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Puebla, México, 23 de junio de 2024 (Neotraba)

No me gustan las noches. Nunca me han gustado. Están plagadas de rincones muy oscuros en los cuales me la paso perdiendo la cordura y de repente estoy todo mocudo y lloroso, como gatito perdido. Los rincones me consumen, los rincones me hacen pensar en arañas medio muertas de hambre, en mosquitos atrapados en redes pegajosas. Me hacen pensar en mí y en lo que soy.

No me gustan las noches porque noche a noche me hago consciente de ser algo. Y ese algo va tomando forma en cuanto las luces se difuminan. Las cortinas de esta habitación son gruesas, la calle no tiene alumbrado público, la luna me huye, las estrellas juegan a las escondidas. Yo estoy solo y sé que odio estarlo. Me ronronea el pecho, solito, para arrullarme a mí mismo. Me ronronea, el sonido invade las costillas, sube, escala, llega al cerebro y hago cortocircuito. Ya estoy pensando.

En qué tan solo estoy. En si sé estar solo. En si el hecho de que las sábanas de la cama sean azules tendrá influencia en la sensación en mi garganta, en mis pulmones; esa de este líquido caliente, espeso, colándose en los tubos de mi cuerpo, ahogándome. Me imagino muriendo ahogado entre sábanas azules, con la cara contra la tela como ese cuadro surrealista. Me imagino muchas cosas.

La noche consume partes de mí rápido, rápido, rápido. De niño tuve un conejo blanco; no sé si sabes, pero los conejos blancos son bastante feos, los ves de cerca y el rojo de sus ojos perfectamente redondos se te mete hasta el alma. Quizás desde entonces quedé mal. Tanto rojo no es bueno para uno. Me atrae el rojo. El rojo de todo. Por eso de haber visto al conejo desollado poco después. No vi al conejo, vi la piel. Lo demás me lo pude imaginar.

Veo el rojo de la carne y me asqueo. La carne huele a muerte, a vísceras, a dolor, a restos de alma esparcidos en coágulos de sangre. Veo el rojo de mi piel aquí y allá, en el acné y me asqueo, en las puntas de los dedos cuando me muerdo demasiado fuerte las yemas. Siempre se me quedan marcados los dientes frontales, los de conejo, en la piel mordida; y todo es como el conejo blanco. Rojo, rojo, rojo.

Me adentro en esta noche puntiaguda dando saltos. Estoy solo y hago eco. No me gusta estar solo, pero no recuerdo no haberlo estado. Tuve al conejo, ese tiempo corto. Y me asustaban sus ojos impasibles, sus ojos penetrantes, sus ojos moribundos. El conejo estuvo siempre condenado a morir y me doy cuenta de que yo también lo estoy. Y eso me da igual. La noche no es para esto: los encaminados a la muerte. La noche es para los otros: los débiles consumidos por su propia mente. Los solos, los tristes, los que ven negro (no ven, no ven) y cierran los ojos para echarse de cabeza en la oscuridad.

Por eso no confío en los rincones. Los rincones están llenos de negro. Y el negro me nubla la vista, me deja ciego, me arranca la humedad de los ojos y me hace pensar en rojo. Me hace pensar que soy rojo, soy un solitario rojo, soy rojo y por eso estoy solo. Por eso nadie me quiere, porque me ven, y como yo con el conejo blanco, son consumidos por todo este rojo. Dan un paso atrás, dos pasos, tres, se tropiezan y se rompen la cabeza: rojo.

Respiro contra la tela de mis sábanas sudadas. No me gustan las noches, no me gusta esta oscuridad escurrida desde los rincones hasta las puntas mordidas de mis dedos, donde se hospedan, se cuelan en las heridas frescas, infectan. Me miro en un espejo de feria, cóncavo, bizarro, grotesco, grosero. Soy yo. Soy yo y no me gusto. Soy yo y ya no quiero estar en medio de toda esta tiniebla. Cierro los ojos o para ahogarme o para dormirme, todo es lo mismo.

Veo los ojos de conejo blanco. La luz se enciende. Sigo solo.


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