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Por César Gómez Cisneros

Estado de México, 10 de febrero de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

Carlos despertó al golpearse la cabeza con la ventana. Al enderezarse, vio a Luis acostado sobre las tiendas. En la orilla, Sara estaba en cuclillas frente a su mochila. Llevaba una tela elástica de colores como cubrebocas a causa del polvo que flotaba en toda la cabina. Entre las cosas que sacaba, Carlos alcanzó a distinguir un par de tarteras, un rompevientos perfectamente enrollado, unos guantes de piel Black Diamond aún con la etiqueta de nuevos y un botiquín de primeros auxilios. Sacó una caja metálica, la apartó y volvió a meter lo demás sin perder el orden inicial. Dio media vuelta para recargarse en su sleeping

Cuando la camioneta pasó por un gran desnivel, Luis también se golpeó la cabeza. Soltó una grosería y se incorporó para dar una patada a Carlos, quien carcajeaba. Sara lo miró de reojo. De la caja había sacado un par de lámparas frontales. Una era pequeña y la otra era del doble de tamaño, se veía mucho más robusta. Le quitó una pequeña tapa y la conectó a una batería externa. Extrajo un paquete de pilas triple A y con ayuda de su navaja abrió la pequeña.

—¿Qué tanto hace la Petzl? —preguntó Carlos cuando vio el logotipo en la lámpara grande. 

Sara parecía no haber escuchado, pero una vez que terminó de colocar las pilas, tomó la lámpara más robusta y oprimió el encendido. Un enorme haz se proyectó hacia el techo, que fue cambiando en color e intensidad. Enunció sus características secamente mientras la maniobraba. Era de uso industrial, 1100 lúmenes, pila recargable de larga duración. Cuatro tipos de luces y sumergible hasta un metro. Carlos miraba con curiosidad. Luis volteó hacia él y lanzó una mueca de repulsión, se volvió a recostar enseguida. 

—Eres boy scout o algo así, ¿no? —Carlos comenzó a toser por el polvo. Tragó saliva—. Amiga de Leandro Martínez.

En realidad, había escuchado mucho de ella. Leandro la estimaba por ser hija de un viejo amigo montañista. 27 años, egresada de la Facultad de Contaduría. Boy Scout y miembro reciente de la Brigada de Rescate Alpino. Viajera, con gusto por la bicicleta de montaña. Tenía experiencia y condición, estaba seguro de que lograría la cima aunque fuera la primera vez que lo intentara. Además, podría ayudar y respaldar al equipo conformado en el trabajo. Oficinistas y familiares, la mayoría neófitos. Montañistas por casualidad o por curiosidad.  

—Así es —dijo Sara—. Tú debes ser Carlos. Siempre haces cima, ¿no?

—Llevo tres cimas por la cara norte  —se movió hacia donde estaba arrinconada una hielera rectangular—. Este año no pienso intentarlo.

Se frotó las manos y sacó una cerveza, le ofreció una a Sara, ella sólo dio las gracias. En voz baja mencionó que no tomaba. Parecía perpleja. Volvió a cubrir su boca y nariz. Desató las agujetas de su bota derecha para luego amarrarlas con fuerza y finalmente se quedó contemplando el sendero agreste que iban dejando atrás. Más tarde, Luis se levantó para destapar una cerveza, bebió dos terceras partes de un solo trago y lanzó un gran eructo. 

—¿Por qué no lo lograste la primera vez? —preguntó Sara más tarde. Veía a Carlos con expresión rígida. 

—Una compañera tuvo mal de montaña a mitad del ascenso. Tuve que acompañarla de vuelta al refugio —Carlos alzaba la barbilla—. Íbamos por la misma ruta que intentarán mañana. 

—Mencionaste algo sobre tener miedo —Luis lo interrumpió, lo miraba de reojo y sonreía—. Dijiste estar en el mejor momento de tu vida.  

Carlos lo empujó con el codo y trató de reír. Se percató de que Sara lo miraba con el ceño ligeramente fruncido. Veía su cerveza, a él, y nuevamente a la botella. No dijo nada, asintió, se alzó el cuello de la chamarra polar y giró la cabeza. Carlos dio el último trago y al instante destapó una nueva sin dejar de mirar a Sara. 

