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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 11 de octubre de 2021 [14:40 GMT-5] (Neotraba)

Hemos llegado al final de esta miniserie, y algo así merece una canción a la medida: https://www.youtube.com/watch?v=VRgB1I3HNYg

Leer la biblia es siempre una cosa asombrosa, casi como creer que un texto así sobrevive desde mucho antes de ser redactada esta columna. Es curioso cuando me preguntan por mi razón teológica, respondo que me considero agnóstico. Dicen entenderlo hasta que se sorprenden cuando menciono algo relacionado a la religión –no necesariamente cristiana. Aquí pueden preguntarse “¿Es válido que yo escriba un texto así?” Probablemente no, y lo digo así porque, de ser algo prohibido, ya habría una furia desgarrando mis ojos por cometer un acto de herejía. Pero, hasta donde sé, mis ojos siguen pegados a mis nervios ópticos y ningún ave de rapiña se ha posado sobre el techo de mi casa. Siendo así, por razones divinas o de menos humanas, considero sensato seguir escribiendo del tema. Así que con el favor de los dioses –sea cual sea–, describo aquí la cólera del no pélida Juan.

¿Qué es una religión y qué importa qué sea? De vez en cuando, sucede un movimiento catastrófico y resonante en nuestras vidas y, desde entonces, preguntas como esa no dejan de darnos vueltas. Lo dije hace mucho, “pocas cosas aturden tanto como la idea de un Dios”, solo que no me permití describir con más profundidad este fenómeno. Es posible que desde pequeños nos pase algo parecido, tener curiosidad sobre el amplio concepto de Dios, dudas sobre la religión en la que somos formados, pero no manifestamos por limitaciones en nuestro seno familiar o social al respecto. Dios es un concepto que nos aturde pero no de forma directa, se concibe mejor como un golpe colateral en las reglas que le forman en nuestra mente como un concepto general.

Desde que el primer humano miró dentro de sí el designio sobre su naturaleza desapegada a los animales, pudo surgir la primera concepción del ego instintivo. Yo no soy los árboles, ni las plantas o los animales, yo soy yo porque mi piel es el contenedor de algo más grande. Pensar en nosotros como un espíritu[1] contenido es el primer paso para crear una religión, y parte del reconocimiento de nuestro límite corporal, la noción de que no eres yo porque no compartimos la misma piel ni perspectiva; del desconocimiento de los infinitos procesos y sistemas que nos hacen funcionar como un ser vivo, viene la proyección de algo más como combustible o fuerza primordial. El origen de ese primer impulso, los génesis de cada religión parten de un algo ya existente que cede parte de sí para crear la vida.

Dios, en ese sentido, no creó al ser humano pero es éste quién descubre a Dios y le asigna un nombre, una identidad, una labor: proteger al pueblo elegido. Por muchos años, la tribalidad en el concepto funcionó en comunidades pequeñas donde el pueblo elegido era una forma de separar a ellos de nosotros, pero en cuanto la expansión de culturas demandó una apertura de ese pueblo elegido, el concepto de Dios fue adecuado a cada particular que formaba con su palabra y trabajo, el reino de los cielos en la tierra. El Dios –o dioses– que cuidará por igual de los soldados como de los gobernadores, de los burgueses como de los campesinos. Un Dios que hiciera su voluntad así en la tierra como en el cielo, porque no dependía del comprender humano para funcionar en su infinita complejidad imaginada por seres imperfectos y simples. El ser humano crea, lo ha hecho desde su primer instante existiendo, y es el favor de su creación, mirarlo de vuelta como un consuelo al caos que sucede fuera de lo ideal.

No nos resulta difícil identificar que en las primeras razones culturales de una religión, todas coincidan en el desarrollo de nombres, deidades o conceptos relacionados a las razones ontológicas del ser humano: el amor/fertilidad/erotismo[2], la vida y muerte. El desarrollo humano siempre ha sido ligado a su capacidad de explicar las cosas que lo rodean y Dios fungió por mucho tiempo como juez y parte en la vida de los hombres, no porque los hombres de aquellas épocas no pudieran explicar su realidad de forma racional, sino porque era en su nombre todo parecía ser más ligero al momento de su evaluación rigurosa por la cognición humana. Con el paso del tiempo, las interpretaciones raíces se pierden y los mitos creados para explicar la realidad son asumidos como una verdad innegable que pierde su sentido de existencia en la razón natural de las cosas, y la refuerza en su tratamiento como un concepto sobrenatural.

