Anacrónica del terror urbano
Estar muerto, pienso, es mirar el mar. Cuando es de noche, cuando no se ve mucho. Dios, que parece haber leído mi columna –ésta–, mea sobre la ciudad, sobre el mar.
Estar muerto, pienso, es mirar el mar. Cuando es de noche, cuando no se ve mucho. Dios, que parece haber leído mi columna –ésta–, mea sobre la ciudad, sobre el mar.
Por Juan Jesús Jiménez
Puebla, México, 22 de noviembre de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)
Imperfectos extraños que coinciden en hora, título y sentir. https://www.youtube.com/watch?v=kzupWpAIh10.
Noche de viernes, de nuevo no puedo dormir. He pasado algunos meses así, y no me quedan ganas de recordar el porqué. Frente a mí, un librero enorme que retaco con mi ropa, tazas, marcos, papeles, y esporádicos libros que terminan por caer al piso. De fondo una fiesta, amortiguada por dos o tres paredes de distancia, la luna que ya casi se decide a caer por occidente, y una golondrina que se pasea de un techo a otro.
No parece tener una razón para estar despierta; tantea los cables y tuberías de gas en busca de grillos, se detiene de vez en cuando, mirando la casa que se desborda por sus ventanas. El gato blanco que tienen los vecinos, ahora escondido en su zotehuela, trepado en la reja. Incluso él parece no tener una razón para quedarse en la casa; muchas veces lo he visto paseando en las ventanas, peleando ferozmente en los techos, pero ahora solo mira el interior de su casa, como si desconociera a los que adentro cantan una canción de Bobby Pulido. Voy desvelado…
Somos tres que miran absortos las luces negras, los globos neón, las intervenciones de personajes desconocidos que oscilan entre vampiros, momias y alguna que otra profesión fuera de contexto. A veces, en momentos así, es fácil dejarse llevar por la idea de que la realidad es simulada por nuestra mente, como un sueño lúcido, pero mientras evaluó la posibilidad de convertirme en gato, y de gato en ave, cae un vaso de cristal.
La discusión va y viene entre los posibles culpables, uno que se resigna a limpiar el desorden, el gato que huye como si tuviera la culpa. Pasa muy poco hasta que otro vaso se rompe y la música se detiene; una queja bicéfala insinúa la intención de alguien más para herirlos con el vaso, mismo que niega lo sucedido, y achaca la paranoia al alcohol. Un intercambio breve de madres, de maldiciones vacías y un discurso sobre el porqué los amigos no se juntan desde hace tiempo, terminan por vaciar la casa, dejando a quien quiero imaginar, es mi vecina.
Llora. No sabe que yo lo sé, pero puedo escucharla mientras veo en la ventana al gato que se agazapa para saltar sobre la golondrina. No puedo decir nada, prefiero el anonimato de una cortina a medio cerrar. Puedo escuchar cómo se queda dormida, cómo cesa el llanto, la calma que trae un crujido entre los tanques de gas.
De nuevo silencio. De nuevo una madrugada más en la que no puedo dormir. Pienso en la fiesta, en la golondrina, en el gato, en que probablemente debería dormir. ¿Qué será estar muerto? –me pregunto. Pienso, muy en el fondo, que la muerte no puede ser nada. Porque dicha afirmación borraría la experiencia sensible del todo. Todo como el determinante indefinido en todo lo que no dije, todo lo que no pasó, todo lo que no va a ocurrir, todo lo que no viví.
La muerte no puede ser nada, porque la nada implica una fuente inexistente, o al menos, una que no puede nombrar la realidad que percibe. Porque nada sería la razón de terminar la fiesta, de arrojar un vaso, de mentir sobre quién lo arrojó. Nada, como la intención única del gato blanco por devorar a la golondrina, como el único material en sus alas, ahora sangrantes.
Estar muerto, pienso, es mirar el mar. Cuando es de noche, cuando no se ve mucho. De pronto la marea se vuelve espejo, pero no uno que nos mira a nosotros, sino que se mira a sí mismo en un espejo más grande, lleno de imperfecciones brillantes y de una lámpara de luz pálida. Mirar el mar cuando revuelve la arena, cuando nos cubre hasta las rodillas, cuando se siente la brisa golpeado en nuestra cara, como si quisiera advertir que en nuestra vista no está otra cosa sino la pesada mirada de un Dios que se decide a no existir, decide a ser nada y todo, engolosinado por ese mismo que meando en el agua, personifica el absurdo de ser.
Entonces vuelve. La realidad sí puede ser imaginada –digo. Dios, que parece haber leído mi columna –ésta–, mea sobre la ciudad, sobre el mar, el espejo del mar, de todo, de nada, del gato, de la fiesta, de mí, mi columna, y el insomnio que me termina por rendir frente a mi librero, del que cae la biblia.