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Por José Luis Domínguez

Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, 25 de agosto de 2020 [GMT-5] (Neotraba)

En la familia existe seguramente por lo menos

una gota de sangre plebeya. Si no fuera así,

¿cómo se explicaría tu inclinación a vestir

 prendas rotas y viejas? Siempre tuviste

 mucha ropa, y siempre preferiste los harapos.

Las joyas de los Cabot, fragmento, de John Cheever.

Cada ser humano, para superar sus propios terrores,

busca perseverar en su existencia, aún a costa de los demás.

José Ángel Martos.

Que Elena Guadalquivir lo odie así, en secreto, no le es del todo ajeno. Esa certeza no se la otorgan los sentidos sino la intuición. El desprecio que se vislumbra en sus negras pupilas, encendidas como inéditas brasas, le navega por hondos y prolongados laberintos de la sangre. Es tan irresistible, tan seductor, el odio, a veces más que el amor. Ella no acepta el hecho de que alguien como Antonio Crisanto llegue a su restaurante con esas ínfulas, tan orondo, como si en realidad el mundo le perteneciera, y dure ahí, sentado, hora tras hora, y sólo consuma lentamente un par de tazas de café, y lea y escriba y anote sabe Dios cuántas cosas, mientras ella debe estar, también ahí, atada, como una marioneta inútil o como un espantapájaros en un sembradío, ligada al menor de sus movimientos esporádicos, esperando siempre una señal, aunque ésta sea gótica, barroca, preventiva o de cualquiera otra índole, pero en fin, señal, y nada.

Elena detesta con todas sus fuerzas esa sobrentendida dependencia; esa imposibilidad de huir; esa cordialidad necesaria, la cual, dada su función, debe prodigarle a manos llenas. Por eso desprecia también todo aquello que él representa: el desparpajo, la libertad, ese aire pleno de autosuficiencia

Dicha animadversión no es otra cosa que un oficio, aprendido a lo largo de los años gracias a aquella presencia. Un oficio que puede manejar con cierta diplomacia, con cierta gracia, con un toque de maestría, con cierta refinada crueldad. Ella, quien nunca se hubiera creído capaz de anidar esa clase de resentimientos.

Sí, doloroso y a la vez placentero ha sido reconocerlo, lo ha aborrecido en la misma medida en que él le ha dado ese conocimiento de saberse desplazada, contingente, prescindible. Ese es el justo sentimiento, que da pie a la esporádica estratificación, al aplazamiento, a la parálisis; hundida como está hasta el tuétano en este triste pueblo antiguo de Guerrero, cuna de héroes y de grandes próceres a quienes la historia, ingrata, ha pagado con el más devastador de todos los olvidos.

Cuando Antonio se atreve a mirarla, ella sonríe. Y ese gesto de Mona Lisa es más bien una mueca de desprecio el cual no acaba nunca de concretarse. La curva en la invisible gráfica de aquel encono aumenta justo ahora que él, en un descuido, vuelca, en uno de esos torpes e innecesarios manoteos, uno de los cubiertos sobre el piso. El muy cretino. Si pudiera Elena le cobraría muy caro ese salvajismo, esa brutalidad innata, esa forma burda que se refleja una vez más no en las cosas del espíritu, sino en las cosas del mundo material en el cual ella siempre ha habitado; en el modo con el cual ha tomado entre sus dedos la taza y le ha dado de sorbos con esos labios igualmente gruesos, falto a la buena educación con la cual ella, todo el tiempo, le ha servido.

Antonio Crisanto realmente disfruta de esa sencilla, lenta y placentera operación de abrir el pequeño sobre. Lee sobre la cubierta del mismo ese nombre que le gusta tanto: Lautrec. Sí, Lautrec, con ele. De Laura, Lorena, Lorenza, Lucas, Luisa y de pelele. Mira la azucarera y ahora entiende muy bien por qué su contenido que habrá de acompañar el café de los malos bebedores es tan blanca como la nieve. Una azúcar refinada es también un acto de racismo.

Azúcar refinada como la educación misma de aquella mujer tan plástica, tan rígida, tan formal, tan vieja y tan joven a la vez, tan contemporánea como una chica japonesa.

Piensa que estar especulando en este instante con esa clase de tonterías, no es sino una consecuencia de tener una mentalidad demasiado aficionada a los juegos de palabras, retruécanos y crucigramas que ha venido resolviendo desde hace ya varios años.

Ele de Elena, de Lampedusa, de laucreme, de laringe, Leclerc, leona y libertad. De hecho, ele puede llegar a ser cualquier cosa si él se lo propone. Ele de laja, de lija, de lonja y de lingote. Y parafraseando, ironizando a Neruda: se llevaron todo el oro los españoles, pero nos dejaron las palabras, los vocablos, nos dejaron todo el loro.