Mitos como el de un patriarca que sacrifica su ojo para obtener el conocimiento absoluto, el de dos hermanos que tras perderlo todo alzan de la nada un imperio, el de un Dios que en su infinita bondad es incapaz de justificar su plan perfecto a los ojos de un mortal, son consumidos por la mirada de los hombres perdidos en sus pensamientos. Aquellos que desaprendieron a interpretar un lenguaje tan antiguo como la magia y le transgredieron a ser su propio medio de entendimiento y asimilación. Las religiones son producto de ese desaprendizaje en el que se parte de una base mitológica como una tautología, para entonces desprender una serie de reflexiones de la labor ontológica del ser humano por encontrar un significado a su existencia.

¿Es malo? No, pero requiere de un trabajo de identificación extenso. Saber de dónde vienen esos mitos y aprender a interpretarlos con todos los matices para que nuestro conocimiento trascienda lo mágico, es parte del crecimiento que se busca en primer lugar al entrar a una religión –o al menos debería. Pues, ¿qué es Dios si no la verdad y el camino[3]?

De hecho, le recomendaría analizar la religión en la que se formó. Todas, por más alejadas o ajenas a su contexto que parezcan, persiguen de cierta forma el mismo objetivo por comprender la vida, explicar cómo ser un buen ser humano a pesar de lo hostil que resulta ser la realidad que nos rodea. Comprender a Brahma en su azaroso nacer de un loto, encontrar la paz en un concepto áureo como la Trinidad, vencer el infierno de la mano de un Dios hecho carne, encontrar la iluminación en el uso del Aleph. La realidad que definimos casi siempre parte de mitos como estos, y comprender su origen, saber explicarlos, debe ser primordial en la vida humana. No como un ataque a la religión, sino como una construcción.

Ahora, si de verdad quiere hablar de lo malo dentro de las religiones, podemos hablar de la magia de falsa visibilidad, en todo lo que ya hemos explicado en columnas anteriores, con las estructuras de poder cortas y de manipulación colectiva –como los negocios de Avon. Pero si puede darse cuenta, la manipulación parte del desconocimiento, lo que hace todavía más evidente nuestra necesidad de conocer nuestras religiones –porque toda religión es nuestra por el hecho de ser humanos– y saber interpretar en su complejidad, el campo real de las explicaciones naturales de las que parte lo sobrenatural que reside en el mundo que sigue siendo desconocido para nosotros.

Por ello esta miniserie se llama Astral. Porque la magia puede ser mucho más que un concepto engañoso y parlanchín, Dios puede ser más que un personaje al cual dirigir nuestra devoción o decepción. Lo mágico vuelve al principio de todo, cuando el hombre miraba a las estrellas y les daba un comienzo fuera del manto nocturno, sabiendo que la fuerza que movía cada una de las estaciones, muy probablemente se mantenía dentro de sí como un eco del primer aliento en el universo. El conocimiento actual no tiene porqué pelear con la religión, ni desmentirla, ni desbaratarla; en cambio, tiene la obligación de explicarla y crecer con ella, hacer de los mitos un principio de voces abstraídas por el paso del tiempo, por los miles de años desde que pudimos explicar la razón de algo mediante el uso de magia en nuestras palabras.

El desarrollo de una conciencia Astral no es el uso de hechizos o un impulso –como el de las drogas– para interactuar con nuestro yo sobrenatural. Más bien, pretende plantear en nuestra mirada el asombro y la sorpresa de reconocer en lo desconocido, un aspecto nuevo del ser. Astral porque de mirar a las estrellas, de jugar a que somos ellas, vemos en la tierra el desarrollo de su voluntad tan inadmisible y desafiante a la del hombre, a su vista inexacta de los mitos que nos formaron como seres humanos y que explican desde la pequeñez, el origen de algo tan inmenso como la realidad, como el Dios que se resiste a ser asimilado por nuestro entender, por la magia que lo rodea y que nos alimenta en el espíritu. Astral porque somos polvo de estrellas advertidas a estallar en cualquier momento.


[1] Lo he dicho antes, detesto la palabra en su uso mágico. Sin embargo, entenderlo como la serie de comportamientos, actitudes o impulsos que no podemos entender desde el raciocinio, me parece una manera mucho más completa de su uso como palabra para definir la realidad.

[2] No ocurría siempre, pero las representaciones de estás deidades fértiles, tenían implícito los otros dos conceptos.

[3] Tranquilos, no es propaganda cristiana. Es solo una referencia.

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