ceder en su manera de hacer las cosas y por regla no quiere ni oír hablar de ello.
—No seas terco, hombre. Aquí no hay futuro, ¡vámonos!
—El terco eres tú. Váyanse ustedes —quién sabe, tal vez este cabezota y su clan sobrevivieron al frío y en la actualidad sus descendientes constituyen el país de…
Las palabras tienen sus matices y el ser humano es predecible. Desconfía del que dice “soy terco, consigo lo que me propongo”. Lo que se propone seguro no es nada inteligente. Si se confunden el defecto y la virtud, entonces es recomendable recurrir al evangélico lugar común o frase hecha, que por algo la hicieron: por sus frutos los conoceréis.
Toda película que decidamos ver merece verse con respeto, sin interrupciones ni distracciones de ningún tipo, y si la dejamos de ver que sea por fallas en la propia cinta y no de nuestra voluntad o del entorno. El visionado ideal sería sin ruido ambiente, en la oscuridad, sin olor a palomitas, a torta ni a desinfectante barato.
No me opongo a que los niños vayan al cine cuando yo voy, me opongo tajantemente a que acudan los llorones y los hiperactivos. Estarían mejor haciendo campamento en lo alto de la sierra o encerrados en su cuarto con un videojuego, como el ping-pong de Atari de los 80. Algo le han de sacar, así sea los bulbos de la consola.
Tampoco me niego a que asistan las parejitas, pero, caramba, el cine es para apreciarse, ya tendrán tiempo antes o después de la función de soltarse el pelo. Mi recomendación es que se atrincheren en un cuarto con televisión y pongan un maratón de series; si la retoman en el quinto episodio y luego en el noveno de la tercera temporada no se sientan culpables, no se han perdido de nada… Pero, bueno, si la película en el cine vale la pena, hay que aguantarse.
Y luego, del otro lado de la pantalla, están los clichés. Abundan hasta en las buenas películas. En una pelea, una patada voladora en el pecho del protagonista lo expulsa de espaldas a estamparse contra la pared, así se encuentre ésta a cinco metros de distancia, y creo que el mal ejemplo empezó con Kill Bill a inicios de los 2000. Para muchos directores sin imaginación, de unos años a la fecha, la única forma de transmitir pasión en un encuentro amoroso es hacer que, frente a frente, ella se trepe a la altura del pecho en los brazos de su contraparte, para empezar así la andanada mutua e impostergable de manoseos y besos. Apasionante sí es, ¡pero tantas veces lo mismo!
Otro cliché, las persecuciones, corriendo a pie, en motocicleta, en auto, en lancha, en avión, en patines, en naves espaciales; a más larga la persecución, menos original la trama y, da no sé qué, más ingresos en taquilla. Lo mismo las escenas de sexo, y las de balazos. Y cantidad de escenas de comida que empiezan cuando está a segundos de terminar la comida: el protagonista aparta el plato, se lleva la servilleta a la boca y se chupa los dientes gesticulando con lengua y labios, y cuando alguien le retira el plato siempre hay abundante comida en él, un desperdicio. Hacer que un actor coma “realmente” no es nada fácil, considerando que una misma escena puede repetirse diez, veinte veces hasta que el director quede satisfecho. Scorsese es uno de los pocos que consigue que sus actores coman “realmente”.
En las películas de superhéroes abundan los diálogos brillantes (insolentes, súper irónicos) de los personajes “comparsa”, los que acompañan, contrapuntean y reaniman a héroes y heroínas. Puede ser un robot, un enano, un zombi o un animal antropomorfizado. Claro, hay especialistas dedicados exclusivamente a los diálogos; los pulen, los prueban y re-prueban, como un detergente antes de sacarlo al mercado. Es lo mejor de dichas películas, son todo un viaje por sí mismos, lo único que vale la pena, aunque el público mayoritario, los niños, muchas veces ni se entera. Lástima que conducen, mil explosiones y batallas con rayos láser después, a un resultado final vacuo y repetitivo.
Lo peor de este lado de la pantalla de cine (o de televisión): los que se creen expertos porque han visto todas las películas de tal actor, porque conocen las principales de Spielberg, o los que saben decir si su estrella favorita se quedó con el Óscar o estuvo a un pelito de obtenerlo. El cine, como cualquier arte, no se aprecia con datos ni estadísticas.
Lo peor de lo peor: los que creen que el cine que vale la pena empieza con La guerra de las galaxias, ese despliegue de millones de dólares con la misma, sobadísima historia aderezada con seudo ciencia ficción. Ah, y a mayor cantidad de naves, edificios, ejércitos y planetas destruidos, menos interesante la película para un servidor.
A todos nos gusta que nos cuenten narrativas tristes, alegres, tragicómicas, fársicas, blancas, sangrientas, fantasiosas, sucedan en el mar, en el bosque, en un barrio lumpen de Japón, en la última galaxia del universo, en un sótano frío o en la cima de un rascacielos, con la salvedad de que sean creíbles, redondas y sintetizadas como no sucede en la realidad, para sufrirlas/disfrutarlas sin cortes en hora y media o dos. Pero cualquiera se cansa a la segunda o tercera ocasión de ver lo mismo.
Los actores serios actuales se preparan seriamente en todas partes. La gran mayoría de los actores cómicos, sobre todo en el cine, parecen prepararse sin seriedad porque a mí no me hacen reír, sobre todo si llevan la impronta “Hollywood”. Más que la pandemia, las series estiradas ad infinitum y el cine-espectáculo están acabando con el espectáculo del cine. Los peores y más comunes argumentos y, sin embargo, confesados como si fueran culpa o fatalidad, para acudir al cine o rentar la película: es que está arrasando en taquilla, es que la estelariza tal actor/actriz. ¿Acaso el cine, las novelas, el teatro, la política, la vida no son un todo de música, diálogos, ambientación, actores secundarios, vestuario, argumento, cuestionamientos, moraleja y dirección, sobre todo de dirección…?
Un último sermón de viejo amargado, pero más o menos conocedor: soy seriéfilo, sólo que las series memorables las puedo contar con los dedos de las manos. Las películas como las conocemos ahora empezaron a inicios del siglo XX, y solían manufacturarlas, bordarlas a mano (aún ahora sucede) con fines comerciales de recuperar siquiera la inversión o pagarle al que cargaba la cámara y, a la par, le daba continuidad a las escenas. Eran parte del rodaje el romanticismo, la heroicidad, el afán de innovar, ciertos objetivos artísticos que no se compran con una nave desbordada de billetes verdes por muy intergaláctica que sea.
Los tiempos cambian, hay que asumirlo, pero podemos ver alguna de esas películas para volvernos menos arrogantes, más pausados, más con los pies en la tierra. O, como decían en mi pueblo, más así bien sabe cómo. Lo que sea mientras guarden compostura durante la función.