El camino más accidentado había quedado atrás y avanzaban por un terreno más regular y húmedo, donde la tierra estaba apisonada. El sol había perdido toda intensidad, era una silueta opaca a través de la neblina. Cuando llegaron a las faldas del volcán, muchos ya habían comenzado a caminar. Leandro pagó a los choferes y aclaró la hora en que los recogerían al día siguiente. Al bajar mochilas, piolets y demás, se dividieron la carga entre todos los que estaban e iniciaron el sendero de 300 metros que llevaba al refugio.

El viento soplaba acelerado y era necesario cubrirse la cabeza. La neblina ya tapaba la mayor parte del horizonte y del volcán sólo se veía una parte del glaciar, debajo de la cima. 

—Pues condición sí trae —mencionó Luis. Sara iba veinte metros delante de ellos, llevaba todos los bastones, aparte de su mochila, y mantenía el mejor ritmo. 

Carlos apresuró el paso, pero la altura mermaba el ritmo en su cuerpo poco aclimatado; jadeaba y no paraba de escuchar el repiqueteo dentro de su cabeza. Cuando llegaron, la mayoría de los lugares para montar las tiendas estaban ocupados, al menos cerca del refugio principal. Caminaron hasta las orillas de la planicie, donde encontraron un lugar raso. A unos metros, Sara ya montaba una pequeña tienda individual. Ambos se aliviaron de no tener que compartir casa con ella.

Poco antes de armar por completo la suya, Leandro se acercó con una hoja donde tenía los nombres de todos. Preguntó si partirían a media noche para iniciar el ascenso y si intentarían hacer cima. Luis, como siempre, iría en el segundo grupo, el que partía dos horas antes del amanecer y llegaba al inicio de un sendero conocido como El Espinazo. Esto implicaba una tercera parte del trayecto total. Cuando Carlos mencionó que haría lo mismo, Leandro quedó incrédulo. 

—Ahora que no tienes que cuidar a nadie, ¿sales con esto? 

—Vine a tomar fotos. Por fin ocuparé la cámara —dijo risueño. Estiraba los brazos por detrás de su nuca. Señaló al frente: un sol rojizo, de líneas claras, bajaba por el horizonte totalmente despejado 

—Ella sabe de fotos —Leandro señaló en otra dirección. A sesenta metros a la derecha, sobre un peñasco frente al desfiladero, Sara enfocaba su cámara—. Quizá puedas aprenderle algo, por si no te enseñaron bien. 

—¿Es en serio? —preguntó Carlos sarcástico. Leandro alzó los hombros, rayó su nombre de la parte superior de la lista y se fue. 

Una vez que terminaron, Luis se metió a la tienda. Carlos se arrodilló para alcanzar sus cosas y sacó un rompevientos. Jaló una pequeña mochila de donde extrajo la Canon. Tomó algunas fotos ahí sentado, la mitad de sus piernas sobresalían de la tienda. Se quedó contemplando. Al suspirar, el vaho se elevaba y desaparecía al instante. Se puso de pie, abrió completamente el cierre y fue hacia el peñasco. Una vez frente a él, tuvo que usar las manos para escalar, le sorprendió lo complicado que resultaba por lo húmedo de la roca.

Cuando lo logró, vio a Sara sentada con las piernas cruzadas frente al sol. Usaba lentes oscuros y comía una ensalada de manzana y arándano. Había deshecho su coleta. Su ondulado cabello castaño se elevaba con el viento. Se acercó, colocó el teleobjetivo y alzó su cámara. El sol ya casi chocaba contra la negrura de los cerros a lo lejos. Sara pareció no percibir su llegada. 

—Falta muy poco para el ocaso —había volteado a verlo—.  ¿De cuántos milímetros es tu teleobjetivo? 

—No sé —se detuvo y observó el lente—. No es mi cámara. 

—Yo prefiero el gran angular para estas tomas.  

 

Carlos no dijo nada, observó la cámara que colgaba del cuello de Sara. Al ver el lente recordó para qué servía un gran angular. Por un instante, se vio a sí mismo en primer plano con un sembradío enorme lleno de girasoles detrás, a orillas de alguna carretera de Guanajuato. Se quedó mirando la cámara que tenía en sus manos como si fuera la primera vez. Sara se recargó sobre los brazos y alzó mucho la cabeza.  

—Supongo que de lado de la cara norte nunca ven así los atardeceres. 

Cumbres de Maltrata, de José María Velasco. Óleo sobre tela. 1875.

—No —Carlos dudó un segundo. Era la primera vez que se daba cuenta de eso. 

—La mayoría dice que esa ruta es más difícil que esta. ¿Será cierto? 

