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Colegio Mayor Universitario San Fernando, de La Laguna. Foto Cortesía de Antonio Arroyo Silva
Colegio Mayor Universitario San Fernando, de La Laguna. Foto Cortesía de Antonio Arroyo Silva

 

Por Antonio Arroyo Silva

“Qué buenas son las madres ursulinas” reza una antigua y lejana canción que, sin negar la ironía goliardesca por todo aquello que esté mínimamente despegado del goce terrenal mientras se es joven, le viene al que escribe después de más de 30 años a la mente no por pura casualidad, aunque al principio parezca una asociación de ideas que linda con las doctrinas surrealistas o con la locura extrema.

 

“Qué buenas son que nos llevan de excursión,” sigue la cantinela y por momentos pienso que lo mejor es acudir al psiquiatra para que me cure de estas reminiscencias a la vida monacal. Pero mejor no, mejor recordar exactamente la causa de pensar en unas bonachonas monjas que vestían de domingo y  llevaban de belingo a universitarios pretéritos. Recuerdo que los compañeros más veteranos nos hacían cantar la perorata a los recién llegados al Colegio Mayor San Fernando. Era liturgia obligatoria. Alguien me explicó entonces que años atrás la institución perteneció a las monjas ursulinas que velaban por la buena conducta ante el estudio y por el mantenimiento de las maneras de la fe nacionalcatólica, ahora mismo no sé si de los o las jóvenes estudiantes universitarios –arias. Pero en este momento, rememorado  el instante y el lugar ya sin la presencia de las santas madres, ocurre todo lo contrario: un paraíso de revolucionarios, melenudos cavernícolas, adalides de la libertad y excelentes personas que creían en la liberación del espíritu humano. Ya no había madres ursulinas sino ese canto goliardesco cuyo colofón era una especie de can-can al  más puro estilo del Moulin Rouge parisienne. Con faldas y a lo loco. Así que todos los que hemos pasado por el colegio universitario lagunero hemos quedado marcados por el apelativo de “ursulinos”. Los más finos de la Universidad. “Finos” en sentido peyorativo, digamos según la más ortodoxa doctrina moral y religiosa, que todavía por aquel entonces dominaba en las conciencias ciudadanas. Y que ahora parece intenta volver.

 

Decía que no sé a qué viene este recuerdo concreto. O acaso no son los momentos, sino todo el escenario que se nos viene encima y me tenga que referir a través de la copla a unas madres ursulinas contemporáneas redivivas que salen de todas las esquinas como cucarachas apostólicas.

 

Nada más lejano que hablar ahora de política o de religión; que para dolores profundos uno tiene ya bastante y ahora más en estos momentos actuales en que, por exagerar un poco, sólo un poco, nos recortan hasta el papel digital. Si serán borricos. Terminarán diciendo que se va a agotar la tinta en las computadoras y, de repente, vamos a tener que escribir en las cavernas. Pero no, sólo voy a hablar del sistema educativo, precisamente, tal como están las cosas, el lugar donde menos prevalecen los valores, la sensibilidad y la cultura humanas. Aunque ya casi está generalizado decir que la manera más óptima de guardar el mayor secreto en esta tierra de mártires es escribir un libro y publicarlo en una editorial especializada en poesía metalingüística.

En principio, todo a primera vista parece propio de un estado de derecho de primer orden mundial. A los alumnos hay que motivarlos, aunque no quieran ser motivados, porque lo único que les interesa es estar todo el día chateando con los colegas en una burda y chabacana deformación de la lengua. A los alumnos hay que enseñarles y si no aprenden la culpa es del enseñante porque no los motiva aunque no quieran.

Con lo que el interfecto queda desmotivado de motivar al nene que se desmotiva de ser motivado (Ay, Piaget, qué habremos hecho nosotros). Pero nada de literatura, que eso es muy difícil para ellos. Un texto de dos o tres líneas con dos metáforas subrayadas y se pide (con respeto) que localice las mismas y que complete la siguiente oración con tres palabras posibles: “Los dientes son….: a) perlas, b) sacacorchos, c) asquerosos”.

Claro está, la última opción puede ser insultante para el alumno y podría causar un daño irreparable a la salud mental del mismo y hay que descartarla, y de paso también la palabra “metáfora” no sea confundida con cierto tabú. Al final el noventa por ciento responderá “sacacorchos” y el diez “NS/NC”. Y habrá que dar la respuesta por válida pues responde al último hallazgo de nuestros ínclitos y oficinescos pensadores pedagógicos que son las competentecias básicas. En este caso se cumple la (in)competencia lingüística, pues el examinando demuestra más creatividad que aquel pobre e ignoto Gómez de la Serna. Además, la experiencia psicosocial e individual del niño le conlleva a discernir que los dientes a veces pueden ser útiles para los menesteres de descorchar una botella. Mejor no hablar ni evaluar aquellas perlas lingüísticas que resuenan por lo bajini, no ya como rebuznos, pues de serlos sería música para los oídos más o menos versados en la materia.

Todavía es peor cuando un profesor, de esa mayoría anónima que no ha tenido la feliz idea o la oportunidad de asistir a unas clases de karate mientras se graduaba, y para colmo no tiene un vozarrón que peina la hierba cuando habla bajito, tiene que tomar alguna medida disciplinaria, sabiendo que no puede echar al alumno del aula. Y eso si los desmotivados alumnos le dan la oportunidad de manifestar su enfado o, al menos, su preocupación. Pongamos por caso que por fin, tras muchos informes sobre el infractor, con habeas corpus que demuestran su actitud disruptiva ante la corte suprema de las féminas de la llamada comisión de convivencia del centro en cuestión que hacen de mediadoras, es decir, evitan que al alumno se les abra un expediente disciplinario, al final se le dan dos o tres días de vacaciones al delincuente futurible y se añade a pie de página que el alumno se compromete a hablar con el profesor. O sea, a no dejarlo hablar.

En fin, lo mejor de todo es estarse callado, o escribir un largo artículo para la columna “El Enyesque” y de paso hacer ejercicio de libertad en la vida normal y no en esta caverna pseudoplatónica llamada centro educativo.

Digo guardar silencio in situ porque los llamados compañeros de trabajo te miran como un ser debilucho y carente de personalidad y hasta algunos aprovechan las fiestas carnavaleras para ensayar con los “heridos” estudiantes algunas canciones de murga cuyo protagonista es ese profesor y sus hazañas desmotivadoras. Chirigota añadida a tanto desafuero.

En resumen, todo esto me recuerda a esos años de estancia en el Colegio Mayor San Fernando y ya, desde entonces, nos reíamos sanamente de aquellas madres ursulinas que supuestamente vestían de domingo y sacaban de belingo a los más jóvenes para que quedaran bien en la foto con una gran sonrisa y demostrarle al mundo y a sus propias conciencias que aquí no pasa nada. Lo que ocurra en los entreactos, no cabe en informes psicopedagógicos, socioculturales o como quieran llamarse. Ergo, no existen.

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