Una ventana inmensa: Marco Antonio Murillo
“Una ventana inmensa” es el taller de poesía en prosa dirigido por Manuel Parra Aguilar. Tomamos este espacio experimental para difundir su labor. Turno de Marco Antonio Murillo.
“Una ventana inmensa” es el taller de poesía en prosa dirigido por Manuel Parra Aguilar. Tomamos este espacio experimental para difundir su labor. Turno de Marco Antonio Murillo.
Por Marco Antonio Murillo
Los poemas aquí presentados pertenecen al libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos (2020)
Hermosillo, Sonora, 12 de mayo de 2022 [01:14 GMT-5] (Neotraba)
Una tarde de abril me asomé a El Burro Culto; buscaba un tomo que me aclarase de qué especie eran las plantas que crecían en el jardín. Por un facsimilar supe de Julia Cardos Carracedo. Escritora y botánica, en 1905 publicó un cuaderno de clasificación difícil: Los frágiles hijos de la mandrágora, el cual pronto fue olvidado por la ciencia moderna. Empastado en cuero y con herbolarios relieves en el canto de las hojas, el volumen repasa la relación de la flora con el tiempo de los muertos. La sección más lograda, según el dependiente de la librería, era la tercera, donde se examinaban formas y características de algunas plantas, luego se comparaban con los óleos del sufrimiento: La fragilidad de un hombre antes de morir es la misma que la de una planta ante las diarias labores de la siega. ¿Acaso una mano cercenada no se parece al bulbo de una dalia por abrirse, y un cuerpo estirado sobre la rueca al tronco espinoso de un árbol cirio? Los oficios solares en los jardines cortan con las mismas tijeras que la muerte.
Salí de El Burro Culto. Avancé algunas esquinas y me senté al pie de las escaleras de un edificio. Ya se estaba haciendo de noche, pero en las primeras páginas del cuaderno de Julia el día apenas iniciaba: En los primeros días que estuve en Grecia me ocurrió esta suerte: No terminaba de amanecer y ya estaba quitando la hierba que había crecido de más en el patio de la pensión que rentaba. Asida a una de las raíces, se me apareció la suerte de una pequeña moneda griega. Su contracara aún mantenía sus relieves vegetales. ¿Se trataba de un asfódelo? Siempre he pensado que la suerte es una agencia donde se rentan automóviles para viajar. Casi nunca está abierta y tiene anuncios viejos con fotografías de carreteras que desembocan en sitios remotos: ciudades blancas como un diente de leche, bahías cerradas como un botón azul, hoteles que recuerdan la página suelta de un libro. Me levanté y, sin prisa, me fui a mi casa. Cuando llegué ya era de noche. Sobre el jardín la luna parecía una moneda griega hecha añicos. Tomé de nuevo a Julia y continué: Los Campos Asfódelos era uno de los sitios a donde iban los espíritus de la gente al morir. El asfódelo se parecía a olvidar: sus semillas brotaban junto al río Leteo, corriente en la que los muertos bebían de sus canciones para dejar atrás sus pasos sobre la tierra. Según las cuerdas más antiguas, el asfódelo trajo la sombra. No es un secreto que alguien no sepa: leer es siempre la búsqueda de eso que un día perdimos.
Alguien dijo: somos breves aquí en la tierra y en esa brevedad, hermosos. Lo dijo, pues sabía que después moriremos, o tarde o temprano ya nadie se interesará en saber nada nuevo de nosotros. Voy a ser sincero: los apuntesdel cuaderno de Julia apenas me despejaron las dudas sobre mi jardín, pero aprendí que es valioso morirse: bajo tierra la muerte de las personas se parece a la historia de una raíz que se va conectando con otras para abrirse paso por la vida. Julia lo supo, por eso su cuaderno incluye como apéndice una pequeña selección de salmos que ella misma tituló La siega del asfódelo. Traducidos del griego, fueron escritos en una época en que los creyentes comenzaron a soñar el infierno como un sitio presente, que se diluía en las conversaciones diarias. La propia Julia escribió: Cuando un familiar moría los griegos aseguraban que su destino era culpa del asfódelo. Decían tres de los nueve salmos conocidos. Si la poesía lírica desarrolla la vida de la naturaleza en toda su plenitud, puede decirse que estos salmos son un bosquejo del mundo. Se cantaban a la intemperie, con la convicción de quien por la noche camina con una lámpara de aceite y despeja la bruma en las cuencas de los muertos.
Abrí de nuevo los frágiles hijos de la mandrágora, lo hojeé, esta vez persiguiendo la voz de Julia Cardos. Una imagen es lo que persigo, nada más, recuerdo que en algún sitio Nerval escribió. Llegué a la segunda parte, era la más extraña de todas. Consistía en la descripción de ciertas especies de plantas y su uso cotidiano, pero había algunas anotaciones al pie de las páginas. Seguramente esbozos de temas que ya no se desarrollaron. Esta sobre la muerte en una botella:
A mi padre le gustaba contar esta historia: un niño que vivía en el puerto de Veracruz halló una botella submarina, se la puso en el oído y escuchó un aleteo de pájaros que hace tiempo no volaban. Debe ser la muerte, se dijo. Y corrió alegremente a contarle a su familia y después a otras personas. Nadie más moriría, la muerte yacía encerrada en una botella de vidrio...
