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Por Óscar Alarcón (@metaoscar)

Puebla, México, 7 de junio de 2022 [14:45 GMT-5] (Neotraba)

Ya había escrito sobre lo que implica mudarse de casa, echar todos los trastes y demás mugrero que uno guarda –mugrero personal que uno atesora y que no está dispuesto a dejar porque es su mugrero.

Uno se echa a navegar a la mar de las mudanzas sin saber a dónde va a llegar. Uno piensa que los vecinos que le tocarán son los mejores, los más buena onda del mundo, que a uno lo recibirán con los brazos abiertos, con tarta de pera y café para celebrar la llegada. Nada más equivocado. Y es que tener vecinos en Puebla es cosa seria: uno tiene que aguantar desde las cumbias a las 7 de la mañana en sábado; limpieza de la sala en domingo a las 5 de la mañana; las mañanitas de Cepillín a todo lo que da en jueves a las 10 de la noche, todo eso como si se llevara a cabo en la sala del propio departamento porque las paredes son como de papel arroz.

O bien, si uno llega a un lugar de aparente tranquilidad, prepárate porque vienen cosas peores.

Puede ser que detrás de un conjunto de casas aparentemente tranquilo se esconda una vecina vigilante, al acecho de todo lo que haces: no cerraste el portón, no sacaste la basura el día en el que debes hacerlo, no avisaste que tendrías visitas, no les diste las buenas noches a las plantas: no, no, no.

Esa paranoia va acompañada de cámaras de vigilancia en pos de la seguridad. Hemos construido conjuntos habitacionales para vigilar a los otros y tener cierto poder sobre sus vidas.

De pronto uno se siente como en Big Brother y no se puede uno rascar, en salva sea la parte, mientras se encuentra en el patio por temor a ser grabado –o escuchado, uno nunca sabe– por la vecina que está al acecho desde que dios amanece hasta que los gatos salen a pasear.

Dentro de esa fila de “no, no, no” puede aparecer la vecina a la que le choquen los perros. Y si el tuyo es parte de tu familia harás hasta lo imposible por defenderlo. Más cuando el cachorro en cuestión tiene personalidades múltiples y un día ladra y al otro aúlla o a veces hace como si de una niña gato se tratase.

La vecina en cuestión le llamará a uno a las 10 de la noche, apenas pone un pie en la puerta porque lo tiene vigilado, y le dirá que no pudo hacer su home office porque su perro, que es de raza pequeña pero se cree un husky estuvo vocalizando toda la tarde a la espera de su regreso. Y es que la pandemia no sólo nos afectó a nosotros sino que nuestras mascotas ahora tienen ansiedad por separación. ¡Vaya cosa! Pero uno está para defender a su mascota y si quiere aullarle a la luna todo junio está en su derecho pues también es su casa ¿no?

En fin, que recomiendo no visitar nunca, ni por error la casa de alguno de tus vecinos. Y mucho menos acudir a una cita aparentemente casual si eres nuevo en el vecindario, porque comenzarán a recetarle a uno todo lo que sí se puede hacer, pero, sobre todo, lo que no se puede hacer –y vuelve el “no, no, no”: No se pueden tener fiestas ruidosas, no se puede colgar un cable para el internet al frente de la casa y, lo más importante, no puedes votar por MORENA.

Bonita chingadera, diría mi madre.

Lo que en verdad recomiendo es irse a vivir a una isla desierta, con cientos de tiburones hambrientos alrededor y con un coco para sobrevivir 10 meses, porque ya lo dice aquel dicho: “perro, perico y poblano no le des la mano, trátalo con un palito porque es el diablo maldito.”


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