Si su imaginación sigue sin rienda, y con esa misma terca e impertinente manía por lo abstracto e inservible, va a acabar siendo una simple ele, él mismo. Una ele de loco, dándose de topes con la ele de los cuernos de la luna.

Retoma a Lautrec. Tolousse Lautrec. El artista, el generoso, el verdadero amante de las tiernas, sensibles, alegres, cojas como él, gordas, pechugonas, narizonas, feas prostitutas del Molino Rojo, a las cuales Tolousse Lautrec habría de canonizar, y de inmortalizar después en sus exóticos carteles. Ah, aquellas prostitutas, amables, tiernas y sensibles, alegres y educadas desde el océano de las emociones de su respectivo corazón, con las cuales Lautrec comulgaba y con las que volvía a rescatar el juego de las eles: Lucy Jordan, Miss Dolly, Loie Fuller, Mireille, Jane Avril, La Goloue, y podía ser lascivo, lépero, licántropo, pero sobre todo lujurioso, es decir, darse el lujo de ser lurias.

No como Elena Guadalquivir, quien justamente ahora lo mira con sus ojos de cuerva inmóvil, desorbitada, indiferente, sobre la silla giratoria, con su dizque exquisita educación europea; y según ella, como casi todas las de este maldito pueblo bicicletero, muy de sangre azul, detrás de esa caja registradora, protegiéndose con ella, pensando siempre una sarta de sandeces, odiándolo de manera gratuita, y también, por qué no, de la misma forma, amándolo. Porque de todas las verdades de este mundo, la más grande y la más difícil de ocultar era esta: que del desprecio al amor sólo hay una zancada.

Elena recuerda la última ocasión en que ganara los juegos florales de una ciudad fronteriza con sus poemas lacrimógenos, y en cuya ceremonia de premiación estaban, cual debían, todas sus amigas, aplaudiéndola a rabiar, y ella, satisfecha y envanecida, dejándose querer, estrenando ese conjunto azul como su sangre, que tanto le iba a su epidermis tan blanca y a sus ojos azules; olorosa, como del naranjo una bella y pálida flor; pensando que habían valido la pena tantos años de repetir como un lorito, tantos sonetos, décimas y redondillas; contando, jubilosa, con el pretexto idóneo para andar sola, por fin, lamia, libre lilinga, lima limera, lironga longa, loca Lucrecia Borgia muy de siglo XXII, lejos de casa, sin la dulce compañía de su marido detestable. Y ese premio en efectivo, y esa flor natural, y ella pizpireta, a los treinta, sin indicios aún, felizmente, de la menopausia, y los zapatos blancos un poco incómodos por no haberlos pisado más tiempo, y los dedos de los pies punzándole; pero eso sí, ella sonriendo, toda coquetería, toda brillantez, quien quite y se le hiciera, una canita al aire no le caería mal, ya llegaría, cómplice, la profunda noche, y ella tan regular, tan exacta en su período, entonces, sí se podía, sin riesgos; uno nunca sabía, el destino podía serle generoso esta vez, por eso sonriendo, siempre sonriendo, estoica, heroica, harta de tanta dicha no dicha, no pronunciada, a la par de la tristeza, de que todo esto durara tan poco, aún con los zapatos apretándole el alma, a cuentagotas, los deditos. Qué lástima, y ella, proclamando tanto a voz en cuello su nobleza europea, su glamour, su “caché”, su  “sangre azul”; sí, azul, como el color de sus venas, como pequeños ríos en su epidermis blanca, mientras no la tocara el oxígeno, la impureza del aire, para que no se tornara roja, como la de la más oronda y envidiada de todas su amigas, como la del más desposeído indígena, como la del más pobre mestizo, en fin, como la de todos.

Como en un sueño habían pasado esas dos horas que durara el evento, en medio de la pasión en la cual ella vivía, con ese alto honor de cerrar en el Palacio de Bellas Artes, en ese prestigiado barrio del PRONAF, aún podía sentir el temblor, aquel gozo extraordinario de aquella noche. La sala había estado llena. La gente de pie, poseída por el embrujo de la poesía. Poemas sobre las pobres muertas de Juárez y no sobre los pobres muertos del río Bravo, sólo porque era el tema de moda y no porque en realidad sintiera algo por todas aquellas pobres almas infelices, extraviadas tal vez en el mundo del hades; ¿con quién podría ahora compartir esa alegría que le remolineaba por dentro? ¿Con quién podía ahondar en lo que, en definitiva, se había vuelto para ella, la vida misma? Con nadie. Y esa había sido, con el correr de los años, su mayor frustración.