Mi padre y el niño se equivocaban: la muerte no es marina, es terrestre. Un día de nuestra niñez se entierra en nuestros huesos, y tras años de esperar encerrada en esa botella de triste calcio, germina en la piel de morirse.
O esta, en donde se sugiere que morir es un invernadero y requiere de agua, sol, tierra fértil y ciertos cuidados:
Morir se parece al crecimiento de una planta. Al tercer día nace un brote, a los seis un tallo; finalmente, a las dos semanas, el cuerpo ya se ha acostumbrado al humus y a la humedad que habita. Las partes vegetales, ¿hablarán por la muerte de ahora en adelante?
Otras veces, Julia tomaba una de sus acuarelas y describía cada parte con un verso. Era como si las cosas pudieran descubrirse de nuevo con sólo renombrarlas.
Las ilustraciones que hizo Julia Cardos, esa primavera fría de la acuarela, talvez sean el único jardín que siempre he tenido. Y no sé si aquellas palabras contenidas allá donde se desborda la naturaleza de las imágenes sean parte de otro mundo, uno subterráneo, solo visible para el jardinero que demora su tiempo en regar su voz día con día. O para quien sabe que el mundo no es sincero, pues la sombra de una planta nunca proyecta su verdadera forma sobre la tierra.
Cierta noche zumbidos y siluetas coleópteras llenaron la quietud del jardín. No era la plaga que señalaron los pájaros de Mutis, sino los ruidos molestos que por la noche vuelven a todos los insectos uno solo.
Julia Cardos anotó que los insectos eran formas erráticas salidas del reino vegetal. Yo la imagino distrayéndose a ratos con el ir y venir de ellos frente al queroseno de su habitación, mientras borra y reescribe los apuntes de su cuaderno.
Si los insectos son una rara especie de plantas y acompañan a la gente en sus jardines interiores o en el claroscuro de su mesa, esta, acaso, es la mejor nota al pie que Julia escribió:
En la penumbra urbana, la luz de gas guía hacia la muerte a polillas y otros alados insectos. El juego es hermoso: rozar la candela, encenderse las alas como pequeñas hojas y llevar la muerte adentro de los hogares semiapagados.
Asustado, cualquiera pensaría que un pequeño demonio pena y pide asilo en la casa.
Lámparas: en una noche en reposo, el fuego también es música cuando crepita y hace cantar las cenizas de las polillas.
Soñar el vuelo de esos insectos es como orar junto a la lámpara insomne de la habitación: la medialuz de uno retrocede, se oculta bajo la cama; entonces, el miedo a abrir los ojos hincha la raíz de la lengua:
Lámpara de buró,
ala caída, guárdame
de las criaturas
que despierta esta luz.
Todavía era verano, pero en las formas de las nubes ya se pronunciaban los escuálidos leones de otoño: el tiempo de la sequía, la muerte del reino vegetal. Fue durante esas fechas que el agua y mis manos resultaron insuficientes para sostener mi jardín, algunas plantas no tardaron más de una semana en morirse. Para resguardar las últimas que quedaron con vida, las repartí entre mis familiares, de acuerdo a la sombra que daba el carácter de cada uno de ellos: los sueños del peyote para mi primo y la envidia solar de la gerbera para su madre; la risa de la jacaranda para la abuela y la paranoia de la hiedra para su esposo; de mi padre fue la melancolía morada de las orquídeas. Solo, ya sin las preocupaciones por la sed y el sol vegetal, me he puesto a pensar en el cuaderno que escribió Julia, en cómo la botánica que hay tras la vida, de algún modo significa renunciar a lo que se tiene: A todo esto, ¿Qué es la naturaleza? Talvez se resuma en el acto de respirar: respira el agua del sudor, respiran los árboles contra el viento, respiramos aún mientras dormimos; o quizá la naturaleza tenga que ver con dejarlo todo y observar quedamente. Por ello, estos últimos meses en que le di forma al cuaderno que tienes en tus manos, dediqué mi tiempo al tiempo de la naturaleza, observé la vida: bajo tierra echaba raíces, y ellas tenían la sinuosidad de la muerte. Algo habré entendido sobre la palabra vivir. O es que allá afuera no hay nada, solo son los árboles.
México, junio de 1905.
Marco Antonio Murillo. MFA en Creative Writing por la Universidad de Texas en El Paso. Premio Nacional de poesía Rosario Castellanos (2009), Premio Estatal de la Juventud en Artes (2015) y Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco 2020. Ha sido Becario del PECDA, University Grant, Fundación para las Letras Mexicanas, y FONCA Jóvenes creadores. Actualmente es editor de poesía en la revista Carátula y escribe la columna “El cartero deshonesto” para Blanco Móvil. Libros: Muerte de Catulo, La luz que no se cumple, Derrota de mar, Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos, y La tradición del viaje a solas, antología.