—Ya lo creo. 

—¿Por qué? Si entendí bien, tú nunca has terminado esta ruta. 

—Pero completé El Espinazo —Carlos dejo caer los brazos, había elevado su tono de voz. 

Sara comenzó a preparar su cámara mientras Carlos continuaba hablando de la cara norte. Mencionó El Laberinto o El Laberinto del Diablo, que era como él lo llamaba. “Uno siempre se pierde ahí, no hay un camino único”, decía. Solo hay que salir como sea y llegar al glaciar a los 5100 metros de altura. Siguió hablando y no se percató de la llegada de Luis ni de que Sara ya no lo escuchaba.

Fue hasta que el sol ocultó media cara que se detuvo. Alzó la cámara y disparó una vez. Quitó el teleobjetivo y puso el 18-55mm. En su encuadre ya no veía un fondo rojo y amarillo, ahora se tornaba violáceo y azul. Incluso se apreciaba ya la primera estrella en la esquina superior derecha. No pudo tomar mucho antes de que el sol se esfumara por completo.  

—Con el teleobjetivo quizá hubieras captado una bonita secuencia del sol —Sara revisaba sus tomas—. Paso a paso. 

Carlos bajó su cámara en silencio. En ese momento, Luis sacó un par de cervezas y le pasó una. Tuvo que golpearlo con la lata en el brazo para que reaccionara. Una vez que se percató, la destapó y dio un gran sorbo. Al escuchar, Sara alzó la mirada, veía la lata y lo veía a él de nuevo. Guardó el recipiente de ensalada, se colgó la cámara y caminó. En segundos descendió hacia las tiendas. Carlos la siguió con el ceño fruncido. Luis comenzó a reír, le dio una palmada y pidió que le tomara una foto. Fue hasta la orilla, se paró en una pierna y alzó ambas manos en una pose exagerada. 

A las 8 de la noche, todos se reunieron para beber café en el refugio principal. Luis y Carlos permanecieron afuera un momento con los compañeros que harían cima. Oficinistas, pero con gran condición. Uno de ellos era maratonista. Otro hacia bicicleta de montaña. Ambos habían subido con Carlos anteriormente y platicaban viejas anécdotas. Todos querían saber por qué no subiría esta vez. “No vine en ese plan, amigos”, contestaba con la cabeza gacha. 

Una vez dentro, les ofrecieron pan con jamón, todos tomaron uno. Sara estaba de pie frente a la mesa. Hablaba de la importancia de tomar las cosas con seriedad. Los incitaba a tomar algún curso de montañismo, incluso si solo venían a acampar. “El Pico de Orizaba no es para principiantes”, sentenciaba. Al centro, una pequeña estufa calentaba un pocillo con agua.

Una vez que hirvió el líquido, Sara dobló la estufa de una forma tan curiosa que a todos les causó asombro. Mientras iban llenado las tazas, explicó lo útil y práctica que resultaba. Cuando tuvo el pocillo en sus manos, Sara se sirvió y le preguntó a Carlos si quería. Él negó con la cabeza y salió del refugio. Luis lo siguió. Leandro les dijo que se verían a las cinco de la mañana. “Ya no tomen”, gritó antes de que desaparecieran en la oscuridad. Al llegar a la tienda, el celular de Luis vibraba. 

—¿Puedes creer que aquí sí haya señal? —entusiasmado, contestaba algún mensaje—. Es la pelirroja, ¿recuerdas? Creo que la amo. 

Destapó una bolsa de pasas con chocolate y tomó un puñado mientras se acercaba el celular a la oreja para escuchar una nota de voz. A Carlos le pareció una sonrisa muy idiota. Tomó su teléfono, sólo para comprobar que tenía red, pero nada más. Jaló su mochila y de un compartimento extrajo una pequeña licorera con mezcal. Le dio un sorbo y se la pasó a Luis, que dio un trago. Hizo una mueca de asco y se la devolvió sin dejar de mirar la pantalla. Carlos destendió su sleeping y se recostó.

Más tarde, cuando Luis ya roncaba, se escucharon pasos y una luz apareció a su derecha del otro lado de la tienda. Escuchó cómo corrían un cierre. Su reloj marcaba las diez, pensó que era tarde para quien pensaba descansar un poco antes de intentar la cima. Se puso una sudadera polar, el rompevientos, un gorro y sus guantes. Prendió la Canon y ajustó la apertura al máximo. Revolvió su mochila para sacar el tripié. Antes de salir, se guardó la licorera.