Afuera, al través del cristal, se pueden ver los arcos del portal de ese viejo edificio del pueblo. Comienza a llover. Las gotas se azotan contra el pavimento, contra las azoteas, contra las hojas y las ramas y los troncos de los árboles, y también contra todo lo que se mueva, porque la lluvia, aun siendo mujer, también muy de siglo veintiuno, no está exenta de cierta clase de violencia. Da un gusto enorme comprobar desde ahí que las canaletas de algunos edificios decimonónicos aún funcionan. La pequeña plaza se ha puesto taciturna y solitaria. Las gotas, isócronas, caen sobre los charcos recién formados, provocando el surgimiento de pequeñas y brillantes burbujas, mismas que duran sólo unos segundos y luego, mudas, estallan.

Elena Guadalquivir lo mira, desde su atalaya imaginaria, detrás de la máquina registradora. Antonio Crisanto ignora que aquellas dos tazas de café vienen, desde años atrás, demasiado cargadas. Se asegura, así, de que él no duerma bien. No puede hacerlo. Y esas horas larguísimas de insomnio son, para Elena, una dulce, una perfecta venganza. Juan Antonio Crisanto ha de recordarla, quizás con el mismo odio de estos instantes en que está ahí, fingiendo no verla, pensativo, inmóvil. Y eso es mejor que ser ignorada, olvidada para siempre, borrada de manera tan dolorosa, así, de golpe y porrazo, como si nada ocurriera. 

Aún en sus mejores momentos, piensa Antonio, ella, la pobre poetisa de pueblo que es capaz de confesar públicamente, en una lectura, que se encuentra emocionadísima con el cuento más corto y más famoso de Augusto Monterroso y que ya casi lo acaba, que ya lo lleva a la mitad, no podrá evitar más tarde que su cuerpecito arroje gases y produzca pequeños ruiditos inusuales, un tanto incómodos, bajo la suave tela de seda también azul. Un instante, uno solo, en el cual su rostro ajado por los años, sus patas de gallo tanto más disimuladas con carísimas e inútiles cremas, cuanto más notables por su cutis blanco, se habrán distendido, él lo sabe, ganará en ella el instinto, la parte animal que siempre disfrazamos con la máscara del refinamiento, con el manual Carreño aprendido de memoria de manera tortuosa, con los buenos modales, con esa educación adquirida, según la costumbre de las buenas familias, durante un par de años de estancia en los mejores colegios de Europa, en visitas torpes y desganadas y frecuentes a los museos, a los grandes palacios, a los incomprensibles e innecesarios conciertos y óperas, a lo mejor de la elite cultural. Y ese instante, preciso, exacto, puntual, en el cual impere en ella el instinto, entonces la bella, la presuntuosa, la delicada, la fina, por fin se verá envuelta en un sonido agudo, chillante, breve, apretado, del esfínter; y toda esa educación perdida entre la mierda, entonces, mezclada con el sonido del agua que inunda el retrete, e indecisa, por su carácter concéntrico, finalmente habrá de precipitarse por el caño.

A Elena Guadalquivir le produce siempre un placer inmenso imaginar la escena en la cual Juan Antonio Crisanto habrá de comenzar por darse vueltas sobre su propio lecho, con ese maldito sabor a cobre corroyéndole el paladar derribando las almohadas; por revolcarse entre las sábanas, intentando fundirse, confundirse, ser uno mismo con ellas, pero en vano. Luego, incorporándose un poco, su mano diestra buscará al tanteo su pequeña lámpara de noche, esa misma que ha usado tantas veces cuando lee un poco antes de dormir; girará el pequeño pivote para encenderla, y mientras tanto, la cafeína haciendo estragos en su estómago. Después, él se pondrá sus sandalias e irá hasta el refrigerador. Tibiará un poco de leche. Luego, mientras la va bebiendo a sorbos pequeños e irregulares se colocará sus lentes; tomará uno de tantos libros que tiene al alcance de su mano, y por fin, cuando la lactosa y la lectura, ambas lúdicas y también con ele, como con Lautrec, comiencen a hacer su trabajo, ya para entonces, ella, como en un crimen perfecto, le habrá birlado algunas horas a su sueño. Y al día siguiente, cuando él vuelva a entrar por esa puerta ella notará que bajo esos ojos, ojos tristes ya de por sí, se le habrá marcado, como así sucede, un poco más, la sombra respecto a la del día anterior. Y eso la hará sonreír en forma secreta y placentera. Y rezumando su rencor, saldrá de su trinchera para llevar de nueva cuenta el elixir del insomnio al enemigo.


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