Afuera, la temperatura había caído. La piel se enfriaba rápidamente al estar descubierta. Alrededor, muy pocas casas se mantenían iluminadas; arriba, miles de estrellas fulguraban. Carlos alzó la vista para ver cómo casi se rozaban unas con otras. Caminó para abrir su tripié, colocó la cámara y lanzó el primer disparo. En ese momento, Sara salió de su tienda, con una gran chamarra y guantes. De su cuello colgaba la cámara. Saludó y la recargó en un montón de piedritas. Carlos la vio encender su celular, lo tenía sincronizado y desde ahí activaba el disparo. Lanzó un par y se movió de lugar.

Después de un rato, Carlos se dio cuenta de que no estaba teniendo éxito con sus propias fotos. En la dirección donde apuntaba, una casa aún tenía luz y no permitía una buena toma. Al encuadrar otra parte de la bóveda celeste, no conseguía lograr una buena nitidez y salían con mucho ruido o simplemente movidas. Modificó el ISO y realizó otra serie de disparos. A unos metros, Sara buscaba otra toma, la veía hincarse y activar el obturador. Lo hizo un par de veces más, luego se puso de pie y se colgó la cámara. Al voltear, preguntó qué tan bien le iba con sus tomas. Carlos alzó el pulgar. 

—De ese lado, se ve la Vía láctea. Extraordinaria —Sara señalaba a su izquierda, donde estaba aún la tienda iluminada—. Si logras captar esa casa, el relieve azuloso de la roca y las estrellas, se vería fenomenal. 

Carlos movió la cabeza, tomó la cámara entre sus manos y revisó las fotos. Sara se acercó, hablaba de la posibilidad de obtener tomas decentes con el 18-55mm. Después le preguntó qué ISO estaba usando y por cuánto tiempo mantenía abierto el obturador.  

—Un minuto y, del ISO, no sé —respondió cortante.

—Quizá necesitas más tiempo y un ISO intermedio —Carlos lanzó otro disparo.

—Yo me voy, creo que tengo poco más de una hora para descansar. No pases mucho tiempo afuera— Sara fue directo a su tienda, su luz se apagó rápidamente. Carlos aumentó el tiempo en su cámara, disparó y se apresuró a sacar su licorera. 

Minutos después, cuando ya todo alrededor era oscuridad, Carlos tomó la cámara y comenzó a revisar la memoria. Perdió la noción de cuánto se desplazó hasta encontrar una imagen donde el cielo era nítido y perfecto; atrás seguía una más y luego otra. Eran fotos que él no había tomado. Pensó que cada una valía más que todo lo que él había logrado esa noche y que no sabía nada de fotografía.

Siguió retrocediendo hasta encontrar algunas donde se veía él mismo. En una montaba, en una tienda. En la otra aparecía con Leandro y Luis. Recordaba vívidamente. Hacía un año. La Malinche, Tlaxcala. Cuando alguien más disfrutaba tomarle fotos. En ese momento, vibró su celular. Era su madre. Se quedó observando la pantalla sin ánimos de contestar, pero lo hizo. Quería saber cómo estaba, ella no podía dormir. “Bien, mamá, todo bien. Ya dormiré, trata de descansar, te marco mañana”. Luego de colgar, dio un gran sorbo de mezcal.

No se dio cuenta de qué tan rápido acabó con él ni el tiempo que transcurría. Cerró los ojos y se quedó ahí sentado, con las manos frente a la boca.

—Oye, ¿cómo te va? — preguntó Sara instantes después. Llevaba casco y polainas en las piernas, de su mochila de treinta litros en la espalda colgaban sus crampones y el piolet. Entornaba los ojos mientras ajustaba su lámpara. 

Carlos alzó el pulgar mientras movía de un lado a otro el cuello entumecido. Su piel era pálida, tenía la nariz enrojecida y los labios morados. Se paró con lentitud. Se esforzaba en guardar la cámara y doblar el tripié. Cuando lo logró, dio la vuelta y caminó hacia su tienda.  

—Se te olvida algo —Carlos hizo caso omiso y siguió caminando. Sara apuntaba con su lámpara al suelo donde yacía la licorera. Luego se paró frente a él y lo tomó de los hombros—. ¿Seguro que estás bien? 

Su cabeza retumbaba más fuerte que nunca y sentía nauseas. Forcejeó para librarse, pero Sara seguía en la misma posición y no lo dejaba pasar. 

—Déjame en paz —vociferó Carlos y dio un fuerte tirón para después empujarla con un brazo. 

Sara se hizo a un lado y Carlos perdió el equilibrio. Trastabilló y, al querer retomar su paso, se topó con una piedra redonda y suelta. Resbaló y cayó de bruces con la cámara y el tripié debajo de él. Rodó hasta que una gran roca lo detuvo tres metros abajo, cuando su dorso impactó en ella.  

—¿Estás bien? —gritó Sara, había bajado de un salto. 

Carlos lanzó un sonido gutural y apretó los ojos. Sara lo ayudó a incorporarse, pero solo consiguió que se pusiera boca arriba. Un manchón rojo cruzaba su nariz en diagonal. Tardó unos segundos en moverse. Cuando se pudo incorporar, quedó recargado en la roca. Al aspirar, todo le dio vueltas y sintió un sabor asqueroso en el paladar. Al exhalar, la contracción lo dobló por la espalda y no pudo contenerse. Soltó la primera ráfaga con un espasmo terrible que le hizo lagrimear, durante un minuto siguió expulsando aquel líquido verdoso con sabor a mezcal y jamón.  

—Me contaron que solías ser bueno —dijo Sara después—, que subiste cuando lograron su mejor tiempo y siempre mantuviste el ritmo. 

Carlos permanecía con la boca abierta mirando la mancha luminosa de ciudad a lo lejos. Su pecho se movía de arriba hacia abajo y un hilo de saliva colgaba de su labio. Por instantes aún sentía arcadas y se tapaba con la mano. Se limpió con la manga y forcejeó para abrir la mochila. Al sacar la cámara, no pudo retirar el lente. El mecanismo de sujeción se había atorado y era imposible liberarlo.  

—Me gustaría pensar que estás en otro buen momento de tu vida, que no puedes arriesgarlo todo —susurró Sara. 

Carlos bajó la cabeza y sus hombros se hundieron. Su mirada perdida, los ojos vidriosos y su boca aún temblaban. Permaneció así unos segundos, con la cámara pegada al estómago y el pómulo a la roca. Segundos después, cruzó los brazos, los llevó a su pecho y con las manos apretó sus hombros. Todo su cuerpo temblaba. 

—Métete, estamos a ocho bajo cero. No puedes pasar más tiempo afuera sin moverte. 

Se paró junto a él, le tomó un brazo y se lo pasó por arriba del hombro. Antes de llegar a la tienda, le ayudó a recoger el tripié y la licorera. Una vez que estaban frente a la entrada de la casa, Carlos pudo sostenerse por su propio pie y el color de su cara ya se acercaba al habitual. Sara sacó algo de su pequeña mochila. 

—En el grupo de cima llevamos dos. Leandro se queda otro y pienso que tú deberías quedarte con el último — le tendió una radio—. Para que apoyes, sólo si es necesario. Por cualquier cosa. 

Carlos permaneció inmóvil, la miraba fijamente. Veía la radio y luego a ella. Finalmente la tomó entre sus manos y asintió. Sara movió el cuello de arriba a abajo varias veces. Dio un par de saltos y emprendió el camino. Se alejó rápidamente hasta perderse en la penumbra. Alrededor, algunas casas se iban iluminando. Era la hora en que las lámparas de quienes iban por la cima se tenían que encender en la oscuridad para comenzar. Al alzar la vista, se alcanzaba a distinguir la primera hilera de lucecitas que ya se movía en dirección al arenal.

Una vez dentro de la casa, dejó todo en una esquina y se envolvió rápidamente en el sleeping. Al intentar acomodarse, sacó el celular para cambiarlo de bolsa y se quedó contemplando la pantalla un instante; conservaba más de la mitad de batería a pesar de la temperatura y aún tenía red, pero nada más. Finalmente lo apagó. Una vez de lado, colocó la radio frente a sus ojos y se quedó mirando el led verde, sin parpadear, mientras escuchaba las frecuencias del exterior.


Sobre el autor:

César Gómez Cisneros. 22 de octubre de 1990, Estado de México. Estudió Ingeniería Eléctrica Electrónica en la Facultad de Ingeniería de la UNAM. Le agrada tocar con su banda, la fotografía, la escalada y el senderismo. Ha publicado narrativa en revistas como Septentrión y Palabrerías. Asiste al taller de Creación Literaria del Faro Indios Verdes, en la CDMX.


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